Fecha de publicación: 28 de marzo de 2017

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy querido Miguel Ángel, que concelebras conmigo;
queridos amigos todos (incluso algunos que a lo mejor estáis aquí por curiosidad, simplemente, pero que sois igualmente amados del Señor):

Hay un pasaje en el Evangelio, en San Mateo, donde Jesús dice “si vuestra justicia no va más allá de los escribas y fariseos no entraréis en el Reino de los Cielos”. El episodio del ciego de nacimiento es una dramática, y preciosamente construida, demostración de esto. Digo “preciosamente construida” porque en muchos relatos de San Juan hay muchos niveles de lectura y en éste se ve perfectamente cómo alguien que era ciego –y según la mentalidad del fariseísmo dominante en su tiempo si había nacido ciego es porque sus padres habían pecado y Dios le habría castigado de alguna manera-, ese hombre ciego de nacimiento Jesús le abre la vista. Le abre primero la vista de los ojos y le abre también, poco a poco, hasta esa confesión de fe al final del relato, la vista de los ojos del alma: le abre a la fe. Como hizo con la samaritana, y como hizo con tantos otros a lo largo del Evangelio, el signo de la curación exterior era nada más que un instrumento para poder acercarles a los hombres a descubrir quién era él: el Camino, y la Verdad y la Vida. O, como le dirá el domingo que viene a Marte: “Yo soy la Resurrección y la Vida”.

Y al mismo tiempo sin embargo, los fariseos, que ven con los ojos de este mundo, a lo largo del relato se va poniendo de manifiesto que son incapaces de abrir los ojos a la verdad plena, que viven en sus prejuicios, que viven en sus esquemas, y que no tienen la posibilidad de salirse de ellos y de acoger esa aparente injusticia de Dios que es Su misericordia. Ellos saben que Jesús si quiere hacer un signo, viola la ley del sábado, no guarda el sábado, porque, como Él ha dicho, aquí hay Alguien que es mayor que el sábado; aquí hay Alguien que es mayor que el templo; aquí hay Alguien que es capaz de perdonar pecados, y como le preguntan en una ocasión ¿pero quién puede perdonar pecados más que Dios? Él dice: para que veáis que el Hijo del hombre, que este hombre, que “Yo puedo perdonar pecados” ¿qué es más fácil decirle a este hombre “tus pecados están perdonados o decirle levántate y anda”? Le dice al paralítico: “coge la camilla y vete para tu casa, y tus pecados quedan perdonados”. No sabemos si aquel hombre era un criminal; si aquel hombre era un canalla. Jesús se adelanta y le perdona.

Los fariseos al final terminan diciendo: “Nosotros sabemos que alguien que viola el sábado no puede venir de Dios”. Y el fariseo se agarra a su experiencia. Y eso es una de las cosas bellas de este Evangelio y una de las cosas bellas de este Evangelio y una de las enseñanzas más ricas para nosotros: “Yo no entiendo de todas esas teologías, yo no entiendo de todas esas reflexiones vuestras de moralistas. Yo sólo sé que era ciego y que veo”. “Pero, no puede ser. Nunca se ha visto que un ciego de nacimiento recobre la vista”. “Yo no sé, sólo sé que era ciego y que veo”.

La experiencia es dura, sólida, como las montañas que nos rodean, como una roca. Dios mío, los cristianos tendríamos que poder apoyarnos en nuestra experiencia, en nuestra experiencia del perdón, en nuestra experiencia de la gracia, en nuestra experiencia de la gratuidad de la gracia. Los fariseos hablaban también de la misericordia de Dios. No es que ellos no la conociesen. Lo que decían era que Dios era misericordioso para quien se porta bien. Esa es la justicia que dice Jesús no basta para entrar en el Reino de los Cielos. Y a veces, a nosotros nos pasa algo parecido. Pensamos primero que tenemos que portarnos bien y si nos portamos bien, entonces Dios nos perdona. Pero eso es porque aplicamos a Dios la idea humana de la justicia: tienes lo que te mereces. Dios mío, cuántas veces decimos en la liturgia: no nos trates de acuerdo con nuestros méritos. Trátanos según tu Misericordia. Si hay algo central en el cristianismo, es esa Misericordia, esa gratuidad. No hacemos nosotros nuestra salvación. Es Dios quien nos salva. No conquistamos nosotros la santidad. Es Dios quien transforma nuestro corazón dándonos un abrazo de Padre. El hijo pródigo había derrochado su herencia, la parte de su herencia con malas mujeres; y el padre se había quedado a lo mejor empobrecido; no tenía más que dos hijos y uno había ido a gastárselo por ahí por el mundo y a ponerse en una situación en la que tampoco ningún judío en aquel momento recibiría a ese hijo en su casa, ninguno: pastor, que ya era un oficio proscrito, que equivalía a apostatar en la comunidad judía; por ladrón, porque como no había lindes en Palestina los pastores siempre eran sospechosos de meter las ovejas en campos que no les pertenecían, que no eran de sus amos o que no eran suyos… y eso no se podía perdonar. Los publicanos, lo mismo. Eran negociantes pero a su manera: ellos pagaban lo que correspondía al Imperio Romano y luego ellos ponían los precios, las tasas de los productos que entraban y salían de una ciudad. Y por lo tanto, quien se hacía publicano se hacía prácticamente ladrón y, además, no podía devolver. Y para los fariseos es esencial: primero hay que devolver y después Dios te perdona.

