Queridísima Iglesia del Señor, Esposa Amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
querido Alexis, querido William José, querida mamá de William José y familiares;
responsables de las Comunidades de San Emilio y queridas Comunidades de San Emilio;
queridos hermanos y amigos todos:

La Ordenación de un miembro que se incorpora (sea en el Orden de sea) al Sacramento del Orden, al ministerio sacerdotal, al ministerio mediante el cual Jesucristo ha querido permanecer en su humanidad presente en la Iglesia a lo largo de los siglos… Los sacramentos, que son el modo por el cual Jesucristo ha querido cumplir su Promesa “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”, se cumple a través del Bautismo, se cumple en el Perdón de los pecados, se cumple en la Eucaristía y se cumple, de una manera diferente, porque es el único Sacramento junto con el de Matrimonio donde la Presencia de Jesús se hace “humana”, se hace carne. En el Bautismo, el don del Espíritu Santo pasa por el agua consagrada; en la Eucaristía, a través del pan y el vino; en el Perdón de los pecados, a través de la absolución de las palabras del sacerdote; pero en el Matrimonio, es en el amor de los esposos donde Cristo se hace presente, y lo ensalza y lo conduce hasta convertirlo en un signo de Su amor a la humanidad, de Su amor a la Iglesia. Y en el Sacramento del Orden, Jesús se queda de una manera personal para poder “garantizar” los otros Sacramentos.

La sucesión apostólica ha sido el instrumento que, desde la Pascua, ha querido el Señor que permanezca, para que permanezca la Presencia de su Reino. No habría Eucaristía si no hay sucesión apostólica. No habría Bautismo. Aunque hoy en el Bautismo no sea como en la Iglesia antigua, pero, por ejemplo, en los adultos sigue siendo verdad que cuando un adulto se bautiza eso es algo que debe hacer el obispo, salvo que delegue en algún sacerdote, pero pasa por el ministerio episcopal.

Yo decía al principio que “los Sacramentos son el modo como Jesús cumple su Promesa ‘Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo’”. Es el modo como la Presencia de Jesús y el poder salvador de Jesús desafían el espacio y el tiempo. Nosotros, los seres humanos, las criaturas todas, estamos sometidos al espacio y al tiempo. Si estamos en un lugar, no podemos estar en otro; si estamos aquí, no podemos estar en América; y si estamos en América, no podemos estar aquí. Y si vivimos en este momento de la Historia, podemos tener como amigos las personas que coinciden con nosotros en nuestro peregrinar por la vida, pero nada más.

¿Cómo se cumple, entonces, esa Promesa del Señor? Se cumple a través de los Sacramentos en los cuales el Señor, Su amor, Su poder salvador, Su Presencia salvadora, vencen el espacio y el tiempo.

Ayer, asistía yo a un acto en el que había algunas autoridades y habría unos cincuenta o sesenta fotógrafos, y estaba todo aquello muy controlado y muy ordenado. Hacía falta acreditarse para poder entrar al lugar y el lugar estaba muy protegido. Y yo pensaba, mientas estaba el acto: Y el Señor viene a treinta kilómetros de aquí, a un pueblecito de lo alto de la montaña de Sierra Nevada y viene en una Iglesia en la que hay diez personas, y no moviliza ningún fotógrafo, no moviliza nada y es infinitamente más importante lo que sucede en ese pueblecito, en esa celebración de la misa dominical, porque viene Dios. No viene ningún consejero, ningún ministro, ningún obispo… Viene Dios, viene Dios a ese altar, y no moviliza nada (nada humano, nada mundano, nada de las cosas y de las categorías de este mundo). Pero es verdad que no viene un Jesucristo a Caracas, y otro a Granada y otro a Mérida o a tu ciudad. ¡No! Es el mismo Señor. Y el centro del mundo está en cada uno de esos lugares donde se celebra la Eucaristía. Por eso, la Eucaristía es el centro de la Iglesia. Y en la Eucaristía el Señor (y en todos los Sacramentos) desafía el espacio. Y sobre todo, en la sucesión apostólica, que es el Sacramento del Orden, en primer lugar, la sucesión de obispos desde los apóstoles, que es física. Uno no viene a ser obispo por sus cualidades: por su inteligencia, por sus estudios, por su santidad. No. Es una cosa física. “Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados”. Y la Presencia de Cristo queda vinculada a esa sucesión física, que es la sucesión apostólica, de la cual cuelga el Sacramento del Orden entero, el presbiterado y el diaconado. La sucesión apostólica es el modo por el que Jesús desafía al tiempo. Hubo un momento en la Iglesia anglicana, en la Iglesia de Inglaterra, que alguien se dio cuenta, y lo demostró, que los obispos de la Iglesia anglicana habían perdido la sucesión apostólica. Habían accedido a ser obispos personas que no venían de la línea de los apóstoles, y todos los obispos de Inglaterra se fueron a Grecia a volver a ser ordenados por obispos ortodoxos, porque, sin sucesión apostólica, no hay Sacramentos. Y si no hay sacramentos, cuando yo comulgo no estoy recibiendo a Cristo. Y si no hay sucesión apostólica, cuando yo recibo el perdón de los pecados es una palabra bonita y una metáfora, pero no estoy siendo perdonado. Y si no hay sucesión apostólica, incluso la madre que bautiza a su hijo recién nacido en el hospital, no está bautizando (está haciendo un acto de piedad, bonito sin duda, y que el Señor bendice y que el Señor suple. Seguro que suple cuando, diríamos, hubiese una invalidez en el sacramento. Suple la buena voluntad. ¡Pero suple!). La certeza de que Cristo viene a mí está vinculada al ministerio apostólico y al Orden Sacerdotal, al Orden en el cual tú ingresas esta mañana.

