Fecha de publicación: 14 de febrero de 2021

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios (reunido en la Catedral, dentro de los pequeños números que nos dejan las circunstancias, pero aun así, numerosos, gracias a Dios. Y luego, también somos parte de la Iglesia única todos aquellos que se unen a nosotros a través de los medios de comunicación: enfermos, personas impedidas, amigos de muchas partes del mundo que se unen también a esta Eucaristía);
mis queridos hermanos y amigos:

El episodio que nos cuenta el Evangelio es un episodio que sucedió hace dos mil años, pero el tiempo del Evangelio no es el tiempo lineal de hace dos mil años. “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Es hace dos mil años, cuando el Señor pronunció por primera vez esta palabra, cuando el Señor curó al leproso, y es hoy, y será siempre, mientras el mundo sea mundo, resonará la Palabra del Señor y resonará con un poder salvador. ¿Qué significa eso? Que el Evangelio es contemporáneo nuestro y que el poder salvador de su Palabra se dirige a nosotros. Significa, en primer lugar, que todos somos leprosos, más aun, todos somos el leproso del Evangelio. En él estamos todos representados. Me diréis: “Pero la lepra es una enfermedad que ha sido erradicada prácticamente, al menos del mundo desarrollado”. Digo, prácticamente, porque siempre hay alguna noticia de vez en cuando de que recomienza. Pero es verdad que es una enfermedad muy vinculada a la historia, más que al momento presente, al menos en el mundo desarrollado. En el tercer mundo no es así, por desgracia.

¿Pero, entonces, en qué sentido podemos decir que somos todos leprosos? Hay muchas clases de lepra y la menos peligrosa es la lepra corporal. Hay una lepra del espíritu. Unas veces más grave, otras menos grave, que se pone de manifiesto cuando dejamos que nuestra esperanza, por ejemplo, o nuestro anhelo y nuestra necesidad de comunicación y de amor se pudran o se empobrezcan, se empequeñezcan, desaparezcan. Hay un tipo de lepra espiritual que llega hasta lo más profundo de los huesos, que nos destruye. Cuando vivimos para nosotros mismos, por ejemplo, eso es una forma de lepra. Cuando el único objetivo de nuestra vida somos nosotros y la única meta de nuestra vida es nuestro bienestar. El Señor lo dijo de muchas formas a lo largo del Evangelio. Lo dijo alguna vez, con toda radicalidad, yendo hasta el fondo: “El que quiera salvar su vida, la perderá, el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la encontrará”.

Dios mío, todos queremos ser felices, pero es verdad que hay una lepra que nos corroe los huesos. Luego, hay lepras más superficiales, más pequeñas. El mal uso del tiempo, por ejemplo. Es verdad que todos necesitamos un espacio de descanso y el Señor puso un día de descanso a la semana, también para nuestro bien. Pero también hay descansos y descansos. Hay descansos que son verdaderamente descansos, cuando uno usa ese tiempo –mal llamado libre, porque también el trabajo tendría que ser tiempo libre–, para recuperar relaciones, para cuidar a los prójimos, para estar con los que uno tiene más cerca y cuidar de la calidad de esas relaciones, de la calidad del afecto, de la calidad del amor. Eso descansa el corazón. Y hay otros descansos que nos alienan, que no sólo nos distraen, sino que nos apartan de nuestro ser, que nos vician. Las lepras son de muchas clases, pero incluso lepras que son superficiales o pequeñas si se convierten en hábito, si uno consiente en ellas y las mantiene y las alimenta, se convierten también en lepras muy grandes. Eso ha pasado en la historia de la lepra física también.