En la lógica cristiana es al revés: primero el Señor abraza y ese abrazo del Señor ablanda nuestro corazón de piedra, lo convierte en corazón de hombre, lo convierte en un corazón de carne, y hace posible que uno pueda amar a Dios. Si uno tiene que convertirse primero; convertirse en el sentido de decir tener la vida resuelta y en orden, primero sólo entonces Dios te perdona, resulta que la conclusión es que somos nosotros quienes arreglamos nuestras vidas, los que tenemos el poder de arreglarlas. Para qué Le necesitábamos entonces a Cristo. Basta nuestra libre decisión, nuestra libre voluntad. Mentira. Nadie puede atar al fuerte si no es más fuerte que él. Y hay uno solo que es más fuerte que Satán: el Señor, que es el primero entre los hijos de Adán que lo ha vencido, que lo ha derrotado, y que lo ha derrotado para Él y lo ha derrotado para nosotros; y nosotros en la medida en que nos acogemos a Él; en la medida en que Él nos vuelve a decir “mil veces has pecado, mil veces Yo te perdono, mil veces te acojo, mil veces abrazo esa vida que tú mismo desprecias”. Nos abre los ojos de la fe, que son los ojos capaces de reconocer el amor infinito de Dios.

Lo otro, el pecado de los fariseos esos que se creen que ven, esa es la blasfemia contra el Espíritu Santo. Ven los signos de Dios. Mientras que el hombre decía: no sé, no conozco nada de Jesús, no he leído nada, no he estudiado nada, no me han enseñado nada (era ciego de cuerpo y de alma), pero sé que estaba ciego y que veo. Los fariseos se creen que ven. Y tienen un signo delante de ellos, se cierran a esos signos de Dios. Eso es lo que el Señor llama la blasfemia contra el Espíritu Santo. Dice: no tiene perdón. No porque haya pecado que Dios no sea capaz de perdonar, sino porque el que no quiere el perdón, el que se cierra a la Misericordia del Señor, el que quiere presentarse como justo delante de Dios… Dios nos ha hecho libres y no puede nada contra nuestra libertad.

Mis queridos hermanos, vamos a dar gracias. También nosotros somos ciegos. Y somos ciegos y hemos estado ciegos muchas veces. Y hemos pensado muchas veces que Dios no podría querernos como somos. Y hemos pensado muchas veces decir: “Voy a hacer un esfuerzo y ahora con este esfuerzo mío un día me podré presentar delante de Dios y decir ‘Señor, mira qué guapo soy’, y entonces Dios me querrá”. Mentira. Eso es imaginarse a Dios como si fuera uno de nosotros, e imaginarse Su justicia y Su misericordia como si fuera la nuestra, con nuestras medidas, con nuestras pequeñísimas medidas, que no tienen comparación ninguna con el amor de Dios. Gracias, Señor, por la “injusticia” de tu perdón. Gracias, Señor, por esa Gracia tuya que viene de gratis, por ese abrazo y ese amor tuyo que nadie, nadie hemos merecido y que Tú nos das desbordantemente con tu amor infinito. Y no dejes que seamos engañados por esa posición de decir “Señor, yo voy a demostrarte de lo que soy capaz, yo voy a demostrarte de lo que soy capaz de quererte”. Necio. Me lo digo a mí mismo que lo he pensado así miles de veces. Miles de veces me han engañado. Algunos me han oído decir aquí que yo no he podido hacer nunca la oración aquella del fariseo y del publicano que el Señor pone en una parábola: “Doy gracias Señor porque cumplo con todo, porque hago hasta los detalles más pequeños, hasta pago el diezmo del comino y de la menta, y que no soy como ese miserable pecador que está ahí al lado”. No he hecho nunca esa oración porque nunca he podido hacerla. Pero me he pasado la vida queriendo hacerla y eso explica que mi corazón es como el del fariseo; que yo tengo esa medida pequeña, esa inteligencia ciega, esa visión ciega del amor de Dios; no he comprendido lo que es el amor de Dios; quiero presentarme a Él con una medida humana. Dios vomitó esa oración del fariseo, esa que yo quiero hacerle todas las noches. Y en cambio, aquel pobre pecador, que no dice que no lo fuera, y que no hacía más que decir “Señor, ten piedad de mí”, con la cabeza baja. “Ten piedad de mí, que soy un pobre pecador”. A aquél el Señor le abrazó, le sostuvo, le agradó su oración, porque aquél vivía en la verdad y veía, y el fariseo vivía en la mentira y no veía.

Señor, ábrenos los ojos, sólo para una cosa: para que comprendamos que tu amor es incondicional, y es sin límites; que tu amor no tiene nuestras medidas para que Te abramos Tu Gracia porque esa es nuestra única esperanza. Que nosotros abramos nuestro corazón a Tu Gracia.

Vamos a pedírselo, para todos nosotros, para nuestra Iglesia. Sólo esa medicina es capaz de cambiar la lógica y las categorías del mundo.

Vamos a proclamar la fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

26 de marzo 2017
S.I Catedral

Escuchar homilía