Fecha de publicación: 21 de marzo de 2017

Queridísima Iglesia del Señor;
Pueblo santo de Dios;
Esposa amada de Jesucristo;
queridos sacerdotes concelebrantes, quienes hoy recibís -Alejandro y David- el ministerio de lectores y de acólitos, y quienes -Rubén, Juande y Alejandro- sois aceptados como candidatos para el Sacramento del Orden:

Es una fiesta grande. Siempre. Cualquier paso que vosotros dais hacia esa paternidad propia del sacerdote, del presbítero, del que ha de ser guía, padre y compañero en las pruebas de la comunidad cristiana, es un gozo para toda la Iglesia, es un acontecimiento que afecta a toda la Iglesia, no sólo a quienes estamos aquí, a vuestras familias, sino a la Iglesia entera y al universo entero.

Lo cierto es que cada “sí”, hasta el “sí” más pequeño que nosotros podemos darLe al Señor, cualquiera de nosotros, hijos de Dios, familia de Dios, miembros del cuerpo de Cristo, el “sí” más pequeño que le damos al Señor en lo más secreto de nuestro corazón y que sólo Dios conoce repercute en el mundo entero. Como el “Sí” de la Virgen. Hace presente a Cristo, hace crecer la Iglesia. La Iglesia no crece por las obras exteriores que hacemos quienes tenemos la misión de hacerlas o quienes las hacen, sino que crece justamente por ese “sí” que damos al Señor por el cual Él se encarna de nuevo y Él se hace presente en nuestro mundo y hace brillar la luz sobre lo que significa ser hombre y ser mujer, lo que significa nuestra común humanidad, lo que significa nuestra preciosa vocación a participar en la vida divina.

Pero vuestro “sí” tiene un carácter especial, porque la Iglesia percibe el vínculo que hay entre el Orden Sacerdotal y la Presencia viva de Cristo. Y esa Presencia viva de Cristo en vuestras vidas, vuestras personas (cada uno con sus características y sus formas de ser, su temperamento y su riqueza personal y su historia personal, es siempre obra de la gracia de Cristo en cada uno de vosotros) hace presente a Cristo. Y la Iglesia percibe que esa presencia es necesaria, es algo que los cristianos necesitamos para respirar, y que los no cristianos necesitan poder ver encarnadas en unas vidas que podrían haber escogido cualquier otro camino pero que, sencillamente, han preferido, o más bien, el Señor os ha preferido a vosotros y os ha llamado para que seáis esa presencia suya en medio de la Iglesia y en medio del mundo.

No es difícil -en las lecturas preciosas de este tercer domingo de Cuaresma del año en el que estamos, son de una riqueza extraordinaria- ver en la queja del pueblo de Israel una pregunta que los hombres de hoy se hacen, que se hacen también los cristianos: ¿Está el Señor en medio de nosotros? Es muy fácil cantar villancicos en Navidad con el Emmanuel, pero luego cuando llega las horas de la prueba, la prueba de la salud, la prueba de la edad, la prueba de esos desajustes que hay constantemente en la vida de un matrimonio, o de las dificultades de educar a unos hijos en el contexto cultural en el que estamos, las mismas dificultades de la vida económica y social y de una cultura que deja sin respuesta las grandes preguntas del hombre, y es razonable preguntarse si uno forma parte del pueblo de Dios y va caminando por este desierto, que muchas veces la vida humana dice: pero, ¿será verdad que Dios está con nosotros?, ¿es verdad que Dios nos acompaña?, ¿es verdad que no está lejos?, que no tenemos que ir a buscarle al fin del mundo o a algún lugar extraño y difícil, sino que realmente está conmigo en las dificultades de la vida, ¿será verdad eso de que un cristiano nunca está solo?; y tampoco es difícil encontrarse en el mundo y en el seno de la Iglesia figuras en las que uno puede ver muy fácilmente representada la mujer de Samaria. Una mujer, que se había cansado de buscar, iba por agua. Su corazón probablemente muy herido (yo me imagino que una mujer que ha pasado por cinco matrimonios, su vida en el mundo judío, y los samaritanos eran sólo medio judíos medio paganos, no eran tenidos por tales, eso no era especialmente difícil, puesto que existía la ley del repudio, y puede ser que hubiera sido no una mujer casquivana, sino que hubiera sido repudiada por cinco hombres, supone una humillación muy grande en el corazón y que estuviera harta). Iba por agua. No iba buscando nada especial: agua, pues, como en todos los pueblos del mundo hasta aquí que ha habido agua corriente, se iba a la fuente a recoger agua para tener agua en la casa. Y se encontró con la fuente del agua viva, con el Emmanuel, Dios con nosotros, que era, si pensáis, la pregunta de los israelitas: ¿Estará Dios en medio de nosotros? Y Moisés por orden de Dios golpea una roca. San Pablo después dirá que aquella roca de la que brotó agua, que aquella roca era ya Cristo quien acompañaba a los hombres. Mi amigo san Efrén dice en un lugar: “Señor, Tú has querido llegar a todas partes, extenderte a todas partes, aunque ya estabas en todas antes de llegar”. Es decir, que hasta el hombre más alejado de Dios lleva dentro de su corazón una presencia oculta, silenciosa del Señor, porque el Señor no abandona a nadie; Él sólo hace explícito que, efectivamente, estamos acompañados en la vida; que Dios es Padre; que tenemos un Padre siempre, que nos sostiene, que nos cuida, que nos apoya, que no nos abandona jamás y que tenemos el Espíritu de Cristo que nos permite vivir en la libertad de los hijos de Dios.

