Fecha de publicación: 3 de agosto de 2018

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
Altezas, familiares y amigos del Príncipe Balduino;
queridas autoridades;
hermanos y amigos todos:

Los cristianos siempre que nos reunimos, nos reunimos para dar gracias a Dios sean cuales sean las circunstancias de nuestra vida, que unas veces –humanamente hablando- parecen preciosas y no nos cuesta nada esa gratitud; otras veces pueden parecer muy oscuras y hacerse verdaderamente duras o difíciles. Aún así, nosotros siempre damos gracias a Dios. También en los funerales. Si os fijáis, cuando vamos a despedir a los restos de un hermano nuestro, antes de depositarlos en la tierra, damos gracias a Dios y decimos, siempre comienza la Plegaria eucarística “es justo y es necesario, es nuestro deber y nuestra salvación”, dar gracias, dar gracias.

¿Por qué? Porque Jesucristo nos ha abierto el horizonte de la Vida Eterna. Nos ha abierto ese horizonte al abrirnos el horizonte del Amor infinito de Dios Padre por cada uno de nosotros. Y justo al abrirnos ese horizonte no es que nos haya -diríamos- arrancado o apartado de nuestras preocupaciones o de nuestras tareas en la vida. Lo que ha permitido es que nuestra vida tenga sentido; que tengamos una dirección, una orientación, una meta, una razón de ser. Si Jesucristo no hubiese resucitado, la vida humana carecería de sentido, realmente; o tendríamos que buscar sentidos extraños en los ciclos de la creación o cosas así, pero que no sirven para explicar ni la poesía, ni el amor humano, ni el dramatismo con que inevitablemente los seres humanos vivimos nuestras vidas.

Por lo tanto, quienes hemos nacido en un mundo cristiano no somos conscientes del bien inmenso, de la alegría inmensa, del gozo inmenso que significa haber conocido a Jesucristo, y a Dios en Jesucristo y a través de Jesucristo. Todas las culturas del mundo son dignas de respeto, sin duda ninguna. Y en todas hay cosas de las que cristianos y no cristianos podemos aprender si tenemos una curiosidad y un corazón abierto. Pero yo os aseguro que cualquier cultura grande y seria, que afronta el significado de la vida humana, se topa siempre con la tragedia. Desde la cultura griega, en lo mejor de sí misma, hasta el mejor cine japonés tiene la herida de la imposibilidad de dar una respuesta al drama que soy yo y al drama que es amar la vida y tomarse en serio la vida, y amar a las personas.

Cristo no nos quita ese drama, pero lo ilumina, lo ilumina de alguna manera mediante una tremenda paradoja que el Evangelio de hoy nos recordaba. ¿Quién puede pedir a un ser humano que ame a una persona más que a su padre y a su madre, más que a sus hermanos, más que a su esposa o a su esposo, más que a sí mismo? ¿Quién puede pedirlo? Es una pretensión tremenda la de Jesús. Y sin embargo, de nuevo, si falta Jesús, hasta esas relaciones humanas, que son las más bellas, las más sagradas, las que todas las culturas reconocen que tienen una dimensión sagrada, o se convierten en idolatría (se idolatra y luego con tanta frecuencia se frustra el amor matrimonial; se idolatra a los hijos fácilmente y se idolatran todas las realidades que nos rodean y ninguna es capaz de llenar nuestra vida de sentido). Curiosamente, sólo cuando ponemos a Cristo por encima de nuestro padres somos capaces de amar bien a nuestros padres; sólo cuando ponemos a Cristo por encima de nuestros bienes, de nuestras relaciones familiares más cercanas… -la de los hijos, sólo una madre que es capaz de poner a Cristo por delante de sus hijos es capaz de amar bien a sus hijos: de retirarse cuando hay que retirarse, de acercarse cuando hay que acercarse, de guiar cuando hay que guiar, de callarse cuando hay que callarse, de tantas cosas-. Porque el amor es todo un ejercicio y de un ejercicio que no se aprende jamás del todo. Tenemos la vida eterna. Quienes hemos conocido a Jesucristo sabemos que tenemos la vida eterna para aprender a querernos mejor. Esta vida es demasiado corta, apenas aprendemos a querernos un poquito, apenas aprendemos a querernos realmente bien. Y sin embargo, nos damos cuenta de la belleza de ese amor, pero ese amor no está condenado simplemente a la muerte. Está abierto a la plenitud de la vida eterna, de la participación en la vida inmortal de Dios, nuestra fuente y nuestra plenitud. Por eso, para nosotros, la muerte no es un acontecimiento particularmente triste. No. Eso para quien no tiene el horizonte de la vida eterna sí, porque es lo último, porque es lo único: la vida se convierte en una especie de bien al que hay que agarrase de todas, todas. Para nosotros, no. Es mucho más terrible el pecado que la muerte. Es un mal mucho más destructivo el pecado que la muerte. La muerte es simplemente el final de nuestra peregrinación y si nuestros ojos estuvieran abiertos sin la niebla y la oscuridad del pecado, el cumplirse la vida y el desembocar de nuestra vida en el Amor infinito de Dios, y en la belleza, y en el esplendor de ese Amor infinito, el cual todas las bellezas del amor humano proceden, todo lo que hay de bonito en la vida humana, que es mucho, y en el amor humano, que es muchísimo, todo eso proceden, nacen de la infinitud de Dios.

