Fecha de publicación: 17 de septiembre de 2020

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Santo Pueblo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
miembros de la Hermandad;
miembros de alguna otra Hermandad, que también seguro os unís a esta celebración;
queridos hermanos y amigos todos:

Era, sin duda, una mujer valiente. Todos hemos conocido a mujeres así. Pero ésta era extraordinariamente valiente. Hacía falta muchísimo valor para presentarse en casa del fariseo Simón en aquella comida solemne, sin duda. Aunque el evangelista no lo dice, era costumbre en el mundo judío —lo sabemos por las fuentes de la época, por la literatura judía— que, cuando un rabino venía un sábado y comentaba la Escritura en la sinagoga, era costumbre que el rabino del lugar, el más prominente, le invitase a comer a su casa. Y solían reunirse los escribas, los rabinos que podían haber por allí, los discípulos del rabino; en fin, en nuestro lenguaje diríamos “la gente de Iglesia”. Era una comida en honor de un sábado tan importante. Tan importante era esa comida del sábado que dice la literatura judía que un rabino que iba al mercado y veía un buen trozo de carne decía “lo compro y lo guardo para el sábado”. Y si iba otro día y veía otro mejor, decía “pues, ahora me como el primero y este lo guardo para el sábado”. Es decir, la comida del sábado era una cosa bastante solemne y en aquella comida solemne se presenta esa mujer que era conocida como pecadora en la ciudad o en el pueblo donde Jesús había predicado.

No tenemos que hacernos mucha imaginación acerca de lo que significaba ser una mujer pecadora. Hollywood y las películas nos hacen inmediatamente pensar en una mujer de la calle, en una prostituta o algo así. Podía serlo: la samaritana había tenido cinco maridos. Nosotros estamos relativamente acostumbrados a que, en un mundo cristiano, una boda es una cosa muy seria. Pero, en un mundo no cristiano, el valor de la vida se deteriora, y el valor del matrimonio y del amor esponsal también se deterioran. Por lo tanto, no digo que no pudiera serlo, pero bastaba con que fuese la mujer de un publicano para que la Ley judía la considerase una pecadora, alguien con quien no se puede tener ninguna clase de trato: ni entrar en la puerta de su casa, ni hablar con ella, ni mucho menos aceptar que esté en una comida con otras personas.

Eran los pecadores en el mundo judío. Como el pastor de cerdos que terminó siendo el hijo pródigo. Eran personas que ningún judío piadoso recibiría jamás en su casa. Y no tenían perdón. Eran apóstatas que se habían apartado de la comunidad judía y que nunca jamás podrían volver a entrar en ella. Y aquella mujer, que probablemente ha oído la predicación de Jesús (y si Jesús ha predicado el Reino, ha predicado muy probablemente el perdón de los pecados, accesible a todos aquellos que buscasen a Dios, que se acercasen a Dios con un corazón limpio); pues, aquella mujer, llena de gratitud, llena de agradecimiento, se presenta allí ante todos y no teme acercarse a Jesús, besar sus pies. Lavarle los pies… (no había asfalto en aquella época en las calles, ni siquiera en Jerusalén, salvo en las dos más importantes, y por lo tanto esos pies estaban llenos de polvo, probablemente). Lavarlos con sus lágrimas, enjugarlos con sus cabellos. Imaginaros el espectáculo. Merece la pena imaginárselo. También Tú, Señor, has sido valiente, porque no te has inmutado y Tú te diste cuenta de lo que estaban pensando el fariseo y todos: “Si este hombre supiera quién es esta mujer, no le dejaría hacer lo que está haciendo”. Y Jesús le pone una parábola: “Una persona tenía dos deudores. Uno le debía más que cincuenta y el otro quinientos denarios. Se lo perdonan a los dos. ¿Quién de los dos estará más agradecido?”. Y dice, “pues, aquél al que más le perdonó!”. Lógico.

Nuestras deudas con Dios son infinitas, las de todos. Y la diferencia que hay entre el más grande de los santos y el más grande de los pecadores no son más que cien denarios, según otra parábola de Jesús, la de los dos siervos. La deuda que nosotros tenemos con Dios es incalculable. La deuda que los demás tienen con nosotros o nosotros con los demás es siempre una deuda muy pequeña, porque no somos más que pobres criaturas. Les perdonó a los dos y les dice: “¿Quién estará más agradecido?”. Pues, naturalmente, el que más le perdonó. Pues, eso: tu deuda es de cincuenta denarios y tú no me has lavado los pies. Una cosa que hacían los esclavos. El Señor lo hará en la noche de la Última Cena, pero que se hacía cuando un viajero venía. Era un gesto de deferencia, de delicadeza y de honor. “Y esta mujer no ha parado de lavarme los pies con sus lágrimas”.

