Es probablemente muy ingenuo, en el mundo en el que estamos, esperar que en un debate político se pueda introducir una razonable medida de razón. Y sobre todo si es uno de esos “debates” que enardecen a las personas, cargados de ideología, y que se agitan un poco artificialmente para que no haya en realidad verdadero debate sobre nada, para ocultar que en realidad el debate político ya no existe (y hace mucho que no existe), que sólo hay juegos de poder y de marketing. Pero eso, precisamente eso, introducir la razón y el amor a la realidad en todas las cuestiones, servir a la razón y defenderla en todas ellas, contra todos sus enemigos (y en primer lugar, con los enemigos que tiene en nosotros mismos), es una tarea irrenunciable de la Iglesia, a pesar de dos siglos o más de retórica y de demagogia en contra. Ese amor a la razón, ese recurso a la razón, es tarea de la Iglesia como una de las exigencias primeras y más profundas de su fe en Jesucristo. Hoy más que nunca. Como lo fue en los primeros siglos del cristianismo, cuando tuvo que abrirse paso entre la proliferación selvática de “sentimientos religiosos” y de gnosticismos de todas clases. Esa es la tarea que vamos a tratar de hacer aquí con toda la inteligencia de que seamos capaces.

La introducción de un proyecto de ley sobre la eutanasia pertenece a ese tipo de cuestiones “virales”, donde, como en las guerras, la primera víctima es la verdad. La verdad, y la razón como vía de acceso a ella. Lanzado justo antes del verano, agazapando en su retórica falsamente compasiva motivos tan poderosos como el ahorro en gastos médicos y de seguridad social, es una de esas cuestiones, como el nacionalismo, como la ideología de género, como el optimismo felizmente reinante, que tienden a desalentar el recurso a la inteligencia. Porque para justificar la eutanasia, y también desde hace mucho tiempo, están en marcha, como un solo hombre, todos los recursos del poder: desde el cine y la televisión y todos los demás aparatos de la propaganda, hasta la conciencia de que las masas humanas están cada vez más drogadas, de que sólo piden pan y circo, y de que son cada vez menos capaces de una vida sana y bella (razonable, libre y dotada de un sentido que justifique adecuadamente los sacrificios del amor), y cada vez menos capaces de un pensamiento articulado y complejo.

De entrada, doy la batalla política (y cultural) por perdida, a corto y a medio plazo. Es verdad que en Portugal, hace no muchos días, musulmanes, judíos y cristianos de diversas confesiones, se unieron para oponerse a ese mismo crimen social, y que no estaría nada de más que cundiera el ejemplo. Pero España no es Portugal. Por otra parte, no me escandalizo en absoluto por la propuesta de la eutanasia, en un mundo en el que la vida humana no cotiza en bolsa, por lo menos ya desde la Primera Guerra Mundial, y que tolera sin rechistar la destrucción de Libia, o de Siria e Irak, o de grandes partes de África… Quienes son capaces de tan heroicas hazañas, tienen suficiente poder como para ganar todavía muchas batallas. Pero no ganarán la guerra, porque esta guerra la gana quien más ama, y ellos no saben amar. La guerra está ya ganada, desde hace dos mil años, en el abrazo infinito de Dios a esta humanidad nuestra que no lo merece (que no lo ha merecido nunca), y que, sin embargo, está ya para siempre unida al destino y al triunfo de Jesucristo. Los portadores de esta verdad, modesta pero imprescindible para quien desee todavía un futuro humano, no tienen más arma que la belleza desarmada, según la expresión feliz del título de un libro escrito por un amigo mío. La belleza desarmada de una vida, de unas relaciones humanas transparentemente bellas y verdaderas. Parece un equipo muy pobre, para lo que está en juego. Pero esa belleza desarmada, como la pequeña y frágil luz del cirio pascual, cruza las fronteras y los siglos.