Sé que está aquí, nos acompaña también hoy, el escultor de santa Josefina Bakhita, que el sábado bendecíamos, y a mi juicio ha sido oportunísimo el poder tenerla para esta Eucaristía de hoy. Pero lo que nos reúne de una manera especial son los 25 años de la muerte del Rey Balduino. Por supuesto que pedimos por su alma. Pedimos que participe plenamente ya del Triunfo de Jesucristo. Pero, al mismo tiempo, damos gracias. Damos gracias por su vida, damos gracias por su persona, damos gracias por su experiencia cristiana, en un mundo, además, tan falto de referencias como el nuestro, tan falto de personas, de buenos gobernantes cuyas vidas podamos imitar creciendo nosotros al imitarlas. En un mundo así, en un mundo que parece como una ciudad post moderna llena de fragmentos y de trozos sueltos pero sin una línea en el horizonte, sin una meta, sin otras propuestas que las de vivir y hacer de esta vida un pastel lo más digerible posible, pero que no conseguimos llenar de esperanza a las generaciones más jóvenes con todos nuestros medios y con todas nuestras posibilidades técnicas y con toda nuestra ciencia. Necesitamos referencias. Y el Rey Balduino y su esposa Fabiola han sido para Europa una referencia de muchas maneras. En ellos se cumplía, a mi juicio de una manera muy verdadera, el vivir “en la vida y en la muerte somos del Señor”: “Ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para el Señor”.

Es, en realidad, lo mismo que propone el Evangelio, le llamamos Señor, pero que sea verdaderamente el Señor de nuestras vidas. Y eso no nos arranca nada. Es, al contrario. Es cuando nos falta Cristo cuando la vida se nos va como entre las manos y no sabemos qué hacer con ella, ni para qué estamos en ella, ni cuál es nuestra tarea en la vida. Cuando ponemos a Cristo por encima, como el centro de todo, como la fuente de nuestra esperanza y de nuestra plenitud, la fuente de nuestra vida -decía San Pablo a los Colosenses: “Todo ha sido creado por Él y para Él y todo tiene en Él su consistencia” (y todo es todo)-; cuando ponemos, reconocemos que Cristo es todo, es entonces cuando todas las cosas, cuando recuperamos también nuestra propia persona, pasamos a ser protagonistas de nuestra historia, no meras realidades pasivas que padecen las circunstancias de la vida, sino protagonistas de una historia y, además, es una historia de amor que termina en el Triunfo final del Amor de Dios sobre todo.

