Fecha de publicación: 7 de septiembre de 2017

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
queridos hermanos;
queridos amigos:

Las lecturas de hoy contienen dos enseñanzas. Las dos muy útiles para nosotros, como es siempre la Buena Noticia del Evangelio. Necesarias para nosotros. Una de ellas, el elogio de esta mujer pagana, sin embargo cuya fe el Señor reconoce y bendice, porque era más grande que la de muchos hijos del pueblo elegido. Pasa varias veces en el Evangelio: cuando la curación del hijo del centurión, lo mismo cuando la adoración de los Magos, que eran paganos, o la de los pastores, que era una clase social proscrita en el antiguo Israel. Parece que Dios tiene predilección por los alejados, por los pobres, por los que están menos cerca –del aparentemente menos cerca- del Misterio, y sin embargo a los ojos de Dios su corazón es más sencillo, su corazón es más humilde, más dispuesto a acoger las enseñanzas y la vida divina, la gracia de Dios; más conscientes también de la necesidad que tienen de la misericordia divina.

Así, se pone de manifiesto que el cristianismo no era una cosa reducida, por ejemplo, al pueblo judío, aunque nació en el entorno, y en el marco, y en el contexto del pueblo judío. La verdad es que la fuente de la universalidad cristiana no está en la enseñanza de Jesús, que sí que tiene esa dimensión de universal, sin duda, sino en el hecho de que el cristianismo se basa en la mañana de Pascua. La afirmación de que Cristo ha vencido a la muerte; la afirmación de que Cristo vive, y vive para siempre, ése es el fundamento de nuestra esperanza. Pero, además, si ha habido en la historia alguien que ha vencido a la muerte eso, es el algo que no afecta sólo a un grupo de personas, a una nación, a un cierto pueblo, sino que es algo que afecta a la humanidad, en tanto que humanidad, en tanto que seres humanos.

La mañana de Pascua es un acontecimiento que afecta a todos los hombres si es verdad; si no es verdad, seríamos los más desgraciados de los hombres, como decía san Pablo, por afirmar contra Dios algo que no es verdad. Pero si es verdad, el horizonte de nuestra vida humana queda todo él transformado. Se ha abierto el Cielo. La posibilidad del Paraíso, la posibilidad de la vida eterna es una posibilidad real. Es la mañana de Pascua la que fundamenta la enseñanza y las palabras de Jesús. No al revés. Es la mañana de Pascua la que hace que las palabras de Jesús sean palabras de vida eterna para todos nosotros y que podamos asumir –como dijo Él, y no ha dicho nadie más que Él- “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.

La otra enseñanza la tiene sobre todo la Carta de San Pablo y habla de la fidelidad de Dios; de que Dios no retira sus promesas. Dios no es como los hombres de “ahora te doy”, “ahora te retiro”, “ahora te digo que sí y luego te digo que no”, “ahora te afirmo pero luego me canso de ti”. No es un ser ni arbitrario ni caprichoso. Dios es fiel y el amor de Dios, la misericordia de Dios permanecen para siempre, para siempre. Dios no retira nunca sus promesas. Tampoco interfiere con la libertad de los hombres. Él nos ha hecho libres. Y su paciencia con el ser humano… si algo nos enseña la historia de la Salvación humana, es precisamente eso: tu paciencia infinita, Señor. Dios es fiel y su misericordia permanece para siempre. No la retira nunca de aquellos que le temen.

Por último, dejadme hacer dos reflexiones muy sencillas y a la luz de estas palabras, y a la luz de los acontecimientos que hemos vivido en nuestra patria en estos últimos días, que nos han sobrecogido a todos, porque nos afectan a todos. Son reflexiones muy sencillas y muy familiares, hechas en este clima de familia, que estamos aquí.

Por una parte, el Dios en el nombre del cual se matan inocentes no puede ser el Dios verdadero. Nuestra inteligencia comprende eso y no sólo nuestra Tradición, el Dios verdadero no puede ser un Dios que siembra el odio, que alimenta el odio. De hecho, no es una religión lo que ha reivindicado el atentado, sino un estado, una realidad política. Pero el hecho de que estas personas parezca que matan en nombre de Dios puede hacernos a nosotros más tímidos a la hora de expresar nuestra fe. Y no debería ser así. Debería ser todo lo contrario. Pongo dos ejemplos muy sencillos, que se nos ocurren a todos.

Todos los días millones de hombres hacen mal uso de una de las palabras más sagradas del vocabulario humano en cualquier lengua: de la palabra amor. En nombre del amor, se abusa, se manipula, se hacen chantajes afectivos… Eso es moneda corriente y cotidiana en la vida humana todos los días por muchas personas. Y a nadie se le ocurre, en vista de que se hace tan mal uso de la palabra amor, y hasta del concepto y noción de amor, habría que prohibir el amor en la sociedad humana. No. Evidentemente. Una sociedad humana en la que el amor no existiera sería una sociedad insostenible, sería una sociedad que se muere. El hecho de que se haga mal uso en nombre de Dios no significa que renunciemos para nada. La única manera de luchar contra el amor falso es poder mostrar el amor verdadero. La única manera de luchar contra una imagen falsa de Dios es mostrar la imagen de un Dios verdadero; de un Dios que puede dar sentido a todo. A todo es a las cosas bellas que hay en la creación y en el ser humano, especialmente en el ser humano, y también a las cosas dolorosas, al misterio del mal, también al dolor, y al sufrimiento y a la muerte.