Y a mí no me disgusta nada comparar esta presencia corporal, carnal, personal, de Cristo en el Sacramento del Orden con la Transfiguración. Porque el pueblo cristiano también necesita, como necesitaron aquellos tres apóstoles que fueron privilegiados en aquel momento, haber visto el Rostro de Dios, la Gloria de Dios reflejada en el Rostro de su Hijo en el Monte Tabor. Yo sé que la Iglesia puede ser muy viva sin sacerdotes. Conozco bien la historia inicial de la Iglesia de Corea, que vivió casi 100 años sin sacerdotes y sin sacramentos, pero son excepciones. Es como la vocación de ermitaño, que es una vocación en la Iglesia y que la Iglesia reconoce, pero es una vocación excepcional. El caso de la Iglesia de Corea sirve para ilustrarnos cómo la fe… ¡y aun ahí hubo sacramentos!, porque pudieron recibir el Bautismo gracias a unos cristianos chinos que les bautizaron. Pero no tenían sacerdotes y no podían celebrar la Eucaristía. El otro día me contaba un matrimonio chino de Granada, que viven en Granada y que son católicos, que en el pueblo de donde era una de las chicas había un hombre de 90 años que sólo una vez en su vida (había sido enseñado en la fe de niño) había podido asistir a una misa. Se acordaba del Avemaría y que le habían enseñado a rezar el rosario, y rezaba el rosario muchas veces, muchas veces. Esto fue antes del nacimiento de la República Popular China, antes de la Revolución cultural de Mao. Y él decía: “Yo nunca he tenido en mi vida una duda de fe”. Seguía rezando el rosario. Como no tenía rosario, tenía unas montañitas de piedras que le ayudaban a rezarlo sin distraerse, y le pedía al Señor por la Iglesia, por el mundo y no morirse sin haber podido celebrar otra vez la Eucaristía. Y hace dos años vino un sacerdote católico a aquella ciudad y pudo volver a celebrar la Eucaristía, pero había estado más de 80 años sin haber oído mas que una misa más cuando era niño. Yo oigo esa historia y me da vergüenza de mi falta de fe, ¡de la mía! Pero es verdad que para él seguía siendo igual de importante la misa, aunque no hubiera podido estar nunca. También todos conocéis al cardenal Van Thuan, que estuvo 14 años (ndr. En una cárcel china)…, y antes un cardenal de Rumanía que también sólo celebró dos misas en 14 o 15 años durante el dominio comunista en la antigua Yugoslavia, una en un tren con un poquito de vino y un trocito de pan, y otra en una cárcel. ¿Esa es la Iglesia de Dios de la que nos sentimos orgullosos? “Hombres -dice la Carta a los Hebreos hablando de los hombres de fe- de los que no era digno el mundo”.

