Fecha de publicación: 14 de enero de 2019

Queridísima Iglesia del Señor (venida hoy de tantos lugares, para celebrar esta fiesta de toda la Iglesia, que es siempre una Ordenación Sacerdotal, y esta bella fiesta que es el Bautismo del Señor, que celebramos a la sombra de la Navidad):

Para nosotros, el día de la Epifanía, que llamamos el día los Reyes Magos, es como el final de la Navidad. Pero en la antigüedad cristiana más antigua, y en las tierras por donde el cristianismo creció al principio (por lo que hoy es Israel, Palestina, Siria, el Líbano, Iraq, el Sinaí, la costa norte de Egipto…), para ellos la Navidad era el 6 de enero, y hasta casi el siglo V no conocieron la fiesta de la Navidad, que venía de Roma, del 25 de diciembre.

Y la fiesta de la Navidad constaba también de más días que uno. La manifestación es la salida del sol. En el lenguaje de Jesús, todavía más: es el amanecer, la fiesta de la salida del sol. La fiesta donde “nos visitará el sol que nace de lo alto”, como dice san Lucas en el Benedictus, se celebraba el 6 de enero. Hasta le daban un carácter simbólico con respecto al solsticio de invierno, porque entre el solsticio de invierno y el 6 de enero hay trece días que representan al Señor y a sus doce apóstoles; es decir, que tenía también su significado.

Pero, a la fiesta de la Navidad seguía inmediatamente la fiesta del Bautismo del Señor y la fiesta de las Bodas de Caná. Y a mí me parece que en las tres, aquellos cristianos de los primeros siglos trataban de explicar todo el Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, que es el centro del cristianismo. Tan el centro del cristianismo es que nosotros seguimos contando los años por la Encarnación, aunque la fecha no pueda ser… (porque ahora tenemos instrumentos de medición, que no los había en los primeros siglos cristianos y no es exacta la fecha del nacimiento con el año que celebramos); pero, aproximadamente, son 2018 años y nosotros, nuestra era, la Historia ha comenzado de nuevo cuando el Hijo de Dios se ha hecho hombre. Y eso es lo que celebramos verdaderamente en la Navidad. Todo lo demás son adornos de los que se podría prescindir. A veces, las personas que están viviendo una enfermedad grave, o la agonía de un ser querido, o una catástrofe… pues, se dan más cuenta de lo que significa la Navidad, que quien lo tiene todo.

Pero yo quiero subrayar qué significaba para aquellos cristianos la fiesta de Epifanía, qué significaba el Bautismo del Señor y qué significaba el Evangelio del domingo siguiente de las Bodas de Caná. Uniendo las tres como una sola fiesta. La fiesta de la Epifanía, su nombre lo decía: “Ha aparecido la luz (nota: al nacer Jesucristo), en este admirable intercambio (nota: ¡en este admirable comercio!, en latín decía comercio; es decir, por el cual Dios se da a nosotros y recibe en nosotros, nuestra pobre humanidad, nuestra carne de pecado, semejante en todo a nosotros justo en todo menos en la herida del pecado). Pero en esa unión, en ese intercambio donde el Señor hace con cada uno de nosotros, en esa boda que es el Nacimiento de Jesucristo, Dios se une con nuestra pobre humanidad en las entrañas de la Virgen y, al nacer Jesús, en el cuerpo, en la humanidad de Jesús, se ilumina la vida de los hombres. Se ha iluminado el horizonte de nuestra vida. Se ha iluminado lo que significa Dios para nosotros. Gracias a la Encarnación sabemos que Dios es Amor. Eso, no os creáis, parece que es obvio, pero no ha sido nunca, nunca, obvio. Los hombres han tenido mucho miedo de que los dioses estuviesen enfadados y de que vivieran enfadados, porque como nunca nadie podemos presumir de ser lo suficientemente buenos, se pasaban la vida haciendo oraciones para aplacar la ira de los dioses, para que su castigo no durase muchas generaciones.

