Fecha de publicación: 18 de mayo de 2014

Queridísima Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, Esposa de Jesucristo, muy queridos concelebrantes, queridos todos:

Voy a hacer, o tratar de hacer, como el Papa: tres palabras, explicar tres palabras que tienen que ver con el contenido de la liturgia de hoy, de las palabras santas que acabamos de escuchar, llenas de luz y de oxígeno para nuestra vida.

La primera de esas palabras es la amistad. No ha salido en las lecturas, pero la Primera lectura de los Hechos de los apóstoles nos pone delante el crecimiento de la Iglesia en los primeros momentos, y más allá de los conflictos que se daban evidentemente, y que se dieron desde el primer momento: estaban los cristianos de lengua hebrea. El pueblo de Israel o la provincia de Palestina eran un territorio bilingüe, donde se hablaba el hebrero y se hablaba el arameo: el hebreo más en las clases altas judías probablemente, y en el culto y en el estudio de la Sinagoga; el arameo más como lengua ordinaria de los habitantes del país y el griego porque se había convertido, un poco como el inglés hoy, en vehículo de relaciones más internacionales. Y Jerusalén estaba siempre llena de peregrinos. Y los Hechos de los Apóstoles nos describen ahí un primer punto que pudo haber sido conflictivo y cómo la Iglesia lo resolvió. Y lo resolvió nombrando a unas personas que podían ser compañeros de los apóstoles en su misión, partícipes de algún modo en su misión.

El Papa Benedicto XVI, antes de ser Papa, que escribió un artículo sobre este pasaje, decía precisamente que probablemente los siete diáconos o servidores que fueron elegidos ahí, podrían ser la primera representación de lo que en la historia de la Iglesia vendrían después a ser los sucesores de los apóstoles, los obispos. Es decir, cómo los apóstoles se hicieron partícipes de su misión, la misión que ellos habían recibido del Señor, a otras personas.

Pero lo que yo quiero subrayar es que la clave de la vida de la Iglesia podría describirse con la palabra amistad. Me diréis: pero esto es una palabra profana. Pero la amistad, en primer lugar, la usó Jesús en la Última Cena, cuando dijo “ya no os llamo siervos, os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer, de todo lo que hay en mí, todo lo que es mi vida, todo lo que es mi conocimiento, os lo he entregado y os he hecho partícipe de él, y sin reservarme nada”: no se ha reservado ni siquiera su propia vida por nosotros.

Y todo eso está contenido en la institución de la Eucaristía y en el lavatorio de los pies. Por lo tanto, la amistad, podríamos decir, es el nombre humano de la comunión. La vida de la Iglesia es comunión, como la vida divina, del Dios trino, es comunión, es la comunión del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, porque Dios es amor. El amor es siempre donación, y esa donación en la que -repito, tanto más donaciones cuanto menos reservas haya- la misma lógica de la donación exige el que las reservas desaparezcan, el que no haya una parte que uno da o una cosa que uno da, sino que uno se de realmente a sí mismo. Eso es la vida divina, eso es la vocación humana, y el nombre de esa vocación es amor, y si queréis de otra manera: amistad.

Uno podría describir la historia de la vida de la Iglesia, la historia de la Iglesia, en realidad, como la historia de una amistad, que empezó una tarde, aquella tarde que Juan el Bautista estaba con sus discípulos y pasó Jesús, y Juan el Bautista dijo “este es el Cordero de Dios”, y Juan y Andrés salen detrás de Jesús, a ver quién era aquél a quien Juan el Bautista respetaba tanto y veneraba tanto, y Jesús les dice: “¿A quién buscáis?”. Y le dicen: “Señor, ¿dónde vives?”. “Venid y lo veréis”, y estuvieron toda la tarde con Él.

Y al día siguiente, aquellos dos hombres, tocados por la mirada y el contenido de aquella conversación con Jesús, iban anunciando a sus familias: Hemos encontrado al Mesías, hemos encontrado al Salvador. Fueron sus amigos, los doce fueron sus amigos.

De Lázaro, Marta y María dice el Evangelio que eran amigos de Jesús. Por la muerte de Lázaro, Jesús llora porque era su amigo. Es decir, el Señor no ha tenido nunca dificultad en llamarnos amigos, y la vida de la Iglesia la podríamos describir justamente como una vida de amigos, una amistad que crece, que no ha cesado de crecer en veinte siglos, que cada vez hace posible que salten las fronteras.

Algunos de vosotros sabéis que yo esta semana he estado muy lejos, en la otra punta del mundo, en Australia. Era una experiencia sobrecogedora ir a aquella otra punta del mundo y, por ejemplo, haber celebrado en una parroquia hispana, y de repente encontrarte con que hay un grupo de españoles, vestidos de rocieros, y que sencillamente cantan al mismo Señor, se alimentan del mismo cuerpo de Cristo. Pero luego, otro día, era una parroquia donde había por lo menos 60 ó 70 nacionales, desde keniatas, ugandeses, malasios, indonesios, chinos, japoneses, hispanos también… y todos cantábamos al unísono, al mismo Señor, todos vivíamos la misma vida de Cristo. Y uno llega a un país lejanísimo y te sientes en casa porque la Iglesia es Una, y porque el pueblo santo de Dios es el mismo, participa de la misma vida, de un grupo de amigos, que no ha cesado de crecer y que no cesará de crecer mientras exista el mundo hasta los confines de la tierra. Pues es una manera preciosa de entender la Iglesia, mucho más bonita de como nos la imaginamos o como la concebimos muchas veces entre nosotros. (…)

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

V Domingo de Pascua, 18 de mayo de 2014
S.I Catedral

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