Fecha de publicación: 3 de enero de 2019

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, reunida hoy en tan gran número:

Hoy es un día grande. La celebración del Nacimiento de Jesús es el centro de la historia. De alguna manera, eso lo expresa hasta los números que ponemos a los años. Nosotros contamos los años a partir del Nacimiento de Jesús. Y eso expresa que es Jesús quien cumple el tiempo y quien cumple en realidad todas las cosas.

La primera fiesta que se celebra, el primer domingo que se celebra después de la Natividad, es siempre la Sagrada Familia. Y lo primero que cumple el Señor es la familia. En todas las culturas ha habido, de una manera u otra, de entender la vida familiar. Y es más, yo creo que algunas de las culturas antiquísimas tradicionales de África y de Asia, y de América incluso, hoy nos pueden dar envidia, porque nuestras familias son como como si estuviéramos nosotros en mitad de un “tsunami cultural”, y entonces están muy agitadas. Pero es verdad que hasta en esas culturas donde se valora la familia primero está su imagen y su concepción de Dios, a lo mejor se imaginaban que los animales representan el poder de lo divino (…). Sólo el amor infinito de Dios revelado en Jesucristo es lo que Jesucristo nos ha revelado; y no sólo nos lo ha revelado, sino que nos lo ofrece y nos lo da, a pesar de que nosotros no podemos participar de él más que en nuestra pequeñez, porque somos pequeños. El alimento mejor que pudiéramos tener en el mundo nosotros tampoco lo podemos consumir, por mucho que nos guste (nos pondríamos malos). (…) Imaginaros si la vida de Dios se nos diese toda de golpe. El Señor la pone a disposición nuestra y cada uno la recibimos a la medida del cuenco, de la “taza” que tenemos en nuestro corazón para cogerla.

Pero es cierto que lo que Jesucristo nos da es ese amor infinito y fiel. Es decir, el Hijo de Dios se ha hecho hombre de una vez para siempre y su Amor infinito se ha quedado para siempre entre nosotros, para que nosotros y las generaciones que vengan, hasta el fin del mundo, puedan tener acceso a ese Amor, recibirlo, ser curados de sus heridas con él y vivir contentos porque lo hemos conocido. Y eso es el corazón y la salvación de la familia. Incluso en las culturas donde el matrimonio ha sido más cuidado, más venerado, nunca ha sido como el matrimonio cristiano. ¿Por qué? Porque ellos no conocen la Navidad. Porque ellos no conocen a un Dios que es Amor siempre; a un Dios que es fiel siempre. ¿Significa eso que nosotros podamos vivir así? Sí. Y todos hemos conocido matrimonios fieles, felices, toda la vida. (…)

El matrimonio no es un fruto de los esfuerzos humanos o de las cualidades humanas del novio o de la novia. (…) para casarse no basta con ser majos, porque ser majos va bien mientras las cosas van bien. Porque el amor entre un hombre y una mujer es siempre un misterio infinito. Hay días en que parece que hay un muro que no es posible franquear y sólo la Presencia de Dios hace que esos chicos majos puedan volver a empezar, o agujerear ese muro y tirarlo abajo, o ver que aquella crisis es una ocasión para quererse mejor; para quererse más; para caminar juntos mejor hacia nuestra Patria, hacia nuestra Casa verdadera que es el Cielo. Eso es lo que el Señor nos ha dado.

En el mundo en el que estamos, estamos tan acostumbrados a vivir en un mundo cristiano (…) que la fe que mostrábamos era tan vacía que la gente ha llegado a pensar que perder la fe no pasaba nada; que todo seguía igual con fe que sin fe. Y resulta que no: que perdemos la fe, y a lo mejor hay una cierta inercia como el coche que, aunque lo frenes, sigue durante un rato por inercia, pero después te das cuentas que no se sobrevive. Sobre todo, los matrimonios no sobreviven (…). Entre gustarse y quererse hay que hacer un camino, que es mucho más largo que el Camino de Santiago: hay que hacerlo con paciencia, día a día. Y para eso necesita uno la compañía del Señor, porque, si no, tira la toalla. (…)

Necesitamos a Jesucristo. Jesucristo no es un adorno en la vida. Es para poder vivir. Es para poder respirar; para poder ser capaces de querernos cuando ya no quedan fuerzas para quererse; ser capaces de perdonarnos cuando uno no tiene ninguna gana de perdonar; ser capaz de salir de uno mismo y tratar de ponerse en la mirada sobre el otro; de decirle cosas que no hieran, que no hagan daño, sino que puedan construir, que puedan servir para que nos sintamos más cerca unos de otros. Eso es lo que hace posible Jesucristo. Y qué cosa más grande, porque todos nos damos cuenta, creyentes y no creyentes. Todo el mundo se da cuenta de que en un mundo donde hubiera más amor todos viviríamos mejor. ¿Y por qué no somos capaces? Porque tenemos esa herida del pecado original y de los muchos pecados que hemos hecho nosotros después del pecado original, y nos hace difícil el querernos. A veces, nos parece casi imposible el poder querernos. Señor, sólo Tú lo haces.