Es el Nacimiento de Cristo, es la Encarnación del Hijo de Dios quien nos revela que Dios es Amor; que Dios es Luz: la Luz que ilumina nuestra vida. Todos somos conscientes de que el amor es probablemente lo que más vinculamos a la felicidad. En Cristo aparece que el secreto de la Creación, el secreto último, el misterio último de todas las cosas, también de nuestra vida, de nuestras relaciones; el misterio último, que es la fuente y la plenitud de todo, se llama Amor. Dios se llama Amor. El nombre de Dios es Amor. Y como dice San Juan, “todo el que ama ha nacido de Dios”. No todo lo que los seres humanos llamamos amor es amor, pero allí donde hay un poquito de amor verdadero, aunque sea nada más que una brizna, esa brizna es participación en la vida de Dios. La vida misma es participación en la vida de Dios.

Y eso es lo que celebramos el día de la Epifanía. Y el día del Bautismo del Señor, ¿qué celebramos? La humillación de Dios. “Vemos” ese intercambio que ha iluminado la Historia y el mundo, lo vemos desde el lado de Dios. ¡Se han abierto los cielos!, que era algo cerrado para los hombres, y el Hijo de Dios ha bajado, no sólo a la tierra, sino baja al Jordán a bautizarse, baja a las aguas, que eran para los judíos el lugar del abismo, el fondo sobre el que está apoyada y sostenida la tierra, Cristo, el Hijo de Dios, ha querido bajar. Está anunciando ya su muerte, de alguna manera. “Bajó a los infiernos”. El “bajó a los infiernos” está prefigurado. Y baja con el Espíritu Santo, que le va a acompañar toda la vida y que cuando Él entrega su vida al final de ella, cuando su Vida se hace en un regalo para todos nosotros, nos deja, como arras de nuestra vocación a la vida eterna, el Espíritu Santo en nosotros.

Por eso es una fiesta preciosa. “Se abrieron los cielos”. Los cielos estaban cerrados. Dios era siempre el Ignoto, el Desconocido, el Inalcanzable, el Inefable. Dios ahora tiene un nombre: “Jesús”. Como dice una persona que yo conozco, “desde la Encarnación, Dios tiene ‘chicha’”. Y es verdad que, como dice también San Juan: “Lo que hemos oído, lo hemos visto, lo hemos tocado con nuestras manos, acerca del Verbo de la vida, que estaba en Dios y se nos ha manifestado”. Cambia la vida humana, porque Dios ha querido compartir nuestra pobreza, la pobreza de nuestra humanidad hasta el abismo de la muerte, sin avergonzarse de nuestra oscuridad, de nuestra pobreza, de nuestros pecados, de nuestra muerte, de nuestra miseria. Como decía también algún cristiano de los primeros siglos, “como un médico limpio que no se avergüenza de las heridas de su enfermo; que se acerca a ellas para limpiarlas, para curarlas”. Así se acerca el Señor al abismo de nuestra humanidad.

¿Y qué se celebra en las Bodas de Caná? ¿Que qué pasa en ese acercamiento? De nuevo, fijaros que no hay novia en esa boda, no se habla de ella Claro, se supone que la había, pero, ¿cuál es el simbolismo? Esa boda vuelve a hablar de la Encarnación, vuelve a hablar de una humanidad a la que se le acaba la alegría y el vino. No nos imaginamos nosotros la tragedia que era para una familia palestinense del siglo I que se le acabase el vino en el día de la boda. Pues, cuando a nosotros se nos acaba la alegría, donde está el Señor, que ha querido quedarse con nosotros para siempre, nunca faltará la alegría; nunca faltará la gratitud; nunca faltará la gratuidad; nunca faltará el intercambio de dones; nunca faltará esa Presencia que es capaz de renovar, después de la caída más grande, del fallo más tremendo, el corazón como el día de la Creación, de modo que podamos siempre empezar de nuevo; de modo que no falte la alegría y que el vino nuevo, que el Señor nos da, sea mejor que el vino que habíamos fabricado nosotros antes, como en las Bodas de Caná.

Comprendéis ahora el sentido de esas tres (nota: fiestas), que la Iglesia Latina las ha conservado: después de la Epifanía, el domingo siguiente, siempre el Bautismo del Señor, y el primer domingo después del Bautismo del Señor es siempre el Evangelio de las Bodas de Caná.