La segunda reflexión también es muy sencilla. A lo largo de estos días habréis oído decir, lo hemos oído todos, “no tenemos miedo”. La muerte da siempre miedo al ser humano. En la Carta a los Hebreos hay una frase que habla de cómo Cristo ha venido a liberar a aquellos que por miedo a la muerte viven toda su vida sometidos a esclavitud. El miedo a la muerte es parte de la condición humana y el miedo a la muerte esclaviza. Y una de sus esclavitudes es el olvidarse de ella. Una forma de huir de esa esclavitud es olvidarse de que existe la muerte, de que todos vamos a morir. Todos moriremos algún día. Será de una forma o será de otra. El hecho de morir a todos nos asusta. Forma parte de la condición humana sentir ese susto ante la muerte. Sólo hay una manera de que uno pueda decir “no tenemos miedo” y es creer en la Resurrección, saber que la muerte no tiene la última palabra sobre el hombre; saber que la muerte no es lo definitivo, no es algo que nos aniquila y que pasamos a no sé qué oscuridad extraña y misteriosa.

Y ahí volvemos al corazón de la fe cristiana: la afirmación de que Cristo ha resucitado es lo único que puede sostener de verdad esa afirmación de que “no tenemos miedo”; la certeza de que nuestra vocación es la vida eterna. La certeza de que nuestra vocación es la resurrección nos hace vivir como hijos libres de Dios; nos hace vivir sin temor, con la fragilidad que una sociedad de hijos libres tiene. Son siempre mucho más frágiles las sociedades libres que una sociedad carcelaria, por ejemplo; que una sociedad de siervos, sin duda. Más frágiles. Más expuestas a cualquier tipo de violencia de quien sólo quiere hacer violencia. Pero sacrificar al temor a la violencia la dignidad de la libertad humana, la libertad gloriosa de los hijos de Dios, es renunciar a nuestra humanidad en el fondo. Si uno va hacia las fuentes, qué es lo que hace posible decir de una manera que no sea irracional “no tengo miedo”: la certeza de que lo que me aguarda al otro lado de la muerte –me llegue la muerte como me llegue, sea como sea la realidad de mi muerte, que nadie la podemos prever–, quien me aguarda al otro lado de la muerte son los brazos amantes de nuestro Padre, los brazos amantes de Jesucristo, que nos llevan hasta el Reino de su Padre, hasta el Reino de Dios. Y entonces sí, entonces uno vive con esa frase de san Pablo “dónde está muerte tu victoria, dónde está tu aguijón”. Y esa es nuestra esperanza, para nosotros y para el mundo. Esa es nuestra esperanza también para las víctimas del atentado. Para todas.

No sé si lo habéis pensado que la Iglesia celebra –una fiesta que celebramos muy poco porque está en el marco de la Navidad- la fiesta de los Santos Inocentes. Los santos inocentes no conocían a Jesucristo. Es posible que las madres de los santos inocentes si hubieran conocido a Jesucristo, no le hubieran tenido un cariño especial. Pero, la Iglesia venera en los santos inocentes a todas aquellas víctimas del odio, de la mentira humana, de las luchas de poder que sacrifican a los hombres. Fue una lucha de poder: Herodes temía que el nacimiento del Mesías pudiera desbancarle a él de su trono, de su poderío, y eso fue lo que hizo matar a los inocentes. Nosotros celebramos a los inocentes porque todos los inocentes de la historia –y son millones, y millones, y millones los inocentes de la historia- han sido ya abrazados por Jesucristo en la Encarnación. Por eso digo, a esa misericordia infinita de Dios, a ese abrazo de Dios no sólo nos encomendamos nosotros, encomendamos a todos los hombres. Y a todos los hombres significa a todos los hombres sin excepción. Todos estamos hechos para esa misericordia infinita. Y menos que eso no hay manera de sostener ni las categorías, ni los modos de vida que rigen una sociedad. Desde luego, no los modos de vida que rigen una sociedad a la medida de los anhelos del corazón humano y a la medida de los designios de Dios.

Yo creo que todos nosotros estamos con las imágenes y con la herida en nuestro corazón, porque a todos nos ha afectado lo que se ha vivido en Barcelona.

Vamos a pedirLe al Señor que nos fortalezca en la fe; que no tengamos temor a dar testimonio del Dios verdadero, del Dios que es misericordia, del Dios que es amor; que no nos dejemos arrastrar a la lógica del odio, porque la lógica del odio no hace más que dar el triunfo a los que odian y no sostener un modo de vida diverso. Y que tengamos conciencia que la verdadera defensa, la verdadera pérdida del miedo, la verdadera defensa de la libertad hasta más allá de la muerte sólo es posible cuando sabemos que la vida verdadera empieza justamente mas allá de la muerte. Lo único que hacemos aquí es una especie de noviciado a esa vida, que es nuestro verdadero destino; que nuestro verdadero destino es la vida eterna, es el Cielo, es Dios.

Que el Señor nos ayude a fortalecer estas verdades en nosotros y a vivirlas con sencillez y con libertad de espíritu. Vamos a proclamar nuestra fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

20 de agosto de 2017
S.I Catedral de Granada

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