Ahí hay un punto en la traducción española del Evangelio que hay que corregir, porque, además, lo hemos oído también muchas veces y ya son siglos de tener esa mala traducción. “Porque se le ha perdonado mucho, porque tiene mucho amor”. Parece que el amor de la pecadora viene antes que el perdón. No. Es una mala traducción de un texto griego complejo, que se ilumina perfectamente a la luz del trasfondo de la lengua que hablaban los evangelistas y los judíos del tiempo de Jesús, que era el arameo. “Se le ha perdonado mucho y por eso muestra mucho amor”. Y entonces, la palabra que sigue tiene sentido: “Pero al que poco se le perdona, poco ama”. Es decir, primero viene el perdón y después viene el amor. No como nos imaginamos y nos apoyamos a veces en esa mala traducción de ese evangelio de que quien ha amado mucho, el Señor le perdonará mucho. Fijaros que eso pone en nuestra relación con Dios una cosa un poco rara. Parece que somos nosotros los que conseguimos el perdón y esa idea de Dios la tenemos muy metida: “Si me porto bien, Dios me querrá; pero si me porto mal, ¿cómo me va a querer a mí Dios?”. Qué mal. Esa es la imagen de Dios que tenían los paganos que no conocían a Dios y que tenían siempre como que estarse “ganando” la bondad o la benevolencia de los dioses. Pero no es el Dios verdadero, no es el Dios que es Amor, no es el Dios de Jesucristo.

“Se le ha perdonado mucho y por eso muestra mucho amor, pero al que poco se le perdona, poco ama”. ¿Con eso nos está invitando el Señor a ser pecadores? ¡No!, qué va, Dios mío. Para nada. Nos está invitando a ser valientes y a dirigirnos a Él a pesar de nuestro pecado, sin que nuestro pecado constituya algo que nos bloquee en nuestra relación con Dios. Es curioso, no conocemos el nombre de aquella mujer. No lo dice el Evangelista.

El caso es que los Evangelios narran otras unciones de Jesús, una en Betania, en la casa de Lázaro, Marta y María. Y una tradición cristiana, que puede ser auténtica pero que puede no serlo, ha identificado a esta pecadora con María de Magdala, que no sabemos si es la misma María que la hermana de Marta y de Lázaro, pero que la Tradición de la Iglesia une a todas las Marías del Evangelio. La de Magdala, de la que el Señor había echado siete demonios, a la María de una familia que se hizo amiga de Jesús, que se hicieron amigos de Jesús. Pero yo entiendo que si había sucedido eso, pudieran haber sido amigos de Jesús después. ¡Claro! Pensad que a Jesús le condenaron, le condenaron por blasfemia, pero lo que causaba escándalo de su conducta era que acogía a los pecadores y comía con ellos. Y cuando le acusaban de hacer eso, Él apelaba a la conducta de su Padre del Cielo, que hace llover sobre justos y pecadores, que hace salir el sol sobre buenos y malos. Cuenta Jesús la parábola de la oveja perdida o la del hijo pródigo, ¿para mostrar qué? Al final del Evangelio de hoy dice, “¿quién puede perdonar pecados más que Dios?, ¿quién se creerá este hombre que es, que se arroga el poder de perdonar pecados?”.

En todo caso, la Tradición de la Iglesia, que une las diversas figuras de María, las une también a la de Nuestra Señora. Hay una María, que es la María que refleja la vocación para la que todos hemos sido creados, es la madre de Jesús, es la Virgen, es la Inmaculada, es Aquella que ha sido llena de gracia y como llena de gracia, la nueva Eva, el comienzo de una nueva Creación a la que nosotros hemos sido injertados. Pero nosotros somos también la mujer pecadora, sólo que somos mucho más cobardes. Ella proclamaba al Señor. A mí ella me recuerda siempre al Buen Ladrón en la cruz, que estaba en un suplicio espantoso y tuvo el valor de dirigirse al Señor (y era un homicida, era probablemente un terrorista, lo más parecido a lo que nosotros llamaríamos hoy un terrorista y, a lo mejor, tenía muchas muertes a sus espaldas), y no le tuvo más que unas horas delante de sí y le dijo: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Y recibió de Jesús la promesa más bella que jamás nadie en el Evangelio haya recibido: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Dios santo, aquel criminal, el primero. No se había abierto el Paraíso desde que nuestros primeros padres salieron de allí y Él entra junto con Jesús.