Señor, Tú bajas hasta nosotros, para quedarte con nosotros, de forma que en nuestras vidas no falta nunca la alegría. Y me diréis: “¿Y esto qué tiene que ver con la Ordenación que estamos celebrando?”. ¡Tiene que ver todo! Porque el Hijo se hizo hombre para compartir nuestra humanidad y para dejar sembrada en esa humanidad su Espíritu Santo, de forma que la Presencia del Espíritu Santo pudiera hacer verdad la Promesa del Señor: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
Se queda en los Sacramentos, se queda en el Pan y el Vino de la Eucaristía, cuando se hace presente, se queda en el matrimonio, pero se queda de una manera personal en el Orden Sacerdotal. Es un Sacramento como los demás, pero los demás no existirían sin el Orden Sacerdotal. No existirían sin la sucesión apostólica que, desde los apóstoles hasta este pobre pastor vuestro, ha llegado, generación tras generación, aquello que el Señor dijo después de la Resurrección: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados”. Pero, ¿quién puede perdonar los pecados mas que Dios? Efectivamente. Ni yo, ni vosotros, ni ninguno de nosotros. Ni por nuestras virtudes. Sólo Dios, que nos ha comunicado el Espíritu Santo, para poder ser instrumento de perdón, instrumento de la Presencia viva de Cristo, en medio de su pueblo y en medio del mundo.

Cristo ha bajado a las aguas y a la oscuridad del abismo; ha bajado para que nosotros podamos vivir en la alegría y en la libertad gloriosa de los Hijos de Dios. Y ha querido escogeros a vosotros para que seáis instrumento de esa alegría y de esa libertad. Y eso es precioso. Y vosotros sois jóvenes y diréis: “Bueno, es precioso cuando uno es joven y cuando uno es mayor…” (y a veces, veis sacerdotes mayores que no tienen la frescura y la alegría que tenían)… Yo os puedo dar testimonio: mi cuerpo se desmorona poco a poco, con los años, como es natural, pero tengo hoy más alegría, más esperanza en el Señor, más certeza de que el Señor no falla, que la que tenía el día que me ordené, que tenía muchos nervios y mucho miedo, igual que vosotros, como es normal, porque somos seres humanos.

Es un privilegio para vosotros, porque los dones de Dios son para disfrutarlos, y es un privilegio para el Pueblo cristiano, para todos nosotros, por la sencilla razón de que es un regalo del que nadie seríamos capaces de decir “lo merecemos”. No, no merecemos ser cristianos, no merecemos el Bautismo, no merecemos el regalo de la Eucaristía cada vez que se celebra y no merecemos el regalo que estáis llamados a ser en la Iglesia de Dios. Pero, disfrutadlo y estad seguros que el Señor cumple, cumple su Promesa. La Promesa que ha hecho a todos nosotros (“Yo estoy con vosotros todos los días”) se hace viva en vuestras personas, en vuestras vidas. No entendáis nunca (yo sé que no lo hacéis, pero como puede haber personas que lo entiendan de esa otra manera), no os dejéis nunca engañar por el Maligno de pensar que el sacerdocio es una especie de profesión liberal, donde uno termina la carrera, igual que se hace la graduación al final de una carrera, al final de un doctorado, y luego ya uno ejerce esa profesión como mejor se le ocurre. No. Entráis a participar del único sacerdocio de Cristo, que llega a nosotros a través de esa cadena física, que es la sucesión apostólica, y formáis parte de un cuerpo, que es un presbiterio al servicio de un Pueblo: el Pueblo santo de Dios. No perdáis nunca la conciencia: nuestras vidas es para que el Señor se pueda hacer presente en el Pueblo santo de Dios, y renueve así la esperanza y la alegría de los hombres. Y eso, en todas las dimensiones de la vida, no sólo en los actos religiosos. La Eucaristía, en realidad, empieza cuando termina la misa. Quiero decir, nuestra vida. Hemos recibido al Señor y después de recibir al Señor es cuando vamos al mundo, y va el Señor con nosotros, donde estemos, sea en la huerta donde estamos recogiendo patatas, o chirimoyas, o mangos, o aguacates, o lo que sea, o sea en el Mercadona, o sea visitando a una familia en el pueblo, o yendo a celebrar un cumpleaños, o yendo a ver una película… El Señor va con nosotros todos los instantes de nuestra vida. O al hospital, o al tanatorio. Él nos acompaña siempre. Es el único que nos acompaña siempre, minuto a minuto, segundo a segundo, hasta la vida eterna.