Todos somos leprosos. Todos tenemos necesidad del médico. Todos tenemos necesidad de Jesucristo, para que purifique nuestros corazones y nuestras vidas. No os digo esto de las lepras o de que todos somos leprosos para que os flageléis, o para que nos flagelemos. En absoluto. Es más, estoy convencido, y cada vez más cuanto pasan más años y tengo más experiencia de cómo somos y de cómo actúa con nosotros el Enemigo, de que los flagelos son siempre del Enemigo. Es el Enemigo, es Satán –que significa enemigo–, el que quiere humillarnos. Nunca es Dios quien nos humilla. Dios levanta al pecador. Dios ensalza al pobre, como ensalzó la bajeza de su esclava, a la Virgen. Dios quiere nuestro florecimiento, nuestra vida, nuestra plenitud, nuestra alegría. Venimos de una tradición que piensa un poco lo contrario, y a veces confunde al Señor con cosas que no son el Señor, y a veces con el mismo Enemigo, que se viste de ángel de luz. El Señor lo dijo: “Yo he venido para que mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría llegue a plenitud”. Cristo ha venido y ha derramado Su sangre y se ha entregado a nosotros. ¿Para qué? Para que podamos vivir contentos. Dios no quiere nuestra humillación. Dios quiere nuestro florecimiento. Dios quiere nuestra grandeza. Dios quiere nuestra prosperidad, pero una prosperidad que no se mide en términos cuantitativos, ni en términos económicos. La prosperidad de nuestra ser, la prosperidad de nuestras vidas. Y si somos imagen y semejanza de Dios, y si estamos hechos para el amor, Dios quiere que en nosotros fructifique de una manera bella y hermosa el amor.

Señor, somos leprosos, pero Tú no te has avergonzado de nuestra lepra. Tú has venido a nosotros. Tú has venido hasta nuestra lepra. No tenemos siquiera necesidad de decirTe “si quieres, puedes limpiarme”. Sabemos que puedes limpiarnos. Sabemos que quieres limpiarnos. Sabemos que quieres habitar en nosotros. Lo hemos dicho en la oración de la Misa: quieres estar en nosotros y hacer de nosotros “templos de tu Gloria”. Tu Gloria es el resplandor de la belleza de Tu amor. Eso es la Gloria de Dios. La vida del hombre, el florecimiento, la prosperidad de la persona en cuanto imagen de Dios y, por lo tanto, en cuanto reflejo, espejo, del amor de Dios. Eso es lo que se realiza de una manera plena en la figura de nuestra Madre, en la figura de la Virgen María, comienzo de la nueva humanidad, comienzo de la Iglesia. Reina de la Creación, porque vivió para el Señor y no para sí, y el Señor hizo de aquella mujer de una aldea de un rincón de Palestina la mujer más grande y más amada de toda la historia humana.

Dios Santo, nosotros Te pedimos, hoy, que una vez más vienes a nosotros en la Eucaristía, purifícanos, purifícanos de nuestras lepras. Conviértenos para que nos convirtamos a Ti. Multiplica en nosotros los signos de tu presencia, para que podamos dar testimonio de esa presencia con gozo, con alegría. Para que podamos anhelar, compartir, esa alegría y esa vida que Tú nos das, y ese amor que Tú siembras en nosotros con todo aquel que se cruce en nuestro camino.

No se os oculta a nadie, seguro que lo habéis oído en medios de comunicación, yo mismo a nivel de la diócesis he hecho una llamada. Este día solía ser todos los años el día en el que Manos Unidas, esta ONG de la Iglesia en España, se preocupa de una manera especial por el hambre en el mundo. Veréis, hay muchas realidades que están siempre y todo el año ayudando. Vinculadas a realidades religiosas, vinculadas a movimientos y a grupos, ayudando a ámbitos de mucha necesidad en el tercer mundo. O también en nuestro mundo, porque también en nuestro mundo hay bolsas de eso que llaman el “cuarto mundo”, de miseria y de pobreza, que a veces no nos imaginamos. Y cuanto más desarrollado es un país, más ocultas pero más profundas son esas bolsas de miseria. Miseria económica, miseria física y miseria humana, tantas veces.

El día de la Campaña contra el Hambre, promovido por Manos Unidas, para recodarnos que justamente ese crecimiento humano pasa porque no nos olvidemos de los más necesitados. Es verdad que estamos viviendo una crisis y que esa crisis tiene unas dimensiones económicas que tal vez no somos todavía capaces de calcular, que nos va a obligar a aprender a vivir de maneras nuevas y muy diferentes en unas formas u otras. Pero es verdad que eso no puede justificar una actitud narcisista, una actitud egoísta, donde la única preocupación seamos nosotros, nuestra salud y nuestro bienestar. Eso nos empobrece. Eso nos hace leprosos espirituales. Tenemos que resistirnos y no resistirnos a lo que son nada que tenga que ver con la responsabilidad en un momento de pandemia. Pero sí a que nuestro corazón se encoja. Sí a que nuestra esperanza muera, decaiga o se empequeñezca.