Pues, esa mujer pecadora también es la Iglesia, somos nosotros, y sólo nos falta el valor de decir: “Señor, Tú nos quieres con un amor infinitamente más grande que nuestros pecados. Tu amor desborda toda la malicia humana. Es infinitamente más grande que todo el conjunto de pecados del mundo. Todos los has cargado Tú sobre tu espalda y has asociado conTigo, en esa obra, a María, tu Madre, nuestra Madre, nuestra hermana, nuestra amiga”. María es nuestra amiga. María, la Virgen, la madre de Jesús, pero también María la pecadora es nuestra amiga. En el caso de que sea María Magdalena es Santa María Magdalena. Pero en el caso de que no coincidan, su gesto en el Evangelio la hace partícipe de la Comunión de los Santos y, por lo tanto, hermana y amiga nuestra, alguien a quien podemos dirigirnos para obtener su intercesión, porque somos como ella, sólo que cobardes.

Estamos abriendo la Novena a la Virgen de las Angustias, Nuestra Señora, Madre de las Angustias y Madre de todo nuestro dolor, confiada a nosotros, pecadores, como Madre en la cruz de Jesús. Decía Péguy (un hombre que había perdido la fe de su infancia y que luego la recobró, y sufrió muchísimo porque nadie en su familia, ni su mujer ni sus hijos quisieron acercarse a la Iglesia para nada y él peregrinaba, lloraba, ayunaba, pasaba las noches en oración y hacía caminos agotadores pidiéndole a la Virgen siempre); pues, este hombre decía en una ocasión, en una carta suya, “las oraciones a la Virgen, si uno se fija bien, son siempre oraciones de reserva”. Este hombre murió en 1914, el primer día de una de las batallas de la Primera Guerra Mundial, de los primeros días de la guerra, con una bala en la frente, era un sargento de infantería. Oraciones de reserva significa, como para un soldado, municiones de reserva. Él lleva su munición puesta en el fusil, pero va todo lleno de cajitas para tener munición de reserva. Pues él dice que las oraciones a la Virgen son oraciones de reserva. ¿Por qué? Porque no hay ningún pecador que no las pueda decir. Es sobrecogedor, porque el hombre más pecador puede decir “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”. Y todas las oraciones de la Liturgia a la Virgen, la Salve, “acuérdate de los desterrados Hijos de Eva, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos. Danos las promesas de tu Hijo”. Eso lo puede decir cualquiera El más pobre de los hombres, el que se sienta más alejado de Dios, más indigno de la gracia de Dios. El pecador aquel del que hablaba Jesús que desde el fondo del templo no se atrevía ni a levantar la cabeza, le decía: “Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador”, y la gracia del Señor lo abrazó. Pablo, perseguidor de la Iglesia, pero dice “por la gracia de Dios, soy lo que soy. (…) he sido el perseguidor de la Iglesia”. Era probablemente el muchacho que tenía los vestidos de los grandes cuando estaban apedreando a San Esteban, había participado en el martirio de San Esteban.

Qué bueno Señor, que nos hayas dado a tu madre, y que todo lo que tenemos que pedirle a tu Madre es que tenga misericordia, que interceda por nosotros, que cuide de su pueblo. Que cuide de nuestras vidas. Que cuide de nuestras familias. Que nos consiga participar de las promesas de Jesucristo. Que seamos partícipes de la plenitud de su gracia, como le hemos pedido en la colecta, en la oración primera de esta Misa.

Señora, Madre Nuestra, hermana y amiga nuestra, protégenos a lo largo del camino de la vida y multiplica la Gracia de tu Hijo sobre nosotros, para que, como aquella mujer pecadora, podamos llorar en su presencia de gratitud, de amor, de alegría, de la alegría más verdadera de todas que existe sobre la tierra, que es la alegría de saberse amados por el Dios infinitamente fiel, por su amor infinitamente grande.

Que ese amor no nos falte nunca y que siempre acudamos a él cuando nos sintamos necesitados de mil maneras, y sobre todo necesitados de Su gracia, de Su misericordia, de Su perdón.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

17 de septiembre de 2020
Primer día de Novena en honor a la Virgen de las Angustias
Basílica de Nuestra Señora de las Angustias

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