Fecha de publicación: 6 de marzo de 2019

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Santo Pueblo de Dios; muy queridos sacerdotes concelebrantes, que habéis venido a recoger para vuestras parroquias las reliquias de vuestros mártires, de nuestros mártires;

queridos familiares, hermanos y amigos todos:

Hay un pasaje de “La Imitación de Cristo”, de Kempis, que dice una cosa muy elemental, muy sencilla, muy verdadera: que la raíz de la mayoría de los males que vivimos en la vida provienen de que nosotros echamos las culpas de lo que nos sucede, o sobre todo de los males que nos suceden, a otros, en lugar de acusarnos a nosotros mismos. Y cuando uno lo piensa, dice “es verdad”. Nos es muy fácil ver los males de los demás, los defectos de los demás, y cuanto más cerca tenemos a esos demás, más fácil nos es. Si hemos convivido mucho tiempo, si llevamos mucho tiempo viviendo juntos o si nos conocemos muy bien, porque somos familia y hemos crecido juntos, no es facilísimo. Todos conocemos el “talón de Aquiles” de esas personas, que son vuestros maridos, vuestras mujeres, vuestros padres, vuestros hijos, la familia política, los compañeros de trabajo, los hermanos…

Es decir, es lo que nos dice el Evangelio de hoy: “No mires la mota que hay en el ojo de tu hermano, quítate tú la viga que tienes en el tuyo”, si cada uno en lugar de fijarnos en el mal de los demás, y a veces irritarnos, y enfadarnos, y echar las culpas a los defectos o a los límites, o a las torpezas, o a los pecados de los demás, que, sin duda, los hay, seguro, porque todos los seres humanos somos pecadores, mirásemos a los nuestros y nos preocupásemos de que una situación de dificultad o de conflicto, o de pequeña adversidad, es para mi siempre una ocasión para crecer en un amor más grande, para poder amar o querer al otro, o perdonar al otro con el mismo amor, la misma misericordia y el mismo perdón que yo recibo del Señor, que le pido al Señor que tenga conmigo…

El Señor lo usa en el Evangelio. Hay una lógica muy aplastante. Es decir, la parábola de los dos siervos, el que tenía una deuda muy grande con el señor y le pidió al señor que se la perdonara. Era un deuda que nadie en su tiempo podría pagar como no fuera el gobernador de Siria o el procurador de Judea, un senador romano, porque era una deuda inmensa. Y el señor se la perdonó. Y luego él tenía una deuda muy pequeñita con un siervo, compañero suyo, y le cogía del cuello y decía “no te soltaré, te llevaré a la cárcel hasta que no me pagues la deuda”. Y el señor llamó al primer siervo y le dijo ahora vas a pagar tú también.

Lo que nos pide el Señor lo decimos todas las veces en el Padrenuestro: perdónanos nuestras ofensas, nuestras deudas. La palabra deuda en el mundo del judaísmo del siglo I, en tiempos de Jesús, era una palabra habitual para decir pecados. Nuestros pecados son la deuda que tenemos con el Señor y esa deuda siempre es infinita. Y nosotros nos enzarzamos en deudas pequeñitas, que son todas de cien denarios, es decir, de nada. Esas son todas las deudas que tenemos unos con otros. Y sin embargo, a veces, efectivamente, hacemos que esas deudas se coinviertan en barreras insalvables, en muros de separación o de división en las familias, en los matrimonios, de muros de odio entre una rama y otra de una familia, o entre vecinos.

