Fecha de publicación: 14 de julio de 2020

Qué difícil nos resulta, en la vida, o al menos en ciertas circunstancias de la vida, el ver la Presencia del Señor. Y sin embargo, el reconocer esa Presencia consiste la fe: en reconocer que Dios está siempre presente en las circunstancias, en los tiempos que ha elegido para que vivamos en ellos, en la familia que nos ha dado que no la hemos elegido nosotros, en el momento de la Historia que nos ha tocado vivir.

Hemos leído este pasaje de Isaías y seguimos con los Libros de los Reyes, y uno se da cuenta, Dios mío, qué turbulenta fue la historia de Israel. Primero, se dividen las tribus y se hacen dos reinos de lo que había sido el reino único de David, después los sirios de Damasco se pasan casi dos siglos asediando al reino de Israel. Después, cae Damasco también debajo de los asirios, y los asirios conquistan el reino de Israel entero. Y uno mira a esa historia y dices “¿cómo es posible, Señor, que ese pueblo tan pequeño haya permanecido hasta nuestros días?”. Y un historiador de Israel, de los más grandes que ha habido en el siglo XX, en una historia de Israel, dice “para un historiador, incluso no creyente, es un misterio cómo todos los pueblos del antiguo Oriente tuvieron poderes enormes: el imperio egipcio, el imperio asirio o el imperio babilónico, o en Turquía, el imperio hitita, los filisteos, que, en el fondo, eran los antepasados de los griegos, y que tenían hierro mientras que los demás todavía no lo tenían, luego viene Alejandro y arrasa todo el Medio Oriente. Y ese pueblecito de Israel parece que le aplastas una vez la cabeza, y la vuelve a levantar, y así.

Yo creo que en la historia de Israel hay siempre una enseñanza para nosotros, que es la fidelidad de Dios. Porque hace alrededor de 40 siglos que Dios le hizo una promesa a Abraham: “Yo multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo, como las arenas del mar”. Y parece una locura, como parecen una locura en general las promesas de Dios, pero lo cierto es que somos hijos de Abraham (el hombre de fe, el amigo de Dios) y las promesas de Dios no dejan de cumplirse. Como el Magníficat de la Virgen, en el que Ella alaba al Señor porque, de generación en generación, la promesa que hiciste a Abraham permanece para nosotros, y la Iglesia repite todas las tardes ese cántico de la Virgen, porque lo podemos hacer nuestro. Yo quiero que miréis un poquito a vuestra historia, a la historia personal de cada uno, a las circunstancias que vivimos, que pueden ser más o menos difíciles, que pueden ser hasta muy difíciles; que en esas circunstancias a veces dudamos de que Dios esté con nosotros o de que nos sostenga. No temáis, no temáis, Dios es fiel. Dios cumple siempre sus promesas. Dios viene una y otra vez a nosotros y toda nuestra tarea en la vida es semejante a la de la Virgen: decirLe que “sí” al Señor, por muy increíble que pueda parecer su promesa en algún momento, o por muy pocos signos que pueda haber en el exterior de que Dios está ahí, porque está siempre.

Y poder decir “sí, Señor, yo sé que Tú me buscas en estas circunstancias”. Que lo único que tengo que hacer en la vida yo es dar testimonio de Tu Presencia, vivir de tu Presencia, en primer lugar, que sostengas mi corazón, que sostengas mi alegría, que me acompañes en el camino de la vida: si Te tengo a Ti, no necesito nada más. Si yo tengo la conciencia de que Tú estás conmigo, y aunque yo no la tuviera, Tú seguirías estando conmigo, y por lo tanto, no debo temer.

En el Evangelio, esa comparación que hace entre las ciudades en las que Jesús ha predicado y las ciudades de Fenicia, Tiró y Sidón, o Sodoma y Gomorra, en el Mar Muerto, que eran paganas…, sin embargo, las compara, y les dice que será el juicio más benévolo para ellas que para el pueblo de Israel, que para el pueblo de la Alianza. Dios mío, no juzguemos nunca a los que no creen, a los que están lejos, a los que su conducta nos parece desechable o incluso horrible, a veces. Como no conocemos su historia, como no han recibido muchos de ellos la cantidad de gracias que hemos recibido nosotros, es posible, es casi muy posible, y si nos tomamos en serio el Evangelio, es la oveja perdida le es casi más querida al Señor que las noventa y nueve.

Aquí en esta plaza, hace ya bastantes años, solía haber un chico drogadicto que pasaba temporadas en la cárcel y estaba enfermo de sida. Yo tenía conversaciones con él de vez en cuando y él me decía que yo le tenía que ayudar cuando llegase al Cielo, y yo le decía e él que “no, eres tú el que me tienes que ayudar a mí, porque yo he recibido mucho del Señor, entonces, con todo lo que he recibido, estoy seguro de que yo no he sido fiel, y tú, sé que nos has recibido tanto como he recibido yo, entonces tienes la entrada al Cielo absolutamente segura”. Discutíamos sobre eso, y él siempre me decía “que no, que no, que me ayude usted a mí”, y yo decía, “bueno, yo te ayudaré, pero que sepas que quien más me va a ayudar eres tú”, y ya hubo un momento en que me decía “bueno, si yo llego al Cielo y me admiten, pido una cuerda y estoy allí esperando, y cuando le veo a usted venir, tiro para arriba, ¿vale?”. Es una historia tierna, si queréis, pero es verdad, lo dijo el Señor: “Los pecadores os precederán en el Reino de los Cielos”. ¿Por qué? Porque, si no han conocido a Dios y buscan a Dios a tientas, si buscan a Dios en medio de un mundo a oscuras…

Demos gracias al Señor, que viene una vez más a nosotros, que nos ilumina, y pidámosLe, con mucha sencillez, con mucha humildad, que cada uno de nosotros podamos ser una lucecita en el mundo en el que vivimos cada día. En el día en que estamos. Que lo seamos hoy, que lo podamos ser a lo largo de nuestra vida: una lucecita que proclama que Dios es fiel, que cumple sus promesas siempre, siempre.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

14 de julio de 2020
S.I Catedral de Granada

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