Fecha de publicación: 11 de septiembre de 2017

Queridísima Iglesia del Señor; Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos hermanos y amigos:

Las lecturas de este domingo son monográficas. Tienen un tema muy concreto, muy explícito, muy importante, para la vida cotidiana, para la vida práctica. Es el tema de cómo nos corregimos unos a otros. Cuando estaba empezando a ser obispo recuerdo que el cardenal de Madrid, que nos enseñaba muchas cosas, con su testimonio sobre todo, una vez le oí una frase que se me ha quedado grabada y cada vez que oigo este Evangelio me la recuerda. Decía: “Corregir es lo más difícil del ministerio episcopal”. Tenía razón, os lo aseguro. He tenido treinta y tantos años para comprobarlo.

No sirve eso sólo para los obispos o para los sacerdotes. Me doy cuenta que todas las relaciones humanas, desde padres e hijos, marido y mujeres, amigos, compañeros de trabajo… en todas, todas tienen esa dimensión educativa, porque estamos juntos unos con otros para aprender a vivir. Y por lo tanto, inevitablemente, hay un aspecto educativo, no en el sentido de que todos nos enseñemos a todos –que, si se entiende bien lo de enseñar, todos estamos juntos y cerca para enseñarnos unos a otros, sin duda-; pero, más que para enseñarnos, para ayudarnos a crecer unos a otros, para ayudarnos a crecer como personas. Y crecer como personas es saber vivir, sencillamente. Y por lo tanto, para enseñarnos a querer unos a otros. Si se sacan las consecuencias de eso y se piensa hasta el fondo, resulta que todas las relaciones son educativas, no están sólo los colegios para dedicarse a eso y nosotros ya nos desentendemos. Si dos personas están cerca; si dos personas son amigos; si estamos en un espacio en común; si estamos en una familia, es para que podamos todos contribuir a que los otros crezcan.

Vamos a dar por supuesto que, efectivamente, todas las relaciones –marido y mujer, padres e hijos, hermanos…- tienen ese factor educativo, y por lo tanto entra también en toda educación ayudar al otro a que crezca, o ser ayudado por el otro a crecer, entra el factor corrección. Efectivamente, en la vida real lo más difícil sigue siendo corregir, hasta corregir los padres a los hijos. Se pueden estar horas hablando sobre lo que significa educar; educar para vivir. No hay recetas; recetas en tres frases que yo me aplico y voy por la vida. Cada circunstancia, cada persona, cada historia de cada persona, cada matrimonio, cada familia, forma una constelación única en la que hay que aplicar unos criterios de juicio, unos grandes principios y un discernimiento. Una de las cosas más bellas del magisterio del Papa actual: recordarnos que el discernimiento entra en todo, porque cada circunstancia o cada situación de la vida es única, y como es única no se trata de aplicar recetas, sino que se trata de discernir, de ayudar. Y con recetas para las relaciones humanas se va mal por la vida.

Dejadme que os dé algunos criterios que os puedan ayudar en la tarea de las relaciones humanas, en este estar juntos que tiene que ayudarnos a unos y a otros a crecer como personas mediante esas relaciones. Repito, desde las de esposo y esposa, a la de padres e hijos, o compañeros de trabajo, o amigos. Una es no dejarnos llevar por las pasiones al corregir. Os puedo poner ejemplos: si uno ve que la otra persona está haciendo algo mal y eso que está haciendo mal me llena de rabia y de ira, o me llena de envidia, entonces le digo que lo está haciendo mal, pero quien me está moviendo a mi es la envidia que tengo de esa persona, no voy a saber corregir. Cuando uno corrige, aunque tenga razón, corroído de envidia o de ira no está ayudando a la otra persona. Entonces, tenemos que esperar. Pedirle al Señor que pase este ataque de envidia y de ira, y que le pueda decir.

Otro, que pasa mucho en nuestro mundo. Cada vez que dos personas se acercan lo más fácil es que uno tenga una idea de cómo esa persona es y de cómo le gustaría que fuera. Y en la familia, el marido quisiera un tipo de mujer que ha pensado y que se la ha imaginado a veces y que no se parece a aquella con la que se ha casado; e igual de frecuente la mujer se ha imaginado lo que tiene que ser su marido. No es infrecuente que la mujer se dé cuenta de que su marido tiene ciertos defectos y la mujer, como es muy segura de sí misma, dice “yo le voy a cambiar”, y entonces se dedica a querer que su marido se parezca a lo que ella se ha imaginado que se parezca. Eso no funciona nunca.