Hay una novela del novelista francés Albert Camus, que se llama “La caída”, cuando al final de su vida él ya había agotado todas las posibilidades de justificar su ateísmo y se había cerrado todas las puertas, ya no le quedaba más que abrirse a la fe y escribe esa novela sobre un juez responsable porque una noche estaba paseando por un muelle de Ámsterdam y en medio de la nieva oyó detrás de él los pasos de una mujer, y después cómo esa mujer se tiraba al agua; y él vio, no hizo nada, vio que no había nadie alrededor, hacía frio, pensó “si ha decidido tirarse, ¿qué tengo que hacer yo?”. Es el diario de ese hombre que vivió toda su vida con la conciencia de que por qué iba a ser el juez si él era culpable. Llega a decir en un momento “cuántas veces pasa que movemos un dedo y hacemos daño a alguien sin darnos cuenta”. La conclusión de esa novela es que no valen los justos, no vale luchar por un mundo donde se establezca la justicia, porque uno tiene que matar a inocentes para poder matar al culpable también (en una atentado terrorista, como sucede en otra de sus obras). Todos somos culpables. Si todos somos culpables, ¿cuál es nuestra esperanza?, ¿dónde está nuestra esperanza? ¿No podemos vivir con alegría, no podemos vivir con esperanza? Sí. Damos gracias a Dios por Alguien que ha vencido en su carne al pecado y a la muerte y abrazado nuestra humanidad, la humanidad entera, con todos sus crímenes, con todos los crímenes de la humanidad, los de las guerras… La ha abrazado con su amor infinito desde la Cruz.

Ésa es la única causa de alegría verdadera, la única causa de alegría pura. El Señor en Su muerte y en Su Resurrección -fundamentalmente en la Resurrección, que ilumina también el significado de Su muerte- ha abierto un horizonte nuevo para la humanidad. No nos ha transformado con una barita mágica, en un mundo de plástico en el que han desaparecido nuestras miserias y nuestros defectos. Ha abrazado esas miserias y esos defectos con la profundidad infinita de Su Amor, para rescatarnos del poder del pecado y de la muerte. Nos ha abierto el horizonte de la vida eterna. Damos gracias al Señor por Jesucristo. Claro que sí. Es justo darTe gracias, Señor.

Y podemos vivir contentos a pesar de nuestras pequeñez, trabajando para que ni nuestra lengua, ni nuestras acciones expresen la maldad que hay en nuestro corazón, sino que Tu Amor es capaz de cambiar ese corazón y de hacernos un corazón bueno. Pero, como estamos tan habituados al mal, de una manera o de otra, aun con el corazón bueno a veces no nos termina de salir el perdón. El perdón es una de las formas más exquisitas del amor. No nos termina de salir el no tener proyectos sobre los demás. Dejar a los demás ser lo que son es, probablemente, la forma más exquisita, más parecida al amor de Dios. Cambia nuestro corazón y, poquito a poco, con la ayuda de Dios, el Señor puede hacer también cambiar nuestros hábitos. Pero, en todo caso, lo importante es que sepamos que nuestra salvación no está en que nosotros consigamos ser buenos, en que nosotros consigamos vencer al mal en nosotros.

Nuestra esperanza, nuestra fuerza, la roca sobre la que construimos nuestras vidas y nuestra certeza de la vida eterna es el don de la muerte, la Vida de Jesucristo, la Resurrección de Jesucristo y el don de Su Espíritu Santo. Esa es nuestra esperanza. Ese es el árbol de la vida, haciendo alusión al relato del Génesis, que estaba en el centro del Paraíso. Cristo es el árbol de la vida. Y estamos celebrando la celebración de unos mártires, seres humanos igual que nosotros, sin duda, todos ellos con algún defecto, con cualidades y con límites porque eran seres humanos, pero sabían que haber conocido a Jesucristo vale más que la vida; que haber conocido a Jesucristo y que tener a Jesucristo es el don más precioso, porque, teniendo a Jesucristo, la vida no se pierde jamás, y si nos falta Jesucristo, aunque estemos vivos, aunque consigamos muchos triunfos en este mundo, aunque nos vayan bien las cosas y las circunstancias exteriores, aunque nos vayan bien “las cosas en la vida”, nos falta la vida verdadera. Y al final, nuestra boca, nuestras acciones, nuestros juicios nos condenan a nosotros mismos. Porque no es Dios quien condena a nadie. Dios no condena. Dios sólo sabe amar, sólo sabe salvar. Somos nosotros los que nos condenamos a nosotros mismos cuando nos perdemos o cuando dejamos perder ese regalo precioso que es la vida que Dios nos da.

