Querida familia;
querida Ana;
queridos sacerdotes concelebrantes:

En la humildad de esta celebración, porque estamos muy en familia, como se estaría como las personas que fueron a adorar al Niño en Belén, como estaban también en la cruz: nunca había muchas personas en aquellos momentos y, sin embargo, estaba sucediendo lo más grande.

Aunque seamos una pequeña familia, un pequeño rebaño, aquí, sin embargo, está sucediendo lo más grande. Porque si el Hijo de Dios se ha hecho hombre; si el Hijo de Dios ha querido sufrir todo lo que sufrió en la Pasión y ha querido vivir una muerte humana, ha sido para darse por entero a nosotros. Pero ese don, que culmina en Pentecostés, en el don del Espíritu Santo, es para que nosotros podamos darnos a Él. Y eso es lo que Ana hace esta mañana: donarse al Señor, para siempre.

Toda la historia de la Salvación no tiene otra meta que el poder recibir esa donación de nuestro corazón, no porque Dios lo necesite, no porque el Señor necesite de nuestro corazón (porque no lo necesita), sino porque nosotros tenemos necesidad de darnos así y de vivir así, por la experiencia de su Amor, por la experiencia de su don. Todo lo que nosotros hacemos por el Señor es siempre respuesta a algo que el Señor ha hecho por nosotros, siempre. Dicho en el lenguaje del Papa Francisco, el Señor nos “primerea” siempre, se adelanta a nosotros.

Por eso, lo que celebramos esta mañana, siendo tan importante para tu vida, que seguramente es el don más grande de tu vida, es pequeño al lado del don que te hace a ti el Señor. Porque nuestra donación no es siempre mas que una respuesta a un amor infinito, a una preferencia. En realidad, lo que cantamos, por lo que damos gracias es por esa preferencia, por esa elección del Señor, por esa gracia que es poder darse a Él. Vale lo mismo para una ordenación sacerdotal, vale lo mismo para cualquier otra forma de la virginidad consagrada. No es algo que nosotros hacemos por el Señor. El darle mi vida al Señor es un don que el Señor me hace; poder darle mi vida al Señor es un don que el Señor me hace, porque no hay plenitud mayor, no hay libertad más grande, no hay, al mismo tiempo, seguridad más grande que poder descansar, como San Juan, nuestra vida junto al Señor. Ese descanso tiene lugar siempre en la Mesa eucarística de nuevo, donde el Señor se nos da, una y otra vez, un día y otro día (misteriosamente, pero se nos da), y renueva el amor que sostiene, que satisface, que hace desbordar nuestro corazón también de amor a Él y de alegría.

Y hay un último punto, que yo no quiero dejar de señalar. Y es que esa adoración sucede siempre en una compañía, aunque sea, también en este caso, una compañía pequeña y humilde, pero es la compañía que el Señor te ha dado, Ana, para hacer el camino de la vida, hasta que lleguemos a Él. Todos tenemos necesidad de esa compañía, necesidad de la Iglesia. Pero la Iglesia, luego, toma cuerpo, el misterio de la Iglesia se hace carne –por así decir- en los distintos carismas que el Señor va suscitando en su Iglesia, unos de una manera, otros de otra, como el Señor quiere en su designio providencial para cada uno de nosotros.

Da gracias por tus compañeras, por tus amigas. Son verdaderamente compañeras de camino. Y en cuanto compañeras de camino, signo de Cristo. En ellas se hace Cristo compañero de tu vida a lo largo del camino de la vida.

Que lo viva siempre con una alegría muy grande, con una gratitud, un don y un regalo que el Señor te hace. Los regalos de Dios no son cosas. Los regalos de Dios son siempre Él mismo. Es Él quien quiere que Le tengamos. Pero quiere que Le tengamos no porque Él nos necesite, sino porque nosotros Le necesitamos a Él, para vivir contentos; porque nosotros necesitamos al Señor para poder vivir la vida desbordantes de alegría y de gratitud. Y su gran misericordia es que se da a nosotros. Y se da a nosotros de tal manera que suscita una respuesta de donación total de la vida, de donación total de tu corazón al Señor.

Tú eres del Señor. Ya lo eras por tu bautismo, pero eres del Señor de una manera nueva esta mañana, como esposa bien casada. Pero el Señor es tuyo también de una manera nueva. Te pertenece. Es tu lote. “El Señor es mi lote, mi heredad y mi copa”. “Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad”, eso lo puedes decir tú a partir de hoy de una manera nueva con más sentido y con más plenitud.

Damos gracias por este regalo que el Señor te hace. Damos gracias por la existencia de esta compañía preciosa con la que el Señor te regala también. Y le pedimos al Señor que siempre podamos verLe unos en los otros; que siempre podamos experimentar su Presencia a través de vosotras, esposas del Señor, y al mismo tiempo, cuerpo bendito del Señor en el que Él prolonga –por así decir- su Encarnación y su Presencia en el mundo, más allá de los Sacramentos y mas allá de su Palabra. Sois la carne de Cristo. Sois el cuerpo de Cristo. En vosotras se hace carne el misterio de la Iglesia, Esposa y cuerpo a la vez. Esa es vuestra vida. Damos gracias por ella y Le pedimos la podamos vivir en plenitud, y que sepamos ayudaros a vivirla en plenitud y con una alegría desbordante, a todas vosotras, pero de una manera especial a quien hoy hace su Donación, a Ana.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

17 de junio de 2017
Convento de los Padres Agustinos Recoletos
Barrio de Monachil

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