Otra de las cosas que hay que corregirnos cada uno a nosotros cuando nos acercamos a alguien con deseo de corregir es no tener un proyecto sobre la otra persona. La primera condición para corregir es reconocer al otro como es; la segunda, llamarle como es.

La corrección sólo funciona cuando está en un contexto de amor. Es verdad que ahí los padres –y ahí es donde hay que evitar engañarse, porque los padres quieren a los hijos, y quieren unos hijos perfectos- se sienten justificados y como quieren mucho a sus hijos “voy a hacer a mi hijo a mi imagen y semejanza”. No funciona, aunque los hijos sean pequeños. No sirve meter al otro en un proyecto mío, querer hacer del otro lo que yo quiero que sea. Hay que pedir al Señor que podamos reconocer al otro como un bien como punto de partida, y desear su bien, el bien suyo, no el bien que yo le deseo, no el bien que yo quiero, no el bien que yo quisiera que fuese, sino el bien que Dios quiere para él; que Dios quiere para él siendo como es, naturalmente, porque el otro entonces se siente usado. ¿Por qué nos irritan muchas veces correcciones que nos hacen? No porque no nos demos cuenta que son verdaderas o que tienen un motivo verdadero en la corrección, sino porque me doy cuenta que en el fondo el motivo o era una pasión o era introducirme en un proyecto que es de otro, pero que no es el mío, no es el que Dios tiene para mí. Entonces, me defiendo, me protejo. Y al defenderme y al protegerme, dejo de reconocer la razón que había de verdad en aquella corrección que me estaban haciendo y no la acepto.

Nuestras relaciones se pierden mucho en este tipo de cosas. ¿Tenemos que corregir? Sí, pero muy prudentes a la hora de corregir. Tratar en la medida de lo posible, pidiéndoLe al Señor –y necesitamos la ayuda del Señor para eso, y cuanto más queramos a las personas más necesitamos la ayuda del Señor para eso- no dejarnos llevar por alguna de las pasiones que envenenan nuestra relación y nuestro juicio sobre los demás. No juzgar. Acoger al otro como es, sin juicio, y desear su bien. Y al final, voy a la lectura de hoy de san Pablo, el amor; el amor es el ceñidor de todo. Pero el amor no consiste en que querer al otro sea “mi tesoro”, a lo Gollum en “El Señor de los Anillos” (y Gollum se empequeñece él a sí mismo. Gollum había sido un hombre en su origen, pero por querer poseer el anillo de poder se va él haciendo menos hombre y cada vez más animal).

Cuando yo no soy capaz de salir de mí mismo y reconocer el bien del otro, y el destino del otro, y la vocación del otro, eso a mí me empequeñece, porque yo no crezco en esa relación tampoco. Al querer que el otro sea como yo, yo no crezco, ni le doy al otro la ocasión de crecer. Al reconocer y amar el destino del otro, reconociéndole como otro, yo tengo que salir de mí mismo, y entonces él crece y yo crezco. ¿Significa eso que cuando hemos tenido todos estos cuidados uno hace una corrección y sale bien? Pues, no. Porque cada ser humano es libre y yo puedo haberlo hecho todo estupendamente bien y resulta que el otro responde a mi corrección con un palo. Se espera, otra ocasión habrá. Es una ocasión de nuevo de crecer: tengo que amarle mejor, probablemente tengo que tener más paciencia, o tengo que renunciar a corregir en este campo porque no hay corrección posible. Eso es otra manera de querer. Saber que eso no lo voy a arreglar, porque no tiene arreglo. Y le pido al Señor que sea Él donde yo no llego que llegue Él, y que no me ponga pesado para hacer que en lugar de hacer más posible una relación de afecto buena, de amor, como estamos llamados a que sean todas nuestras relaciones, que sea una relación cada vez más envenenada, cada vez más distante, cada vez más llena de resentimiento. Las malas correcciones, sobre todo dentro de la familia, generan resentimiento, y el resentimiento es un cáncer del amor, impide el amor, lo frena, lo destruye, lo corroe por dentro.

Hay muchas más cosas en este Evangelio de hoy.

Que el amor sea el criterio de todo en nuestra vida. Y el criterio de todo es lo que más construya el amor. Si estamos hechos para amar, si somos imagen de Dios, es porque somos capaces de dar amor y de recibir amor. Eso no es espontáneo. El amor hay que cuidarlo; es la flor más preciosa de la vida humana. Hay que cuidarlo, hay que pedirlo. Hay que pedir al Señor que nos haga partícipes de su amor para que podamos darlo a otros.

Vamos a proclamar la fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

10 de septiembre de 2017
S.I Catedral, XXIII Domingo del T.O

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