¿A qué venimos cada domingo a celebrar la Eucaristía? Al menos, ¿a qué vengo yo cuando la celebro? ¿Qué es lo que busco cuando la celebro cada día? Y si un día tengo dificultades para celebrarla por horarios, me falta algo, como si un día no hubiese podido comer, o lavarme, o ducharme.

Sólo una cosa: la vida de Dios, la vida divina, que yo necesito para vivir, y la necesito tanto como el aire para respirar, o como el alimento para mantenerme con fuerzas, o la compañía de los seres humanos, con los cuales uno hace el camino de la vida.

No venimos para cumplir con una obligación. No venimos tampoco para, escuchando la Palabra de Dios y escuchando cosas tan bellas como las que vosotros hoy hacéis presente en vuestra celebración, tenemos en medio del ruido de la vida un momento de sosiego, de paz o para aprender de la Palabra de Dios cómo portarnos mejor. La Palabra de Dios culmina siempre en un texto que se llama Evangelio: es la Buena Noticia. Y la Buena Noticia es siempre la misma. Y podría uno decir: Dios mío, para oír algo que ya sé, porque esa Buena Noticia es que Dios me quiere, que Dios nos quiere. Y que el amor de Dios es algo tan necesario como el aire para respirar, y necesitamos de ese amor para ser nosotros mismos, vivir la vida con esperanza, poder estar contentos.

Queridísima Iglesia del Señor, queridos sacerdotes, queridos amigos, hermanos, cuando celebramos la Resurrección de Jesucristo, claro que estamos celebrando algo que sucedió en un tiempo preciso bajo el procurador Poncio Pilato en Jerusalén, a las afueras de la ciudad. Pero ese hecho abre en la historia humana una realidad absolutamente nueva que conduce a la humanidad, que da la posibilidad a la humanidad de recuperarse a sí misma.

Uno de los mejores intérpretes alemanes del Nuevo Testamento del siglo XX, que vivió en lo que era entonces la Alemania Oriental, en Leipzig, tiene un libro precioso sobre los milagros de Jesús. Y su conclusión, o una de sus conclusiones, al final es el hecho de que prácticamente la inmensa mayoría de los milagros de Jesús sean curaciones nos enseña algo sobre nuestra condición humana: el ser humano es un ser enfermo, constitutivamente enfermo. De la misma manera que somos hombre o mujer y que todos somos hijos; de la misma manera que hay unos rasgos que definen a la persona humana en relación a los demás seres de la creación, o sea, a las demás especies animales, y que son únicos de la persona humana, del ser humano, de la misma manera nos constituye una cierta enfermedad.

Antes de la Pascua hemos recordado la curación del ciego de nacimiento, y aquel pasaje nos recordaba que Cristo viene a abrir nuestros ojos porque todos de una manera o de otra estamos un poco ciegos; ciegos con respecto a quiénes somos, con respecto a nuestra condición humana.

Nuestra condición de enfermos forma parte de nuestra condición mortal. También justo antes de la Semana Santa leíamos la resurrección de Lázaro. Aquel pasaje donde Jesús decía también “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.

Cristo viene a nuestras vidas para devolvernos a nosotros mismos y para recordarnos, no para sacarnos de nuestra condición mortal y de esa especie de apéndice de nuestra condición mortal, que es nuestra condición de enfermos. Porque todos -hoy algunas personas están más enfermas, hay personas que están en los hospitales, que viven la enfermedad en su casa-, hasta el más sano, hasta el más atlético, el más sano de todos nosotros, algún día estará enfermo, algún día sucumbirá a la enfermedad, porque la enfermedad forma parte constitutiva de nuestra condición mortal. (…)

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

25 de mayo de 2104
S.I Catedral de Granada

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