Y ahí -os decía- la Navidad está vinculada a la familia; la Iglesia la vincula a la familia, porque sabe que la familia es algo que Jesucristo, cuyo contenido, y cuya alegría, y cuya vida nadie vivimos sin una familia. Y hoy la familia está muy herida, de muchas maneras. Y no en familias que estén lejos, a veces en nuestra propia familia. (…)

Te necesitamos a Ti, Señor. Necesitamos descubrirTe de nuevo. Rezar. Si se puede rezar juntos, rezar juntos. Y si no se puede rezar juntos, pues a lo mejor rezar para que eso sea posible un día o para que yo me pueda acercar a ti de nuevo; para volver a poder decirte algo bonito (siempre se puede decir algo bonito).

Y ahí entra el martirio. Y no porque la Iglesia sepamos cuál fue la fecha del martirio de San Esteban (sólo sabemos que fue el primer mártir), la Iglesia celebra el día de Navidad, y al día siguiente San Esteban, y después una fiesta que, a medida que pasa el tiempo, a mi me sobrecoge cada día más (y me parece una fiesta inmensa y preciosa, que nos pasa muy desapercibida): los Santos Inocentes. El día de los Santos Inocentes no es el día de los chistes o de las bromas. Los Santos Inocentes, yo pienso: Señor, en ese día la Iglesia honra a todas las víctimas de la historia. Porque esos niños no habían conocido a Jesús; sus madres no habían conocido a Jesús. (…) No eran cristianos. Pero fueron víctimas y el Señor los acoge como mártires. Todas las víctimas de la historia, que son millones; que son miles todos los días: niños vendidos como carne en diversas partes del mundo, mujeres maltratadas, abusos de un tipo o de otro, de los poderosos sobre los pequeños, sobre los pobres. Esa es nuestra tierra y esa tierra está llena de inocentes. A mi me parece muy grande que, apenas pasa la Navidad, se celebra el tercer día después de la Navidad primero San Esteban, después el evangelista San Juan, que es el evangelista de la Encarnación (sin los Evangelios no tendríamos el testimonio de quién es Jesús), e inmediatamente después los Santos Inocentes, que llenan la historia y que van a llenar el Cielo. (…) Nuestra historia, nuestras familias están llenas de víctimas de la injusticia. Hasta el mal que hacemos nosotros algunas veces nace como una especie de resentimiento, de venganza, de rabia, de indignación por algún mal que se nos ha hecho. (…)

Señor, tu Encarnación, tu Amor es capaz de abrazarnos a todos. Y eso es lo más profundo del cristianismo. Aunque nosotros no seamos capaces, aunque a nosotros nos parezca imposible, tu Amor nos abraza a todos, nos acoge a todos. Y es fiel, nunca dejará de querernos a todos, seamos quienes seamos. Y qué bello que la historia en nuestra Iglesia de Granada esté salpicada verdaderamente de mártires: mártires en los comienzos de la Iglesia; mártires -muchos- durante la ocupación musulmana, aunque de muchos no sepamos sus nombres; mártires después de la Reconquista en vuestros pueblos, en las Alpujarras, son de vuestras familias muchos de ellos (…). Algunos de ellos eran moriscos también, por lo tanto, no era una cosa de razas, ni de ese tipo, y dieron su vida por Cristo, porque tenían la fe cristiana. Quien ha conocido a Jesucristo no quiere nunca renegar de Él. ¿Por qué? Porque sabemos que “tu Gracia, Señor, vale más que la vida”. Perder la vida por Ti no es perder nada; perderTe a Ti es perderlo todo. Y muy recientemente, en la persecución religiosa del siglo XX, también nuestra tierra ha estado sembrada de la sangre de los mártires (hay muchos más de los que conocemos también).

Le damos gracias al Señor por esa historia bella que testimonia que el amor de Jesucristo vale más que la vida. Y en este mundo nuestro, hoy, creyendo que teniendo muchos aparatos y medios para vivir con comodidad que lo tenemos todo, al final nos falta la alegría muchas veces, nos falta la esperanza, nos falta la capacidad de querer, nos falta el amor, nos llenamos de soledad, aunque estemos rodeados de gente. Y es tu Vida la que nos da la vida. Y es tu Amor lo que nos permite vivir contentos, pase lo que pase. Como decía uno de los que estaban muriendo en la iglesia de Ugíjar, y le estaban a él echando aceite y las mujeres estaban en la torre, y les decía: “Diles a las mujeres que no sufran; que vamos a morir esta noche, pero el morir pasa pronto y dentro de nada estamos en el Cielo”. Eso no vale sólo para los mártires, vale para todos. La vida es un soplo y lo que nos aguarda no es la muerte, sino que lo que nos aguarda son los brazos abiertos de Nuestro Señor, para todos, sin dejar a nadie fuera, porque Su Amor es infinitamente más grande que todo el amor del mundo.

Vamos a rezar el Credo y a darLe gracias al Señor.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

30 de diciembre de 2018
S.I Catedral de Granada

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