Fecha de publicación: 28 de marzo de 2015

Cualquier palabra que venga después de la lectura o de la escucha de la Pasión está muy lejos de poder expresar lo que significa el hecho que recordamos. Muy brevemente, y para ayudaros a vivir este momento, y para prepararnos para vivir los días que se nos avecinan, especialmente el Triduo Pascual, yo quiero recordar sólo la frase última de Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

Quién de nosotros, quién de los hombres no ha dicho alguna vez, o no ha pensado en su corazón algo parecido, en la profundidad de una soledad grande, o después de un drama familiar, o al perder un ser querido y encontrarse con una tarea en la vida (pienso a veces, madres que se encuentran teniendo que hacer frente a niños pequeños porque el marido ha muerto, porque el marido la ha abandonado; jóvenes que se preguntan por el sentido de la vida y que han vivido una vida, ya desde pequeños, de violencia, de intereses, de abusos tal vez). Dios mío, quién en la vida no ha experimentado ese grito profundo desde el fondo de su corazón, tenga las palabras de Jesús o tenga cualquier otro tipo de expresión. Pero decir ‘qué hago yo aquí’, ‘qué significa la vida’, ‘qué significa vivir’, ‘por qué merece la pena seguir viviendo’, y dónde está un amor que haga afrontables, abordables las fatigas, o las heridas, o el dolor, o el cansancio, o la desesperanza que lleva consigo muchas veces el vivir. Lo que acabamos de oír es justamente la respuesta. Dejadme que insista mucho en eso, la Pasión del Señor no es un acontecimiento que pasó hace muchos años y que qué tiene que ver con mi vida. Tiene que ver con mi vida, todo. Si no, no sería mas que una historia más de un hombre maltratado por sus hermanos, de un hombre condenado a muerte inocentemente. El único inocente de toda la Historia y ha vivido una muerte espantosa, abandonado de todos. ¿Para qué? Para que no hubiera ninguno de nosotros que pudiera decir ‘Dios no sabe por lo que yo estoy pasando, Dios no sabe el sufrimiento, o la fatiga, que supone esta enfermedad inacabable’, o esta situación, o estas circunstancias que no tienen ningún sentido, que parecen absurdas.

Cuando se ha hecho hombre no ha sido disfrazarse de hombre para representar una obra de teatro delante de nosotros. Cuando se ha hecho hombre, ha querido abrazarse a nuestra humanidad, a nuestra condición humana. Ha querido beber hasta el fondo el cáliz de esa condición humana y experimentar hasta la más dura y negra de las soledades: la soledad del sepulcro. Y sin embargo, la Pasión de Cristo la recordamos precisamente porque no es la última palabra en la Historia. La última palabra es la victoria del Señor sobre la muerte, la mañana de Pascua. La Historia empieza, la Creación empieza de nuevo en esa mañana de Pascua. Una luz nueva se abre, que tiene la frescura y la luz del amanecer del primer día de la Creación. Todo es nuevo porque el Señor se ha entregado hasta la muerte para que yo pueda ver la luz de la vida. Él se ha entregado a nuestra muerte para que yo pueda participar de su vida inmortal y eterna. Él se ha entregado a los ultrajes, a las vejaciones, a la humillación, a la soledad, a la traición, a la mentira; se ha enfrentado a todo para que yo pueda vivir con alegría mi vida, para que yo pueda jamás sentirme solo en mi humanidad; que pueda una y otra vez volver: “Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero”, como decía San Pedro, después de haberlo negado. Y el Señor viene sin avergonzarse de venir. ¡Claro!

Dios mío, el episodio de Getsemaní, el sudor de sangre en el Huerto de los Olivos, el dolor de ver a sus amigos más cercanos durmiéndose cuando Él está afrontando la realidad de la muerte, y no sólo de una muerte humana, sino del peso de todos los pecados de la Historia. Cuando Él lo está viendo y viendo el precio de esos pecados, tiembla y se angustia. Y le suplica a Dios que le libre de aquello. Y sin embargo, como dice la Carta a los Hebreos, aprendió, siendo Hijo, aprendió sufriendo a obedecer. A seguir el designio de Dios, y siguiendo el designio de Dios nos ha abierto para nosotros el camino del Cielo.

Mis queridos hermanos, vamos a adorar en silencio, en estos días. A adorar en silencio ese amor del que decía el mismo Jesús: “El Señor me ayuda -lo dice el profeta Isaías en el canto del siervo, que preanuncia la Pasión del Señor-, por eso, no sentía los ultrajes. Por eso, endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado”. Y no quedaste defraudado. Y no quedamos defraudados nosotros cuando nos acogemos a la vida que ha brotado de tu costado abierto, Señor; a la vida que ha brotado de tu Pasión y de tu Resurrección; a la luz que ilumina todo en nuestras vidas y nos abre a la esperanza de la vida eterna.

Abrid vuestros corazones, mis queridos hermanos. Que de verdad que esto no es una cosa ni sentimental, ni tierna como cuando celebramos la Navidad. No. Estamos celebrando que en este mundo nuestro -que cuando abrimos un telediario, Dios mío, se nos pone el vello de punta o se nos abren las carnes porque no sabemos lo que nos vamos a encontrar-, en este mundo que tiene tantos motivos para el cinismo, para el escepticismo, para la desesperanza, ha brillado la luz de tu amor, y la esperanza es posible. Y la alegría es posible. Y la comunión y el amor son posibles. No sólo son posibles: la victoria del amor, de la esperanza, de la misericordia y de la vida están garantizados gracias a tu Pasión, a tu muerte y a tu Resurrección. Cómo no vamos a recordarlo. No sólo año tras año. En cada Eucaristía recordamos este misterio, entero. Y en cada Eucaristía Tú nos das tu Vida, para que podamos vivir sostenidos por ella y podamos decir también nosotros -que también pasaremos momentos de soledad, y de angustia y de miedo- con la misma verdad que Tú: “El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes”. La muerte, el mal, el pecado, la miseria humana, por muy poderosas que sean, están derrotados, no son la última palabra ni en nuestra vida, ni en la Historia humana. La última palabra, Señor, es tu amor. Un amor que lo llena todo, lo traspasa todo y lo transfigura todo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

29 de marzo de 2015
S.I Catedral