Fecha de publicación: 31 de enero de 2021

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo;
queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos Pueri Cantores;
queridos hermanos y amigos todos:

El Evangelio de hoy emplea dos veces, para referirse a la enseñanza de Jesús, una palabra que seguramente es necesario explicar un poco. Es la palabra “autoridad”. Para nosotros, la palabra autoridad está vinculada al hecho de mandar, fundamentalmente. Quien tiene autoridad es el que manda y lo que eso expresa es una terrible reducción del lenguaje que sufrimos en muchos aspectos de nuestro lenguaje contemporáneo. La razón ha sido reducida a cálculo, cuando tiene muchas más dimensiones de intuición, de penetración en la realidad, de percepción. La libertad ha sido reducida simplemente a la carencia de vínculos y al poder hacer lo que determinan y mandan los caprichos arbitrarios de los sentimientos humanos. El amor ha quedado reducido a sexo, dejando fuera las mil formas que el amor humano tiene, y así sucesivamente. Casi todos los conceptos grandes de la vida humana han sido muy, muy, muy empobrecidos. Y la palabra “autoridad” ha sido muy empobrecida.

¿A qué se refiere en ese pasaje evangélico, que, por dos veces, señala que Jesús enseñaba con autoridad y no como los escribas? Los escribas se limitaban a comentar la Ley y, en ese sentido, eran meros comentaristas, meros glosadores de la Ley de Moisés y de las mil formas humanas en las que esa Ley se había ido desarrollando en el mundo del judaísmo. Jesús, en cambio, hablaba en nombre propio. Sólo Jesús ha sido capaz de decir…, y C.S. Lewis, el escritor inglés lo notaba, que una palabra como “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” no admite interpretación, o es verdad o quien lo dice está loco. Y sólo Jesús… En la historia humana, muchos se han atribuido cualidades divinas, muchos se han atrevido, todos los emperadores, si queréis, y césares y tiranos de la historia, han tratado de atribuirse poderes sobrehumanos, o no sobrehumanos pero, en todo caso, con características de dominio. También lo dijo el Señor en el Evangelio: “Los grandes de este mundo y los poderosos de este mundo los someten, los dominan, que no sea así entre vosotros”. Y ahí Jesús nos abre una vía para comprender también lo que significa Su autoridad.

Él habla en nombre propio. No tiene inconveniente en violar el sábado y la Ley del sábado, que era una Ley sagrada en el judaísmo, cuando le parece que el bien del hombre y, por lo tanto, el designio de Dios, que ha buscado siempre, con sus leyes, el bien del hombre, está sencillamente por encima de las legislaciones minuciosas y a veces “tiquismiquis”, en relación con el mundo del sábado. Cuando el bien del hombre estaba en juego, Jesús no vacila en hacer una curación, en enseñar, en perdonar los pecados. Ese perdón de los pecados, que es un rasgo principal de Su enseñanza, implica por sí mismo una autoridad divina que Jesús nunca dejó de reclamar para Sí. ¿Quién tiene el poder de perdonar pecados más que Dios? ¡Y tenían razón! Y por eso Él perdonaba los pecados.

Pero su autoridad no radica sólo en el hecho de que Él haga afirmaciones sobre Sí mismo muy pretenciosas. Otra que aparece en los Evangelios es que sería imposible arrancar de los Evangelios todas esas afirmaciones de Jesús que implican su conciencia divina, su conciencia de ser la representación visible, si queréis, de la autoridad de Dios Padre. Cuando Él corrige la Ley de Moisés –“Habéis oído que se dijo a los antiguos, no matarás”-, ese “se dijo a los antiguos” es “Dios dijo” en la Ley de Moisés. Pero, “Yo os digo” está corrigiendo la Ley del Antiguo Testamento, y sólo Dios se puede corregir a Sí mismo. Es evidente que Jesús no fue por Galilea y por Judea diciendo “Yo soy Dios”. No hubiera dicho nada más, porque, inmediatamente, hubiera muerto apedreado. Pero había formas de decir: “Se dijo a los antiguos, pero Yo os digo”. La autoridad de Jesús no se expresa sólo en esas afirmaciones acerca de Sí mismo que uno podría decir “son pretenciosas”. Cualquiera puede decir “yo soy Napoleón” y lo que estaría es loco. Pero es bueno aplicar el razonamiento de Lewis porque es muy fino, a pesar de lo sencillo que es. Es decir, en ese tipo de afirmaciones que hay en el Evangelio, o Jesús está loco o son verdaderas. No hay término medio. ¡No hay término medio! Las otras razones por las que nosotros podemos abandonar nuestras vidas a esa autoridad, porque fijaros que Él nos pide nada menos que eso, precisamente porque Él afirma Su naturaleza divina, Su carácter divino, puede decirnos que “el que ama a su padre y a su madre más que a Él, no es digno del Reino de los Cielos, no es digno de Él”. ¡Es muy fuerte!