Es eso lo que aporta el conocimiento de Cristo. Es esa el agua de la que cuando uno bebe, en cierto sentido, no vuelve a tener sed. Digo “en cierto sentido” porque cuando uno ha probado el amor de Dios en Cristo lo que tiene es muchísima sed de más de ese amor, muchísimo deseo de que el Señor nos comunique más de su vida divina, de que esa vida divina sea más carne de mi carne, que llegue a todos los entresijos de mi corazón, que invada y configure y dé forma a mi imaginación, a mi mirada, a mis deseos, a todo en mi vida; que todo en mi vida pueda ser asumido por Cristo. Ése es el deseo de un sacerdote. Ése es el deseo que yo pido al Señor que os conceda, que habéis bebido del agua. En el fondo no se puede comunicar la experiencia de Cristo a los hombres a menos que uno haya tenido esa experiencia de que Cristo cambia la vida; de que Cristo no recorta nuestra humanidad en ningún aspecto, sino que la potencia y la hace florecer en todas las dimensiones, en una riqueza y humanidad que la vida entera es demasiado corta para darLe gracias al Señor por ello.

Yo llevo (no sé si son cuarenta y pico años de sacerdote, nunca me acuerdo porque me importa tanto el presente que no me da tiempo a contar el pasado) cuarenta y pico, desde el año 72, y quiero deciros hoy, y lo digo públicamente, y lo digo con gusto y satisfacción: soy hoy mucho más feliz que el día que me ordené. El Señor ha colmado desbordantemente mi corazón, y la Iglesia, su cuerpo, me ha concedido el Señor el amarla con toda mi alma, con todo mi ser, con toda mi pobreza también (no queda nada fuera, ni siquiera los límites, no queda nada fuera). No puedo mas que darLe gracias. Y mi sensación es cada vez más real de que la vida es demasiado corta para agradecerte Señor el don de poder ser presencia tuya, de poder cuidar de este pueblo, entregar la vida por este pueblo por el que Tú has derramado tu sangre y en el que Tú estás y vives. Como quisieras vivir en toda la humanidad y llegar a todos los hombres, llegar a todas las mujeres, llegar a todas las personas y poder comunicarles esa alegría del Evangelio de la que habla el Papa Francisco y que san Juan Pablo II resumía en esa frase “la Iglesia existe para decirle a cada hombre y a cada mujer ‘Dios te ama, Cristo ha venido por ti’”. Ése es el mensaje de la Iglesia. Eso es lo único realmente importante que podemos decir. Y sólo lo podemos decir, no como discurso, sino como experiencia, como comunicación de una experiencia que uno ha vivido. Yo sé que Dios es amor. Y yo sé que el amor de Dios ilumina toda forma de amor posible en este mundo. Todo lo que hay de bello en cualquier amor humano es sólo una participación del amor infinito que nosotros hemos podido comer y beber en la Palabra de Dios en la Eucaristía.

En vuestros ministerios justamente se indica un camino de ahondar en esta experiencia. Esas dos pautas: la Palabra de Dios, alimentaros de la Palabra de Dios, por encima de cualquier otra cosa, que pueda ser más privada o particular. La Palabra de Dios es el alimento sólido, es el agua que brota del Señor y que cuando la cogemos como palabra dirigida a mi, dirigida a cada uno de nosotros, cambia la vida. Y luego, la Eucaristía. ¿Qué aprendemos en la Eucaristía? Incluso, acercándose al altar como acólitos, ¿qué aprendemos en la Eucaristía?: “Tomad, comed, éste es mi cuerpo”. Ahí se resume toda la vida sacerdotal, porque se resume toda la vida de Cristo. La vida de Cristo es un amor sin límites a los hombres hasta el don. “No hay mayor amor que el dar la vida por aquellos a los que uno quiere”. Eso es lo que hace el Señor por nosotros. Eso es lo que somos nosotros llamados a hacer, de la manera que Dios disponga, como Él quiera, por esta humanidad a la que Dios ama con un amor infinito en nuestra increíble pequeñez, tan increíble que nos resulta increíble que Dios pueda querernos cuando a nosotros mismos nos resulta tan difícil queremos unos a otros. Y sin embargo, ésa es la novedad, ése es el cambio, ésa es la vida que el Señor ha sembrado en nuestra carne, en nuestra historia, y que no terminará jamás mientras el mundo sea mundo.

Vuestras vidas, el paso que hoy dais es un testimonio de eso: de que Cristo vive, de que el amor de Cristo sigue deseando comunicarse a los hombres como el Señor se comunicó a la mujer samaritana, de la que dice san Agustín en el oficio de lecturas de hoy, es el símbolo de la Iglesia de los paganos, de la Iglesia de los gentiles, de nosotros que hemos accedido a la fe a través de ese río de vida que brota, siglo tras siglo, por el mundo entero, hasta el fin del mundo, que brota del amor infinito de Cristo.

Estamos a punto de celebrar los misterios de la Semana Santa y del triduo pascual. Vamos a darLe gracias juntos al Señor y Le pedimos por vosotros, que ese Amor os colme; que ese Amor sea lo más visible para cualquiera, de cerca o de lejos, bueno o malo, persona de fe o persona totalmente alejada, o incluso alguien que odia o que tiene resentimiento contra la fe, que lo primero que pueda encontrar en vosotros sea un reflejo del amor sin límites de Cristo. Si vosotros seréis un modelo para la vida de la Iglesia, puesto que sois lo que tenemos que mostrar a este mundo, que se muere de sed, de sed de amor verdadero, de sed de Dios.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

19 de marzo de 2017
S.I Catedral

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