Fecha de publicación: 28 de diciembre de 2018

 

Lo primero de todo desearos a todos una muy feliz fiesta de la Navidad. Es lo obvio, pero, al mismo tiempo, es lo más esencial. Cristo ha venido –como dice Él mismo en el Evangelio- “para que mi alegría llegue a vosotros y para que mi alegría llegue a plenitud”. Y no con una alegría pasajera como son las alegrías fácilmente de nuestras fiestas, ya sea un fin de semana que siempre tiene un lunes después, u otro tipo de fiestas que dejan un vacío. O como decía un villancico no muy profundo, ni muy cristiano: “La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y nos volveremos más” (es verdad que se refiere al aguinaldo).

Cristo ha venido. Y ha venido para que podamos vivir contentos con un tipo de alegría que no necesita olvidarse de nada; con un tipo de alegría que sólo Dios puede construir y que es la que mejor corresponde, porque es compatible con la muerte de un ser querido, es compatible con la existencia de un dolor, del pecado, del mal, de la traición, de la muerte, es compatible con la cruz. ¿Qué nos genera esa alegría? Que el Hijo de Dios, el Unigénito de Dios, nos ha contado quién es Dios. Es más, no sólo nos lo ha dicho. En la Escritura, Dios habla, sobre todo en dos momentos (y Dios habla no como nosotros: nosotros podemos hablar y podemos hablar con mentira; nosotros podemos hablar, y según un refrán jugoso, “obras son amores y no buenas razones”). Pero, cuando Dios habla, Dios hace. La primera vez que habla es en la Creación. Dijo Dios: “Hágase la luz”. Y se hizo la luz. Y va haciendo las criaturas siempre mediante su Palabra. Como dirá el Nuevo Testamento después: “Todo ha sido hecho por Él y para Él”. El Verbo de Dios, la Palabra de Dios, el Hijo a quien le ha comunicado toda su Vida divina (al ser infinito e inabarcable, no se da en partes, no se da en trozos, se da por entero, y por lo tanto el Hijo es idéntico al Padre porque recibe todo lo que el Padre le da y el Padre es todo), pues la Creación entera es como un desbordarse de esa filiación del Hijo en las criaturas innecesarias (porque ningunos somos necesarios), es un desbordarse del amor de Dios en la Creación. Y el Verbo de Dios
-habla en otra ocasión- es la Creación: la Creación son obras. Si tuviéramos los ojos limpios de toda ideología o de todo prejuicio, las obras de Dios hablan de Dios. Incluso, sobre todo, esa obra que somos nosotros, con toda la capacidad de arte y de creación que el ser humano, que el corazón humano tiene, habla de Dios. (…)

Ahí se pone de manifiesto el misterio profundo del hombre, que toca. Como en la Capilla Sixtina toca la mano de Dios y la mano del hombre en la Creación, el misterio de nuestra vocación al Amor “toca” el Misterio del Dios que es Amor. El Misterio del Dios que es Amor habla de nuevo en la Encarnación de su Hijo. Y de nuevo, habla con amor: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo”; “No vino Dios al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él, para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud”, para que podamos vivir contentos con esa alegría, que hace posible el conocer que Dios es amor y que, al mismo tiempo, hace posible conocer cuál es nuestro destino.

Una frase del Concilio que el Papa Juan Pablo II repitió hasta la saciedad: “Jesucristo, al revelar al Padre y a su designio de Amor, revela también el Hombre al hombre mismo”. Es decir, desvela que ese Misterio que somos; que esa hambre de belleza, de amor, de bondad que hay en el corazón de cada ser humano, que todos anhelamos, que todos quisiéramos, nos es dada en Dios, no es un utopía, no es un absurdo, no es un vacío, no es un sueño estúpido con el que la muerte acabará.. que nuestro horizonte es la vida eterna. Y que la tarea de nuestra vida es sencillamente ir aprendiendo a querernos más y más como Dios nos quiere, en todas las circunstancias de la vida. Y eso lo hace posible tu Presencia, tu Gracia, tu Compañía, tu Don, que se repite en los sacramentos de la Iglesia: en el perdón de los pecados, en el don de la Eucaristía, tu Vida que se nos comunica en el bautismo.