Pero, repito, Jesús no se limita a reclamar para sí esa autoridad divina. La sella con sus signos y la sella, sobre todo, con su abandono a la Pasión y a la muerte. Libremente elegida, libremente escogida, libremente comprendida como un sacrificio expiatorio, como una ofrenda que Dios mismo hace, si queréis, al Padre, pero Dios hace a Dios. Recuerdo una mujer de un pueblo de Castilla que, en lugar de decir, “Dios se lo pague”, solía decir “que Dios se lo pague a Dios”. Bueno, pues Dios se lo ha pagado todo. Nuestros pecados, tus pecados, los míos, nuestras debilidades, nuestros límites, nuestras pequeñeces, nuestras pobrezas, nuestras limitaciones, nuestros miedos, nuestras ansiedades, nuestra falta de fe y nuestra confianza, todo eso lo ha cogido el Señor sobre Sí y sobre sus espaldas y lo ha ofrecido en el sacrificio único y eterno, en el que toda la humanidad está abrazada y presentada al Padre, no por sus méritos, no por sus cualidades, no por nuestros méritos, no por nuestras cualidades, sino en función de que el Hijo de Dios es el único que puede ofrecer al Padre un culto adecuado, un culto verdadero, un culto como corresponde a la grandeza de Dios. Lo recordamos cada día en la Eucaristía, “por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, todo honor y toda gloria”. ¡No te damos nosotros nada! Es tu Hijo quien la da. Pero cuando tu Hijo da ese culto, tiene el rostro de cada uno de nosotros, porque Él se ha unido a nosotros por la Encarnación y se ha unido a todos nosotros, y ha abrazado a la encarnación entera en Su Nacimiento y en Su Natividad, y nos lleva a todos consigo en su Pasión y nos introduce a todos consigo en la patria del Cielo, cuando Él retorna a su Padre, llevando cautivos, dirá la liturgia del Día de la Ascensión. Nos lleva cautivos a nosotros, pero esa cautividad de acoger a Cristo como Señor de nuestras vidas es la única garantía de una libertad verdadera, de una estabilidad verdadera, de una esperanza que no defrauda.

Dios mío, tenemos necesidad de esa esperanza en este momento de nuestra Historia, la tiene el mundo entero y la tenemos todos nosotros. Está todo el drama de la pandemia que no termina de abatirse y de disminuir, y que genera fatigas físicas, fatigas en el uso del tiempo, en el uso de los espacios, en la libertad de movernos, en tantas cosas… Fatigas del corazón, fatigas del alma, verdaderamente. Ha estado esta semana, diríamos, como un añadido, esa fragilidad de la misma tierra, que nos ha hecho darnos cuenta de… Gracias a Dios, los terremotos no han tenido víctimas ni han causado daños humanos propiamente, pero nos ha hecho a todos conscientes de que somos sumamente frágiles, de que la bandeja en la que vivimos es frágil y nosotros, en ella, somos extraordinariamente frágiles, como un puntito, que se mueve con ella y que puede desaparecer en cualquier momento. Desaparecer si no tuviéramos la esperanza que no defrauda. Y ahí es donde yo os invito –¡y me invito a mí mismo, eh!, no os creáis que cuando predico lo hago con algún sentido de superioridad, ni en la virtud ni en nada, sobre vosotros, hablo con vosotros, comparto con vosotros mi sentir y mi luz en la Presencia del Señor–, necesitamos, necesitamos poder escuchar, acoger, recibir a Cristo en nuestra vida. Es la única roca, la roca que no hacen temblar los terremotos, la roca sobre la que podemos edificar nuestra vida, nuestro matrimonio, nuestra familia, también los fracasos de nuestro matrimonio, de nuestra familia, o también los fracasos de nuestra vida… nuestra vida entera, nuestra vida y nuestra muerte. Y no lo digo sencillamente como una especia de abuso de un momento en el que todos nos sentimos más frágiles. Me parece que es una gran mentira en este momento que se nos apele sencillamente a decir “se trata de tener fortaleza, se trata de tener resiliencia, volvamos a cantar el ‘Resistiré’”.