Quienes vivís en Motril, quienes lo habéis conocido, la familia que habéis tenido el privilegio de tenerle, y de tenerlos cerca, es muy fácil hoy dar gracias. A quienes nos hemos asomado un poquito a sus vidas también nos es fácil hoy dar gracias. Y yo le pido al Señor que cuando sea prudente y cuando sea oportuno podamos comenzar si Dios quiere el proceso de beatificación de Balduino, al menos el de Balduino. Y luego, Dios dirá y la Iglesia juzgará, pero que son en este momento ya para nosotros un ejemplo precioso.

A mi me parece que cuando la experiencia cristiana es verdadera va acompañada de algunas cosas que es muy fácil reconocer en él. Una la sencillez. Uno es lo que es y no pretende ser más que lo que es. Entonces, uno puede tener cualquier misión en la vida, cualquier tarea, y dar gracias y vivirla con gusto y con gozo. Y una puede llegar a ser rey y ser rey con gusto, con gozo. Me decíais alguno de vosotros que unos pocos días antes de su muerte había celebrado el día nacional con toda naturalidad cuando él estaba ya extraordinariamente cansado y tal vez consciente de que llegaba o se aproximaba el fin de sus días. Esa sencillez, ese vivir la vida con naturalidad sin pretender nada ni de los demás, ni de uno mismo, sino servir como un trabajador humilde y sencillo en la viña del Señor es un signo de Dios. Cuando hay que poner mucho oropel y mucha foto, y muchos periodistas, y eso se nota que tiene algo de falso, por ahí no anda Dios.

Y otro rasgo es el amor a los humildes, a los sencillos. Es providencia. Yo nunca pensé que estaríamos celebrando esta Eucaristía aquí, el que esta iglesia haya sido dedicada a Santa Josefina Bakhita. Confieso que lo pensé, porque Motril es uno de los puntos donde desembocan las pateras de nuestros hermanos africanos, porque me cae muy simpática y me gusta mucho su vida (…). Alfonso me hacía consciente de ello hace unos días, hablando de su cariño por los marginados, por los emigrantes; cómo se escapaba para ayudar a personas verdaderamente necesitadas. Me contaba que en el funeral suyo una prostituta no belga, sino de un país del Tercer Mundo, dio un precioso testimonio de cómo las cuidaba, de cómo las ayudaba, y de cómo se preocupaba por ellas y porque pudieran salir del mundo en el que estaban. Y cuando terminó su testimonio dijo “y ahora que él se ha marchado, ¿quién nos va a cuidar?”. Me parece precioso. Son signos, que todos podemos hacer en nuestras vidas. Porque si la misión de nuestra vida es que crezca en nosotros la Presencia de ese Dios que es Amor y que hemos conocido en Jesucristo, Dios mío, todo lo que tenemos que hacer es pedir que se nos ayude, que la Gracia nos ayude a querer más, a querer mejor, que podamos vivir con esa misma sencillez y que podamos aprender a querer queriendo a los de cerca y a todo el que se acerque a nosotros o se tropiece con nosotros en el camino de la vida.

Celebrar el 25 aniversario de la muerte de Balduino es un poco recordar todos estos motivos de acción de gracias y pedir para nosotros también que nos embarquemos en ese camino de poner a Cristo por encima de todo, no contra todo, sino para poder gozar de todo. San Pablo dijo en otro lugar: “Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios”. Cuando somos de Cristo somos los seres más ricos del mundo realmente. Porque en Él lo tenemos todo y en Él nos tenemos sobre todo a nosotros mismos y tenemos la capacidad de darnos, porque dándonos sabemos que no nos perdemos, nos recuperamos, nos ganamos. Cristo, como dijo Benedicto XVI en su Misa de inauguración de su pontificado: Cristo no nos quita a los seres humanos nunca nada, nunca; Cristo nos da todo, nos da nuestra plenitud.

Señor, conduce al Rey Balduino, conduce a su familia a la Gloria eterna, condúcenos a todos nosotros a gozar un día de ese banquete que simbolizamos de una manera misteriosa en la Eucaristía pero que es el banquete del Reino de los Cielos del que todos esperamos juntos participar y gozar.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

31 de julio de 2018.
Iglesia Santa Josefina Bakhita (Playa Granada, Motril)

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