Cristo ha venido no para que estemos unos días contentos. Cristo ha venido para sembrar en nosotros la Vida divina y para que podamos vivir siempre como hijos de Dios que confían, que saben, que tienen la certeza de que Dios nos ama, también cuando somos torpes, también cuando nos equivocamos, también cuando nos cegamos por las pasiones o por nuestra fragilidad. Y el Señor sigue junto a nosotros y no nos abandona, y no nos deja a nuestra suerte. ¡Qué diferente es saber que nuestras vidas se construyen sobre esa rosa que es el amor sin límites de Dios, que Jesucristo nos comunica, nos da, no simplemente nos habla de que Dios nos quiere! Él se nos da. Él se nos da en la cruz del Nacimiento que celebramos hoy. Pero se nos da también en Pentecostés y se nos da en la vida de la Iglesia constantemente, mediante los signos en los que Él se comunica a todos los hombres que quieren acogerLe. En el Evangelio de hoy decía: “El Verbo si hizo carne y habitó entre nosotros”. Y ese “habitó” podemos entenderlo como que vino, estuvo 30 años, se marchó y aquí hemos quedado nosotros solos con la ayuda de su palabra, de sus gracias, para hacer frente a las dificultades de la vida. El verbo que usa el texto original del Nuevo Testamento –el griego del Nuevo Testamento- al traducirlo es “vino a plantar su tienda entre nosotros”, es decir, “vino a vivir entre nosotros”. Y hay países donde al rezar el Ángelus se dice “el Verbo se hizo carne y habita entre nosotros”. Es decir, vino para quedarse. Las últimas palabras de Jesús en el Evangelio, justo antes de subir al Cielo: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Por eso, nuestra alegría es presente. Nuestra alegría no es el recuerdo de una historia más o menos bucólica o tierna del pasado, porque ni es tierna ni es bucólica. (…)

La alegría que da el Señor es perfectamente compatible con el dolor de la pérdida de una madre, de un amigo, o de un ser querido. Perfectamente compatible. Y sin embargo, uno sabe que tanto para nuestros seres queridos como para nosotros, el horizonte no es el cementerio, no es el tanatorio, no es la incineración; es la vida eterna, es la comunión plena. Si este mundo, porque además vivimos en pecado, es tan bello y está lleno de velos, intuimos la Belleza de Dios y la Belleza de su Amor, poder ver la Gloria de ese Amor, la sorpresa infinita, inagotable, de ese Amor, poder vivirlo sin velos, de una manera absolutamente transparente, será un gozo que no tiene apenas más que una pálida comparación en los gozos y alegrías que tiene este mundo (y cuidado que esas alegrías y esos gozos pueden ser extraordinariamente bellos, sobre todo cuando nacen de la experiencia de un amor verdadero).

Señor, que acojamos el don Tuyo; que acojamos tu Amor en nuestra vida y acojamos tu Palabra. Tu Palabra que es tu Obra, el don de tu Amor (…). Que si tenéis la experiencia de Cristo en vuestra vida, sois mensajeros (que no significa ir por la vida haciendo sermones a los compañeros de trabajo, o a los sobrinos, o a los nietos…). Queredlos. Que puedan reconocer en vuestro modo de estar con ellos algo del amor que nosotros hemos encontrado en Cristo, aunque no lo merezcan, aunque parezcan que no se enteran, que no quieren ver, que no quieren oír. Que nadie os quite la alegría. Y la alegría irradia. Sed portadores de esa paz. (…)

Que el Señor, que nos ama con un amor infinito, invada nuestros corazones (…).

Hacemos profesión de fe en este día y lo hacemos de una manera especial.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

25 de diciembre de 2018 (Natividad del Señor)
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