Ser instrumentos de eso es lo más precioso que se puede ser en esta vida. Disfrutadlo. Pero como eso no está en vuestras manos, el dar la talla, entonces todos nosotros vamos a pedir por vosotros, así que os vais a tirar al suelo y, experimentando vuestra pequeñez, como si estuvierais en el Bautismo del Señor, sumergidos en las aguas, y todos nosotros le pediremos a la Virgen, al Señor, a la Virgen y a los santos, que os fortalezca con el Espíritu de Dios, para que podamos darLe gracias siempre por vosotros en nuestra vida, que es lo que el Señor quiere.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

13 de enero de 2019
S. I Catedral de Granada
Fiesta Bautismo del Señor

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Palabras finales de Mons. Javier Martínez, en la Eucaristía de Ordenación Sacerdotal de dos diáconos granadinos, el 13 de enero de 2019.

Antes de terminar, quiero deciros dos cosas. En primer lugar, yo quiero dar las gracias a los padres, tanto de Alejandro Pablo como de David, y a la familia entera. Sin vosotros, ellos hoy no estarían aquí. Pero no penséis, que esto es como un regalo que le hacéis al Señor y que ahora tenéis que pasaros toda la vida pasándole un recibo al Señor por el regalo que le habéis hecho. Que el regalo es también para vosotros: es el Señor.

Recuerdo una chica que había terminado su carrera y le quiso decir a su padre que quería ser religiosa, que quería consagrarse al Señor. Y su padre le quería regalar algo y el padre le dijo: “Vente y nos damos un paseo”. Y en el paseo le dice el padre: “¿Qué quieres que te regale por haber terminado la carrera?”. Y la chica entonces le contó su vocación. Y dice: “Pero no me has contestado, porque yo te he dicho que qué querías que te regalara yo a ti, no qué me ibas a regalar tú a mí”. Me parece precioso por parte del padre.

Quiero que sepáis que no perdéis a vuestros hijos, para nada. Al contrario. A lo mejor no los tenéis cerca, volarán de una manera o de otra (hubieran volado de todas maneras), pero siempre estarán mucho más cerca de vosotros que nadie. Y el Señor paga el ciento por uno. Es el mejor pagador.

Esto, para chicos y chicas de los que estáis aquí, también quiero deciros que si sentís en el corazón en algún momento, o lo habéis sentido esta mañana, o en otra ocasión, que el Señor os llama, que no le cerréis las puertas. Os prometo que el Señor hace la vida infinitamente más grande que nada que podamos imaginar. Los que somos varones, siguiéndoLe, entusiasmándonos con Él e imitándoLe, como uno puede seguir al mejor jefe, al héroe que uno pudiera imaginarse. ¿Las chicas? Pues, amándoLe, justamente, también, como al mejor esposo, como al mejor novio.

No le tengáis miedo al Señor, ni unos ni otros. Si llama. Si no llama, por favor, no lo intentéis, porque al final eso es un desastre para la vida de la Iglesia. Cuando uno se mete en este charco sin que le haya llamado el Señor, eso siempre sale por algún lado. Es como cuando uno se casa sin tener que casarse. Pero, ¿qué os llama el Señor? Pues, abridle las puertas. No le tengáis miedo que el Señor no engaña. Engañamos los hombres, mentimos los hombres, traicionamos los hombres, pero el Señor ni engaña, ni miente, ni traiciona.

Le damos todos gracias a Dios por el regalo que nos ha hecho y yo a vosotros por el regalo que nos habéis hecho, que habéis hecho al pueblo cristiano.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

13 de enero de 2019
S. I Catedral de Granada
Fiesta Bautismo del Señor