He puesto la comparación del árbol de la vida. Y digo que Cristo es el árbol de la vida. Y el primer fruto es la humanidad de Cristo que cuelga del árbol de la cruz como el fruto del Paraíso colgaba del árbol de la vida. Y otros frutos son nuestros hermanos mártires. Frutos de la Resurrección de Cristo. Frutos del don que Dios ha hecho a los hombres en Cristo. Y veneramos su restos. Un autor antiguo decía –lo ponía en boca de Satán, del Demonio- decía: “Resulta que mientras estaba vivo Jesús, me daba miedo su cuerpo y su vida, y sus acciones. Conseguí que lo mataran para ver si me libraba de Él y me da más miedo muerto que vivo, porque ha resucitado y ha roto las puertas del Seól”. “Los infiernos se queda vacíos”, decía Satán, en la poesía de este hombre, de este santo Doctor de la Iglesia. Y dice: “Pero ya no es sólo su muerte y su Resurrección las que me aterran. Hasta los huesos de sus discípulos me hacen temblar”.

Esos huesos de los que tenemos unos trocitos sobre esa mesa son huesos del Cuerpo de Cristo como lo somos nosotros. Nosotros somos miembros del Cuerpo de Cristo, pero nosotros veneramos esos frutos como frutos preciosos de la vida de la Iglesia, el árbol bueno que da buenos frutos, el árbol de la vida que da frutos de vida, frutos de vida eterna. Y los restos, los restos humanos de esos mártires son para nosotros una fuente de esperanza, de fortaleza, de confianza; de confianza en el Señor y en el poder de su Resurrección, para transformar nuestro corazón, para abrirnos al horizonte de la vida eterna. Que vivamos siempre en ese horizonte. Sólo en ese horizonte somos capaces de querernos bien. Sólo en ese horizonte somos capaces de perdonar cuando hace falta, de volver a empezar cuando hace falta (y hace falta muchas veces a lo largo de la vida) y de abrazar bien, de querer bien, de querer a todos, de querer sin límites, de querer como Dios nos quiere a nosotros. Pero sólo queriendo como Dios nos quiere a nosotros este mundo es humano. Todas las demás cosas son o mentira o tan frágiles, tan frágiles, y tan ilusorias que son ídolos, no resisten el peso de nuestra esperanza, la necesidad de amor sólido que tenemos. Sólo el Amor infinito de Dios es capaz de sostener nuestros corazones en el amor y en la esperanza.

Que así sea para todos vosotros. Que así sea para esta Iglesia, que ha sido bendecida con las vidas y las muertes de estos beatos. Recuerdo simplemente una anécdota de una mujer. Una mujer de las que un grupo yihadista había asesinado a su marido en una de las playas de Libia hace unos pocos años, y en el vídeo que los mismos yihadistas habían tomado de esas muertes se le oía al hombre al caer decir Jesús. Era un cristiano egipcio copto. Y en una programa de televisión egipcia, le preguntaban a su mujer: “¿Y usted qué siente con respecto a su marido?”. Y dijo: “Yo soy una pobre campesina, una pobre tra”bajadora, nunca pensé que tendría el honor de ser la mujer de un mártir”. Y le decía: ¿Usted no tiene odio por los que han matado a su marido?”. Decía: “¿Cómo voy a tener odio? Les estoy profundamente agradecida porque también mi marido no era más que un trabajador y ahora es un mártir de la Iglesia. Ellos han hecho de mi marido un mártir de la Iglesia y de mí, la esposa de un mártir. ¿Cómo voy a tenerles odio?”.

 Que el Señor nos conceda participar un poquito de los sentimientos de Dios, que se expresan por la boca de esta mujer sencilla, que, sin embargo, tenía en su corazón el alma de la fe cristiana.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

3 de marzo de 2019

S.I Catedral de Granada

 

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