Fecha de publicación: 28 de marzo de 2021

Palabras iniciales:

Muy queridos hermanos;
muy querida familia;

Con este rito, en el que conmemoramos la Entrada de Jesús en Jerusalén, comenzamos las celebraciones que nos disponen ya, de manera inmediata, a la vivencia y a la celebración del Triduo Pascual.

El Hijo de Dios es un viajero nato. Él no se conformó con estar en el seno del Padre, sino que quiso salir de ese seno y venir a habitar en nuestra tierra, y moró en el seno de la Virgen por nueve meses, para compartir la condición humana, para vivir lo que nosotros vivimos. Para ser hermano nuestro, quien era por toda la eternidad Hijo de Dios.

Lo que celebramos en estos días no es un acontecimiento que sucedió hace dos mil años y que nos inspira compasión o que es muy bello, sino es el sentido mismo de nuestras vidas. En estos días, el Acontecimiento que sucedió bajo Poncio Pilato y que recordamos es la fuente de una historia nueva. Es una nueva Creación. Es el don de Dios a nuestras vidas, de forma que podamos vivir de una manera análoga a como lo experimentó la Virgen como carne suya, carne de Dios. Miembros del Cuerpo de Cristo.

Él vino a sembrarse a nuestra tierra para estar para siempre con nosotros. Y hoy nosotros, en cada Eucaristía que celebramos, hasta la más humilde, y en estos días de manera singular, recordamos cómo el Señor ha amado tanto al mundo que Se ha entregado por la vida de todos nosotros, para que nosotros podamos vivir como hijos de Dios, llenos de la alegría de ese amor que no lo detiene la muerte, ni lo para la muerte, y con la esperanza que en nuestras vidas infunde la experiencia de ese amor.

Que podamos vivir estos días de Semana Santa con una intensidad grande, consciente de que el amor de Dios es nuestra vida, el amor de Dios es nuestra esperanza y el amor de Dios es la posibilidad de una sociedad humana, de una vida humana bien vivida, porque vivida en la Misericordia y en el Amor que ya nosotros hemos experimentado en Jesucristo.

Que el Señor nos conceda vivirlo así y que ese amor fructifique en todas nuestras vidas.

Y ahora, acompañamos al Señor, simbólicamente, en este año singular también, en su entrada en Jerusalén, para oír la proclamación de su Pasión, adorar ese Amor y abrirnos a Él a la medida que el Señor nos conceda.

Homilía de Mons. Martínez en la Misa del Domingo de Ramos:

Seguramente os imagináis la vergüenza, o no sé cómo llamar al sentimiento que domina en uno teniendo que hablar después de escuchar el relato de la Pasión. Porque todas las palabras humanas parecen inadecuadas y parece que lo único que sería adecuado sería el silencio que adora, el silencio que llora, el silencio que quiere acoger este hecho sobrecogedor, inefable, tremendo.

Porque es tremendo que el Hijo de Dios se haya querido despojar de su naturaleza divina, hasta tal punto que haya querido compartir con el más miserable de los hombres una de las muertes más crueles y horribles que los hombres han inventado a lo largo de la Historia. Es sobrecogedor y, sin embargo, ni las lágrimas, ni el silencio son de pena. La Iglesia, en su liturgia, a lo largo de esta Semana Santa, no tiene pena. Adora y llora conmovida. Lloramos conmovidos. Pero lloramos conmovidos porque nuestra pobreza, que nosotros conocemos bien, de nosotros mismos y de los demás, no nos parece capaz de recibir un amor tan grande.

En el comienzo de esta Misa, como en todas las demás Eucaristías (menos después de la muerte de Jesús, que no hay Eucaristía, hasta la Pascua de Resurrección), hemos incensado a la Virgen Madre con Su niño en brazos. Y yo pensaba, cuando la incensábamos al comienzo: “Dios mío, si es que lo que celebramos esta semana no sólo es como la consecuencia de la Navidad y como la otra cara de la Navidad”. Esa Virgen, Reina, Madre, gozosa, conservando en su corazón el sentido del milagro grande que ha sucedido en sus entrañas y que ahora ella sujeta en sus brazos. Lo que celebramos esta semana es la consecuencia de la Navidad. Pero no sólo la consecuencia de la Navidad: es la consumación de la Navidad. Porque, como dijo Jesús, “Yo para esta hora he venido al mundo”. Esta hora en que parece que el mal triunfa sobre todo y devora al Hijo de Dios y acaba con Él. Y era el Enemigo de la humanidad el que estaba siendo derrotado en ese momento. Era Satán quien estaba siendo derrotado, quien estaba siendo devorado por el amor infinito de Dios en la cruz.

