Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, que hoy nos reunimos y llenamos esta Catedral, para celebrar el día más grande del año, el día que da sentido no sólo a la Semana Santa. Si Cristo no hubiera resucitado, no habría Borriquilla, no habría Rescate, no habría Tres Caídas, no habría Santo Entierro, no habría la Virgen de la Soledad, no habría Santa María de la Alhambra, no habría Semana Santa. Una muerte más en el olvido de esta larguísima historia humana que tiende a hacernos pensar que somos un producto más de la naturaleza, un poco más complicado, raro y difícil de explicar por qué somos más complicados que las hormigas o los pájaros, porque nos somos igual. Y no somos igual porque estamos hechos para Dios, estamos hechos para el cielo.

 Pero la realidad de la muerte nos golpea. Y celebramos este hecho único -único en la historia- no porque seamos más crédulos que los demás. Si en el siglo I los campesinos y los pescadores de Tierra Santa sabían muy bien que nadie ha vuelto jamás de la muerte. Ya cuando ellos la anunciaron sabían que era una locura anunciar aquello. Pero aquello que anunciaban da sentido a vuestra música, hace que no sea una estupidez, el estar contentos, el hacer cosas bellas, el amar, el perdonar, el afrontar la vida con gratitud. Todo eso lo hace posible lo que celebramos hoy. ¿Qué celebramos hoy? La Resurrección de Jesucristo.

 El día más grande del año es la Resurrección de Jesucristo. Que alguien haya resucitado, haya vencido a la muerte y esté vivo para siempre no le es posible a ningún hombre. Todos sabemos que eso no ha pasado nunca. Sólo una vez en la historia y eso porque ese hombre era el Hijo de Dios, era Dios, y se hizo uno de nosotros para compartir nuestra muerte, matar a la muerte, y librarnos a nosotros del poder de la muerte. Y eso no es algo que le paso a Él. Él como era Dios no tenía mucho mérito que Él venciera a la muerte. Lo que tiene mucho mérito es que nos quiera y que esa victoria suya sobre la muerte sea para nosotros una victoria sobre la muerte, sobre la muerta ya ahora, en nuestra vida.

El que Jesucristo haya resucitado nos hace posible no dejar de llorar porque perdemos a un ser querido, pero saber que la muerte no es lo único. Morimos, pero del otro lado de la muerte nos aguardan los brazos abiertos de Jesús, para recibirnos a todos. Esos brazos de Jesús representan los brazos de Dios y el amor que nos tiene. Un amor que es más fuerte que la muerte. Y de esa manera, los cristianos morimos. Y cuando muere alguien a quien queremos mucho nos duele. Es como si nos arrancaran un trocito de corazón o como si nos arrancaran casi todo el corazón, pero nosotros sabemos que el amor de Jesús es más fuerte que la misma muerte, y más fuerte que el mal, que todo el mal del mundo, y más fuerte que nuestros pecados, y nunca, nunca, nunca dejará de querernos. Por eso es un día tan grande hoy.

 Dios que es más bueno que el más bueno de los padres, infinitamente más bueno que el más bueno de los padres (…), y nunca dejará jamás de querernos. Nos ha dicho “Yo te quiero” a cada uno. Dios dice a cada uno “Yo te quiero”. Y cuando Dios dice “Yo te quiero” es para siempre. Por eso, los cristianos, aunque lloremos a veces, aunque a veces nos podamos poner tristes, aunque a veces las cosas se pongan muy difíciles, aunque a veces se haga de noche, siempre hay una lucecita que brilla, como ese cirio grande que está ahí encendido; siempre hay en nuestra vida una lucecita que brilla y siempre está el amor de Dios con nosotros. Aunque nosotros le demos la espalda a Dios, Dios no nos da la espalda a nosotros; aunque nosotros nos olvidemos de Dios, Dios no se olvida de nosotros. Jesús lo dijo una vez de una manera muy bonita: “Hasta los pelos de tu cabeza están contados”. Dios con una sola mirada cuenta los pelos de nuestra cabeza. Los ha creado Él. Nos ha creado Él a nosotros. Y cuando Dios dice “te quiero” nunca da marcha atrás, nunca. Y esa es nuestra alegría.

 Señor, Tú nos quieres. Y, sobre todo, Tú nunca vas a dejar de querernos a nadie, y a nadie es a nadie. Nunca vas a dejar de querernos. Eso es lo que aprendemos de la Resurrección de Jesús. Por eso, la celebramos todos los años. Claro que sí. Y todos los días en realidad.

Cristo ha resucitado. Y porque Cristo ha resucitado yo vivo contento y con la certeza de que mi destino no es la muerte. Pasaré por la muerte, pero mi destino son los brazos de Dios en la vida eterna. Ya no tememos a la muerte, no la tememos. Contentos por lo que celebramos, muy contentos.

Vamos a profesar juntos nuestra fe.


+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

1 de abril de 2018

S.I Catedral, Domingo de Resurrección

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