Quienes quieren que España se muera, que Europa se muera, que la Cristiandad desaparezca definitivamente de nuestras tierras, tienen, en efecto, mucho camino andado, y no están muy lejos de conseguir sus objetivos. Pero es imprescindible decir que ese camino lo han andado con la complicidad, también durante mucho tiempo, de (casi) todos los que nos rasgamos las vestiduras ante la barbarie de la eutanasia. Y que nos las hemos rasgado, igual de estérilmente, y acaso también con una dosis no pequeña de hipocresía, ante el drama del aborto, o ante otras cabriolas legislativas y mentales que tenemos que sufrir, y que reflejan ante todo una herida muy honda, herida que genera una especie de odio resentido a la realidad y a la dignidad de la persona humana. Llama la atención con qué ardor se combaten ciertas políticas, ciertamente inhumanas, y cómo —sin conciencia alguna de la contradicción y de su efecto deletéreo sobre la fe del mundo— sostenemos, y hasta enseñamos en nuestras instituciones “católicas”, y a veces hasta nos sentimos en la obligación de defender, la mayoría de los rasgos de la visión del hombre en que esas políticas se apoyan: desde considerar que el centro de la vida es la actividad económica hasta una concepción de la libertad, de la razón y del afecto que carecen de metas y de caminos, o una devoción al estado y a la política que es ya una apostasía de la fe cristiana y una dimisión de nuestra condición humana.

Esa visión del hombre es burguesa por los cuatro costados. Ha hecho del “bienestar” y del confort el dios definitivo. Sacrifica todo a ese dios. Es quizás duro oír que la política de promoción de la eutanasia es un modo de reducir los costos de la seguridad social. Pero es verdad. La política que fomenta la eutanasia es una política capitalista, utilitaria, que no tiene ni puede tener vínculo alguno con el sentido moral que caracterizó en sus orígenes al socialismo histórico, a la izquierda histórica. ¡Ojalá tuviéramos hoy una izquierda política con un nivel cultural y moral que se pareciese en algo al socialismo de Péguy o al de Chesterton! Pero no. No tenemos, no parece haber en Europa, no parece haber en el mundo alternativa política alguna al capitalismo más chato y miope. En la izquierda como en la derecha, la antropología de base, en todo aquello que define el significado de la vida y el sentido del obrar humano,—esto es, en todas las cuestiones importantes—, es exactamente la misma. Piensan lo mismo y, o van de la mano, o van al menos en la misma dirección. Tienen todos la misma religión, la única verdadera, la del capitalismo global. Y esa religión, como todas las religiones, no deja lugar para otra, no puede ser compartida. La del capitalismo global, con su antropología, con su ética y su política, con su estética, no es sencillamente compatible con la del Dios crucificado por amor a los hombres, “por nosotros y por nuestra salvación”.

Al lector que haya llegado hasta aquí le será ya obvio que su autor —un servidor de ustedes— no simpatiza con la eutanasia. Debo dejar igualmente claro que eso no me hace defender el encarnizamiento terapéutico. Hay formas de esa encarnizamiento que reflejan perfectamente un nihilismo práctico que, en realidad, justifica la eutanasia en virtud de un inevitable efecto “boomerang”. Por eso los defensores de la eutanasia acusan inmediatamente a quien no les sigue de crueldad, de una crueldad mayor por ser partidarios de ese encarnizamiento. No hay que caer en esa trampa, que pone de manifiesto más que nada el carácter sofocante e ideológico de la cuestión: es lo mismo que pasa con los (supuestos) debates sobre el nacionalismo, o sobre cualquiera de los tres ejemplos que señalaba Alasdair MacIntyre en el primer capítulo de Tras la virtud: la propiedad privada, el aborto y la pena de muerte. ¿Interminabilidad de los debates morales en nuestro mundo emotivista? Sin duda. Pero no podemos renunciar a esos debates, porque renunciar a ellos es dejar la realidad en manos de los más pícaros o los más charlatanes. Como no podemos renunciar tampoco a la posibilidad de que, detrás de todas las pasiones humanas, detrás de todos los ídolos de nuestro tiempo (básicamente el dinero, la lujuria y el poder, como supo ver T. S. Elliot), pueda alumbrarse una experiencia humana verdadera, y un pensamiento capaz de articularla.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Publicado en Blog “Ciudad de Dios y de los hombres” www.ciudaddediosydeloshombres.org 
29 de junio de 2018