Fecha de publicación: 11 de julio de 2016

 

Queridísima Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes;
amigos todos:

Las lecturas de hoy son -uno podría decir con toda verdad- revolucionarias. Revolucionarias en el sentido más verdadero de la palabra, de que nos cambian todos los esquemas que los hombres tenemos acerca de nuestra relación con Dios y de la relación de unos con otros.

La parábola del Buen Samaritano con la que Jesús explica el significado de los dos mandamientos principales de la Ley, en los que se resume –dirá en alguna otra ocasión- el Nuevo Testamento, la Ley entera, rompe esquemas porque cambia el concepto de prójimo. El mandamiento dice que amemos a nuestros prójimos. Pero con frecuencia los seres humanos tenemos una habilidad especial para rodearnos de prójimos que piensan lo mismo que nosotros, que les gusta lo mismo que a nosotros, con los cuales nos sentimos muy a gusto, y con los cuales nos resulta especialmente difícil portarse razonablemente bien.

Pero cuando cuenta la parábola no sólo pone a un samaritano como el que cumplió el mandamiento, es decir, una persona a quien los judíos despreciaban absolutamente, que no se hablaban con ellos (eran pueblos que se odiaban por motivos religiosos, en realidad, porque los samaritanos no admitían más que la Ley de Moisés, no los libros o las tradiciones que habían venido después de los profetas o lo que los judíos llaman “los escritos”, que eran todavía más posteriores, como era el Libro del Eclesiástico o el Libro de Esther). Los samaritanos, sólo los cinco libros de Moisés. Pero no admitían. El Evangelio cuenta cómo Jesús tuvo algunas veces que evitar pasar por los pueblos de Samaría porque no les iban a recibir y no les iban a dejar dormir en ellos siquiera. Y mira tú que el Señor pone como ejemplo de aquel mandamiento un samaritano. El Señor tiene un humor buenísimo, pero sobre todo cambia la pregunta. El mandamiento deja de ser un poco el decir “ama a tus prójimos” y que tus prójimos sean de tu familia, los de tu tribu, los de tu club de amigos, los que tienen la misma manera de pensar o la misma estética o los mismos gustos en la vida. No. Sé, tú, prójimo de cualquiera con quien te cruces en el camino. No pregunta quién se portó bien con el que había caído en manos de los ladrones y lo trató como a su prójimo, sino quién fue prójimo, quién fue cercano, quién se acercó. Y nos pone como horizonte del mandamiento eso: acercarnos a cualquiera que se cruza en nuestro camino, que se cruza en nuestra historia, y sin poner límites, y sin pensar que hay categorías. Yo estoy seguro de que el sacerdote que pasó de Jerusalén a Jericó le esperaba una reunión muy grande o cualquier cosa importante, en Jericó, o iba allí de vacaciones, o a perder el tiempo, probablemente, tampoco el levita. Pero el Señor no se para en eso: que el que cuando te encuentras con una necesidad, esa necesidad es lo más grande. Dios mío, esa es una revolución, realmente.

Como le preguntaban una vez al escritor Bernanos, durante la II Guerra Mundial. Él estaba exilado en París. Estaba el periodista interrogándole y en un determinado momento le explicó como que la guerra mundial no se había resuelto bien. Es verdad que las democracias habían vencido a las dictaduras, pero habían vencido con los mismos métodos que usaban las dictaduras, y que él temía por el futuro de la libertad en el mundo que iba a surgir de la II Guerra Mundial. Y dice: A los jóvenes en ese mundo sólo les quedará o la desesperación o la revolución. Y uno piensa en la actualidad qué tiene una frase así: a los jóvenes en esas circunstancias sólo les queda o la desesperación o la revolución. La actualidad que tiene una frase de ese tipo en nuestro contexto, en nuestro mundo, en nuestro presente, casi sesenta o setenta años después de que fuera pronunciada a finales de la Guerra Mundial, en el año 44. Y le pregunta el periodista: ‘Pero, a qué revolución se refiere usted’. Dice: ‘A la única que conozco, la que empezó la mañana de Pentecostés’. Fantástica la respuesta.

Esa revolución siempre está pendiente y tiene que ver con la parábola del Buen Samaritano. Siempre está pendiente que nazca un pueblo y eso es lo único que puede cambiar este mundo. Escuchamos tertulias y tertulias, y pactos y negociaciones. Siempre son lo mismo. Dios mío, hay algo que podemos hacer cada uno de nosotros: empezar a ser prójimos unos de otros; prójimos sin fronteras. Sería un buen título, no para una ONG, sino para la Iglesia: prójimos sin fronteras. Fantástico. A cualquiera. Porque el fondo todo ser humano en su corazón, ¿qué desea?, ¿qué es lo que anhela más profundamente? Pues, preguntaros: ¿qué anhelo yo más profundamente? Que me digan la verdad. Que no traten de engañarme. Que nadie me utilice. A nadie nos gusta ser utilizados, de una manera o de otra, aunque sea para satisfacer la necesidad de afecto que otros puedan tener. No.

Tenemos la percepción de que algo en nuestro interior es profundamente sagrado y que sólo merece afecto y respeto.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

10 de julio de 2016
S.A.I Catedral