William, te incorporas a una historia preciosa. Es la historia de este Pueblo cristiano, en el que el Señor te llama para ser rostro suyo, presencia suya, consuelo, fortaleza de ese Pueblo en medio de las tribulaciones y en medio de las batallas. Ser signo, ser un pilar de la fe de ese Pueblo. A todos los cristianos nos dice el Señor “estad dispuestos siempre a dar razones de vuestra esperanza”. Pero, el Pueblo cristiano tiene que ver a un sacerdote no como alguien a quien cuidar; lo digo de nuevo, no como alguien a quien cuidar. Y hay que cuidarlo. Porque el peligro no está en que vosotros lo cuidéis. Si lo cuidáis demasiado, él empieza a pensar que su misión fundamentalmente es que le cuiden y entonces hemos cambiado las tornas. Es como el que se casa pensando que se casa para que su mujer le cuide. Eso es un desastre, un desastre de matrimonio seguro. Es el hombre el que tiene que cuidar de la mujer y de la familia. Es a San José a quien el Señor le encarga la misión de cuidar del Misterio grande que sucede en la Virgen. Y esa imagen de la Sagrada Familia sirve también para los matrimonios; es el hombre el que está llamado a dar la vida por la esposa, y a demostrar que la ama dando la vida y manifestándolo cotidianamente. Porque la esposa -lo decía San Pablo- “ya da la vida simplemente con el hecho de la maternidad”, la ofrece y la arriesga en su maternidad, y el hombre no arriesga nada, tiene que arriesgarla de algún modo. En todo caso, es el Señor el que da la vida por su Esposa que es la Iglesia; es a San José a quien el Señor le confía cuidar del Misterio que sucede en su Esposa María y en el Nacimiento de Jesús. Y somos los sacerdotes quienes tenemos que sostener al Pueblo cristiano, en la fe y en la esperanza, aunque ellos te sostengan a ti con aguacates, pero es otra cosa. ¡Pero eso es un privilegio! Como es un privilegio para un hombre, porque se cumple su vida como hombre, el saber que su misión es dar la vida por su familia, por su esposa y por sus hijos. Pues, exactamente igual para nosotros. Claro que es un privilegio y un honor poder gastar la vida, y arriesgarla si es necesario, por la esposa y por los hijos, que son del Señor, pero que el Señor confía su cuidado, como a San José, a nuestra custodia.

¿Por qué San José es el patrono de los seminarios? Porque tenemos que aprender de él cómo se es pastor, cómo se es cuidador de la familia de Dios, sin que sea tu propia familia. También eso sirve para los padres, porque los padres tienen más la tentación que sus hijos son suyos. Esa tentación la tienen más las madres, vamos a reconocerlo; pero los padres tienen que ayudar a las madres a comprender que sus hijos no son suyos, que son de Dios. (…). San José es patrono de la familia cristiana porque los hijos no son de los padres; son de Dios. Ellos tienen la tentación de creer que son suyos. Tú nunca podrás tener esa tentación, si Dios quiere. Y sin embargo, tendrás que ser una referencia también para los padres de familia, de cómo se cuida una familia, de cómo uno da la vida por esa familia, de cómo uno arriesga la vida por esa familia. Eso vale para mi, vale para ti y vale para todos los sacerdotes que estamos aquí. Y vale para los seminaristas, que se ordenarán no porque hayan sacado buenas notas en Teología, sino porque se pueda percibir en ellos esa capacidad de sostener una comunidad cristiana, una Iglesia; la que Dios quiera, la que el Señor nos confíe, la que el Señor te vaya dando.

Le damos gracia a Dios inmensas por tu vida y por tu vocación, y Le pedimos al Señor que a ti y a todos los que formamos parte de ese Sacramento grande que es el Sacramento del Orden, vinculado a la sucesión apostólica, no seamos demasiado indignos de la preciosa misión que el Señor nos confiesa. Que estemos gozosos, deseosos de arriesgar nuestra vida por la mejor esposa del mundo, por la mejor familia del mundo, que es la familia de los hijos de Dios.

Vamos a proceder a la Ordenación y que el Señor nos conceda ese don, a todos como Iglesia.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

17 de marzo de 2019
S.I Catedral de Granada

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Palabras finales al término de la Santa Misa, antes de la bendición final.

Yo sé que hoy es un día muy especial pero os voy a pedir que me soportéis unos minutos una especie de segunda homilía, que no tiene que ver con la Ordenación de William José, ni con lo que hemos vivido y celebrado en la Catedral, sino con el ruidito de fuera y con otra serie de cosas análogas.

Hace no muchos días, en Granada y en otros lugares, las iglesias aparecieron con pintadas sumamente ofensivas para el pueblo cristiano y para el Señor. Y dentro de nada va a haber también unas elecciones. Entonces, a mí me parece que hay un criterio simplemente muy sencillo y muy elemental.