Nuestra esperanza, que tiene por objeto el Cielo, que tiene por objeto a Dios (el Cielo no es un sitio, el Cielo es Dios, que es nuestro destino); nuestra esperanza en Dios no sólo no puede decaer. Nuestra esperanza en Dios nos hace posible amar con una libertad que es propia de los hijos de Dios. Con una libertad con respecto a nuestros bienes, con respecto a nuestra seguridad, que a veces es el bien, junto con la salud, los bienes supremos a los que lo sacrificamos todo. Ya hace muchos años, algunos pensadores cristianos decían “el hombre contemporáneo ha sacrificado la libertad a la seguridad”. Luego nos quejamos de cómo es nuestra sociedad o de cómo es nuestra situación, o a veces de cómo son nuestros gobernantes, pero todos somos cómplices. Justamente, porque preferimos la seguridad a todo y la seguridad implica también la carencia de movimiento, el vivir pasivamente la vida, sólo tal vez acumulando, tal vez tratando de tener esas seguridades que nos parece que nos garantizan el futuro, cuando sólo Tú, Señor, garantizas nuestro futuro. Repito, esa es una de nuestras lepras más profundas. Vivir para acumular o vivir para asegurarnos, para tener el control de nuestro futuro, o el control del futuro de nuestros hijos. Cuando la única manera de vivir bien esas relaciones es poder abandonarlo todo, tenerlo todo en las manos de Dios, y poder vivir en la libertad de los hijos de Dios, sabiendo que no hay circunstancia que no sea una oportunidad para que resplandezca, brille, el amor infinito de Dios y con él brille también nuestra humanidad, brille también nuestra vocación, brille también la belleza de nuestra vocación humana.

Yo Le pido al Señor que nos conceda a todos esa actitud arriesgadamente generosa, amante de la gratuidad, amante del desprendimiento, que renuncia de alguna manera al control. Las Lecturas de estos días nos hablaban del comienzo de la Historia humana: “Seréis como dioses”, le decía la serpiente a Adán. Hay algo legítimo en querer ser como dioses, porque somos imagen de Dios, pero ese apoderarse de lo divino, querer ser como dioses porque tenemos el mundo bajo nuestro control, o la vida bajo nuestro control, o las personas bajo nuestro control, eso es demoníaco. Eso nos mata, eso nos empobrece. Eso nos aleja de la vida, del Jardín. Y el Señor nos quiere en la vida del Jardín. Y la vida del Jardín es una vida de compartir. La vida del Jardín es una vida de pensar en el bien de los demás, de amar y buscar el bien de los demás.

Que el Señor, que viene a nosotros, que no se asusta de nuestras lepras, que nos santifica y nos purifica con Su Presencia, haga florecer en nosotros esa bella humanidad.

Hoy, con motivo de la Campaña contra el hambre (que yo he querido ampliar, puesto que estamos en las circunstancias en las que estamos, también al domingo que viene, si los sacerdotes lo ven oportuno en el ámbito de sus parroquias o de sus comunidades), que nos haga florecer en humanidad, en toda nuestra vida y hasta la vida eterna.

Que así sea para todos vosotros. Que así sea para todos nosotros.

Palabras finales de Mons. Martínez

Empezamos esta semana la Cuaresma. Quiero señalar que, debido al toque de queda, la celebración de la ceniza en la Catedral, por lo menos en lugar de ser como era tradicional, a las 20:30 horas, que haría difícil a algunas personas llegar antes de las 22 horas a casa, va a ser a las 19:30 horas. Y lo mismo, en dos semanas será el Vía Crucis también, que se hace habitualmente en la Catedral. Será a las 19:30 horas, por el mismo motivo.

Pero la Cuaresma es un tiempo en que la Iglesia nos quiere educar a prepararnos a la vida nueva que Cristo nos ha traído. Incrementando la oración, incrementando el ayuno y la limosna, que son dos cosas muy relacionadas, porque, a veces, lo que uno se priva en el ayuno es lo que puede contribuir en forma de caridad y de limosna. Pero hay muchas formas de caridad y de limosna que no son económicas, que es cuando uno da tiempo, cuando uno da capacidad de acogida, escucha, cariño, tantas cosas que el ser humano necesita, que todos necesitamos, y que a veces no encontramos quién lo dé.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

14 de febrero de 2021
S.I Catedral de Granada

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