Por eso, no sentimos pena, en que usamos la palabra pena habitualmente. Si la muerte de Jesús hubiera sido una muerte más, podríamos dejarnos llevar a sentimientos de compasión, en el sentido sentimental de la palabra compasión. Es Su compasión por nosotros la que resplandece en la cruz, que, desde entonces, nosotros podemos llamar “la Cruz gloriosa”. Porque nunca ha brillado de una manera tan poderosa en la Creación el poder del amor de Dios. Nunca ha resplandecido con un brillo mayor. Podemos recordar el Evangelio de San Mateo: “Hasta el sol se oscureció”. Y era normal que se oscureciera porque el brillo del sol no es nada comparado con el brillo que abraza la Creación entera, la Historia entera, con todos sus crímenes, con todos sus horrores. Y mi historia entera. La historia de cada uno de nosotros es abrazada en ese momento por un amor, no sólo más grande que mis pecados, mis tibiezas, mis debilidades, mis miserias, por muchas que sean, sino un amor más grande de la muerte, más poderoso que el pecado y más grande que la muerte.

Por eso, la Iglesia se sobrecoge hasta el día de Viernes Santo, pero canta. Y no canta deseando que no hubiera sido necesaria la Pasión o que no hubiera habido la Pasión. Canta a la Gloria de la Pasión. Canta el triunfo del amor de Dios sobre todo el mal del mundo. Incluyendo el mío.

Hay un texto en San Pablo que dice: “Completo en mi carne lo que le falta a la Pasión de Cristo”. Y a mí durante mucho tiempo ese texto me había creado dificultades, diciendo “¿pero, qué le falta a la Pasión de Cristo si el Señor se ha dado hasta donde uno puede darse?”. ¡Además lo dijo!: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por aquellos a los que uno ama”. Es decir, por sus amigos. Lo que significa. en la lengua de Jesús, a los amados, aquellos a los que uno quiere de verdad. Ese es el amor más grande y Tú no te has echado atrás ante ese amor más grande. ¿Qué le falta a la Pasión? Y luego, en parte gracias a algunas cosas que solía decir y repetir con frecuencia san Juan Pablo II, yo caí en la cuenta, porque él decía: “Por la Encarnación, por haberse hecho Hijo de la Virgen y haber compartido nuestra carne, el Hijo de Dios se ha unido, en cierto modo, a todo ser humano”. Y luego, contemplando los brazos abiertos en la cruz, que abrazan la Creación y la historia entera, te das cuenta efectivamente de que no hay sufrimiento humano (y no me refiero al sufrimiento de los santos o al sufrimiento de los buenos cristianos. No hay en la tierra un solo dolor, una sola miseria, que el Señor no sea capaz de abrazar, capaz de aliviar). ¿Qué te faltaba, Señor? Te faltaban nuestros sufrimientos, que no habían llegado. No habíamos nacido. Y tu Pasión no se completará hasta que Tu amor no triunfe plenamente sobre el mal y Tú seas todo en todas las cosas.

Lo que eso significa, mis queridos hermanos, es que nadie estamos solos en ningún momento. Nadie estamos solos ni abandonados. Que todo lo que vivimos es parte de Tu historia, porque Te uniste con nosotros para siempre, en esa Alianza nueva y eterna. Así explicaste Tu muerte, la víspera de Tu muerte, Tu sacrificio. La ruptura de Tu Cuerpo para hacerte alimento de nuestra vida, pan de nuestra vida. Nada que yo vivo Te es ajeno. Ni mis soledades, ni mis alegrías tampoco. Ni mis gozos, ni mis pobrezas, ni mis ansiedades, ni mis preocupaciones, ni mi angustia, ni mi enfermedad, ni mi muerte. Tu Pasión desde aquella tarde, a la Hora Nona, quedó tan entregada al mundo que todos nuestros sufrimientos son parte de Tu Pasión, son Tu Pasión. Eso sí le faltaba.

De lo que se trata es de adorar. Con esa conciencia de que el amor del Hijo de Dios en el don de Su vida, y en la promesa de que permanecería con nosotros hasta el fin de los tiempos, hace que nunca nadie podamos jamás sentirnos solos. Nuestra historia es parte de Tu historia. Te has unido “como consorte”, lo dice el texto mismo del ordinario en cada Eucaristía. Te has unido como consorte a nosotros y eso significa que nuestra suerte es Tu suerte, que participas de todo lo que somos. Con un amor tan grande que no dejarás que nos perdamos, nunca. No consentirás que nuestro enemigo sea más poderoso que Tu amor. Y eso lo celebramos. Y lo celebramos esta Semana Santa. Y por el hecho de que no podemos sacar las procesiones, tenemos más ocasión de sumergirnos en este Misterio grande. Nunca dejarás de estar con nosotros y ese dolor Tuyo, y esa muerte Tuya, son la luz y la esperanza de nuestra vida. En todos los sentidos.

Que el Señor nos conceda asomarnos a ese Misterio, vivirlo así. Que así sea.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

28 de marzo de 2021
S.I Catedral de Granada

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