A la Tradición cristiana pertenece que la Iglesia es un Pueblo. Uno de los nombres primeros que el Concilio da a la Iglesia es el de “Pueblo de Dios”. Yo saludo siempre las homilías diciendo “Pueblo Santo de Dios”. Digo antes otras cosas, como “Esposa de Jesucristo”, pero es “Pueblo Santo de Dios”, y así lo ha llamado la Tradición de la Iglesia siempre. La categoría de Pueblo ha sido un poquito abandonada porque la Teología de la liberación la entendió en clave sociológica y cosas que no hacen al caso ahora mismo, pero lo cierto es que la Iglesia tiene que retomar su conciencia de Pueblo, del que formamos parte todos los bautizados, todos los hijos de Dios. Y un pueblo es pueblo, sólo es pueblo si se siente protagonista de su historia. Y eso, al menos en nuestra Tradición española, hace siglos que no nos sentimos. Y os pongo un ejemplito de una obra muy clásica y muy conocida. En el “Gran teatro del mundo” hay una escena en el que la fe tropieza pero la monarquía la sujeta en un momento, y cuando llega el momento del Juicio Final, a la monarquía le tocaba ser condenada porque había tenido una vida espantosa, pero el Señor la acepta y la acoge en el Cielo por haber sostenido a la fe. Von Balthasar, comentando esa escena de “El Gran teatro del mundo”, allá por los años 60, dice: Esta escena de esta pieza (que es una pieza maestra de la literatura cristiana de todos los siglos) refleja un problema específicamente español, ya en el siglo XVII, que era la Monarquía católica (en España se llama así) la que tiene el deber de defenderlo. Y cuando no, son los obispos.

Mientras estemos delegando, sea en quien sea, nuestro protagonismo como Pueblo, no estamos respondiendo a lo que somos, y hemos aceptado vaciarnos de nuestra sustancia. Cosas como las de las pintadas, se frenan si hay un pueblo que responde; que actúa; que se mueve; que no tolera ciertas cosas. Algunos de los historiadores que han vivido, que vivieron y han explicado en clave cristiana las complejísimas causas de la Guerra Civil española dijeron: cuando hubo las primeras quemas de iglesias durante la Guerra Civil, si el Pueblo cristiano no fuera más que unas pequeñas bandas de insolentes; si el pueblo cristiano hubiera sido capaz de responder, no habría habido Guerra Civil. No sé si el juicio es verdad o no es verdad, lo que sé es que, efectivamente, no nos sentimos un Pueblo. Por muchos motivos: porque estamos muy fragmentados, porque vivimos muy para adentro…

El Papa nos invita constantemente a que seamos un pueblo. Yo creo que los pueblos de América Latina se sienten mucho más pueblo y son mucho más capaces de hacer frente a situaciones que nosotros mismos, a pesar de que sus situaciones sean muy difíciles. Y no es una cosa que responda a unos o a otros, ni es un deseo de quitarse de en medio una responsabilidad. Lo que sé es que una carta del obispo a las instituciones que corresponda comentando esto sería absolutamente inútil. Pero si hubiera un pueblo que expresara su desagrado de que estas cosas sucedan, no hoy, sino muchos domingos, por ejemplo; o de que se puedan hacer otras cosas, seguro que no sucederían. ¡No deleguéis vuestra responsabilidad como Pueblo, como miembros de un Pueblo del que nos sentimos orgullosos de ser! Ni la deleguéis en partidos, ni la deleguéis en nadie. Nuestra vida como Pueblo es fruto de la Presencia de Cristo en nosotros y de nada más. Y eso, ni nadie tiene el poder de quitárnoslo, ni nadie tiene el poder de darnos la vida que queremos. Esa vida nos la da el Señor y nosotros la valoramos más que la vida física. Cuando en los primeros siglos la persecución sacudía, sacudía a todos, desde obispos hasta niñas de 13 años. Y cuando esos cristianos juntos daban testimonio de su fe, el Imperio temblaba.

Son pequeñas reflexiones de un pastor. Que el Señor nos conceda antes que nada volver a ser Su Pueblo. No un pueblo cualquier. Su Pueblo; el Pueblo de Dios, el Cuerpo de Cristo. Protagonista de su propia historia, no víctima de una historia que hacen los demás para nosotros. No. Nada de víctimas. Somos hijos de Dios. ¿Víctimas de qué? Protagonistas de nuestra propia historia. Y eso no nos lo puede quitar nadie.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

17 de marzo de 2019
S.I Catedral de Granada

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