Dios mío, seamos lo fuertes que podamos ser, lo fuertes que el Señor nos conceda ser. Pero, a lo mejor, nos es más enriquecedor, y sobre todo más verdadero, y nos hace más libres, reconocer que somos frágiles, que somos débiles, que tenemos miedo, que tenemos necesidad unos de otros, que no podemos vivir los unos sin los otros. Me diréis, “sí, pero la distancia social, las mismas mascarillas, el confinamiento, los consejos a no movernos de casa si no es imprescindible, todo eso nos aísla”. Bueno, pues no dejemos que nos aísle, cuidemos más nuestras relaciones, cuidemos más la intensidad, la verdad que esas relaciones que tantas veces hemos tenido o que son puramente formales, externas, vacías casi, sin rozarnos, cada uno encapsulado en nuestros intereses particulares, sin rozarnos para nada; que podamos salir de esas cápsulas, que podamos llamarnos, llamar a nuestros amigos y decir “mira, te llamo porque tengo ganas de hablar contigo”, “te llamo porque necesito poder desahogarme con alguien, poder contar algo”, “llamo porque quiero saber cómo estáis, como está tu familia, cómo estáis vosotros”. Y eso en el seno de las mismas familias, que a veces viven en ciudades diferentes, porque no se pueden hablar y porque no es tan sencillo a lo mejor, y pasan meses sin llamarse.

Reconocer nuestra necesidad es reconocer la necesidad que tenemos, sobre todo, de Dios. Acoger a Cristo es acoger a nuestros hermanos. En la oración de la Misa de hoy se Le pedía al Señor “poder amarte de todo corazón”, y amar así, en consecuencia, a todos los hombres, a todos nuestros hermanos. Que no perdamos una ocasión de cercanía; que no perdamos una ocasión de interés por el bien del otro. Y eso nos ayuda a crecer, nos ayuda a ser libres, nos ayuda a ser más nosotros mismos. Y esa es una garantía que no necesita demostraciones exteriores, ni grandes signos, una garantía de que lo que el anuncio de Jesús es verdadero, de que la autoridad de Jesús sigue siendo la autoridad que hace posible que nosotros vivamos y que, confiándonos a Él y entregándonos a Él, nuestras vidas florecen, crecen en humanidad, crecen en libertad, crecen en amor. Por eso crecemos nosotros y esa conciencia de que junto a Cristo crecemos es la demostración que necesitamos, la prueba que necesitamos de que el anuncio de Cristo es verdadero, de que también Él, cuando nos dice, “ven y sígueme”, lo dice con autoridad, pero no porque Él necesite que le sigamos, sino porque sabe que nosotros tenemos necesidad de Él y en Él, de ser hermanos de nuestros hermanos.

Que el Señor nos conceda esta sencillez de corazón y caminar por ella, caminar por ella sin temor. ¡No temáis! El Señor está con nosotros.

Perdonadme, añado una cosa muy pequeñita, pero que en estas últimas semanas a mí me golpea mucho. En la primera parte del Ave María, que son las palabras que Gabriel le dice a la Virgen, seguramente todos pensamos que, al hacerlas nuestras, estamos haciendo un piropo a la Virgen: “Dios te salve María, llena eres de Gracia, el Señor es contigo. Bendita Tú eres entre todas las mujeres…”. Probad, cuando recéis el Avemaría, haceros a la idea de que esas palabras os las dice el Ángel, el enviado de Dios, a cada uno de nosotros. También nosotros estamos llamados a acoger la Gracia y a estar llenos de Gracia. Si estamos llenos de Gracia, no temeremos las tormentas, los terremotos, la muerte, y también en nosotros es verdad que el Señor está con nosotros.

Que podamos crecer. Que podamos crecer en esa conciencia. Y no hay nada de aberrante en aplicarnos a nosotros eso que el Ángel le dice a la Virgen, porque la Virgen es muchas cosas, y es sobre todo la Madre de Dios, pero es también el comienzo de la Iglesia, y la Iglesia ha entendido siempre que el destino de la Virgen es como un comienzo de nuestro destino. Y podemos ver nuestro destino en el Suyo, por lo tanto, el destino a vivir en la Gracia, a estar sostenidos por la roca que es la Gracia y a vivir en la certeza de que el Señor está con nosotros. No es algo reservado a la Virgen. Es algo que se nos ofrece a todos. Y todos podemos escuchar esas palabras del Ángel como dirigidas a cada uno de nosotros.

Que el Señor nos conceda esa certeza a todos nosotros, los que estamos aquí, los que nos siguen también por los medios de comunicación y a toda la Iglesia, para que podamos ser una luz pequeña, frágil, pero que cruza los siglos en medio de la noche.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

31 de enero de 2021
S.I Catedral de Granada

Escuchar homilía