Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
querido concelebrante;
queridos hermanos y amigos:

Nos adentramos en esta primera liturgia del primer Domingo de Cuaresma y quiero subrayar lo de la palabra “nos adentramos”. Para todos vosotros es algo conocido que la Eucaristía no es algo que se oye, aunque hayamos usado durante siglos probablemente la expresión “ir a oír Misa”, y a lo mejor hoy en día a veces la usamos. La Misa no se oye. La Misa es una realidad en la que uno se introduce, a la que uno se aproxima. Es algo que sucede, que acontece y, sobre todo, acontece que viene a nosotros el Rey del Cielo. Que viene a nosotros de tal manera que se unen el Cielo y la tierra. Por eso, cantamos el “Santo” que los querubines, que significan aquellos ángeles que están en la presencia del trono de Dios, cantan constantemente. Se unen el Cielo y la tierra, no como fruto de nuestro esfuerzo ni de nuestros méritos, sino porque el Hijo de Dios viene a nosotros. Viene a nosotros. Viene para comunicarnos a nosotros Su vida divina. La vida que Él entregó el día de Viernes Santo y que permanece con nosotros a través de la vida de la Iglesia y en los Sacramentos de la Iglesia, y en Su Palabra, y en la Comunión de los fieles, y permanece con nosotros hasta el fin del mundo. Entonces, la Eucaristía es algo que acontece, pero que no acontece al margen de nosotros, sino en lo que nos introducimos hasta tal punto que somos nosotros, es la Iglesia, la que renueva su realidad verdadera, que es esa realidad divino-humana, sacramental, habitada por el Espíritu Santo, llena de Cristo. Y Cristo ocupa, por así decir, nuestra vida.

La realidad en que la liturgia nos introduce es la realidad verdadera. Yo sé que podemos concebir la realidad hoy de muchas maneras y hay algunas maneras especialmente insistentes, que reclaman nuestra atención de muchas formas. La publicidad reclama nuestra atención para que compremos cosas y los medios reclaman nuestra atención a que estemos atentos a cierto tipo de noticias, o cierto tipo de informaciones, las que ellos quieren que ocupen sobre todo el escaparate o el frontal de nuestra psicología. Y luego, la realidad misma. Llevamos ya más de un año de pandemia y todos somos conscientes del desgaste, de las heridas, heridas a veces muy cercanas, muy potentes, que la pandemia va dejando a nuestro alrededor, y también en nuestro corazón, en el de todos, independientemente de que hayamos sido o no tocados de manera directa por el virus o por las consecuencias del virus; vivimos como con un fardo que tira de nosotros para abajo, que quisiera hacernos empequeñecer nuestra alegría y empequeñecer nuestra esperanza.

La realidad que la liturgia nos presenta trata de arrancarnos de este mundo que tira de nosotros para abajo. Trata de presentarnos que hay una realidad más verdadera. Esa realidad más verdadera es la realidad inaugurada por Cristo. Curiosamente, la Cuaresma empieza todos los años con el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto. Tanto San Mateo como San Lucas, narran de una manera que sólo Jesús les pudo haber contado, por el carácter sintético y por la belleza y la profundidad con que están descritas las tentaciones en San Mateo y San Lucas. San Marcos, en cambio, que es el Evangelio que leemos este año, dice simplemente que fue llevado para ser tentado en el desierto; pero dice una cosa que no dicen los otros dos evangelistas y que es muy curiosa y muy bella: “Y los ángeles Le servían”. Ese detalle que parece insignificante, para nosotros lo es porque no estamos en el trasfondo de la cultura en la que fueron escritos los Evangelios, no estamos en el trasfondo de la cultura judía de la que provienen los Evangelios. Describe que aquel desierto, por la Presencia de Cristo en aquel desierto, había sido transformado en el Jardín del Edén. Hay una Tradición judía y muchas tradiciones judías, rabínicas muy asentadas -unas más o menos antigua, pero de los primeros siglos del cristianismo, que fue cuando se compilaron las tradiciones rabínicas hasta formar la Mishná y el Talmud-, de que a Adán y Eva en el Paraíso le servían los ángeles. Pone de manifiesto una Tradición que es de toda la Escritura de que la dignidad del hombre, de alguna manera, es superior a los ángeles, puesto que los ángeles están puestos para el servicio del destino del hombre. Hasta la misma Carta a los Hebreos dirá: “El Hijo de Dios no vino a rescatar a los ángeles, vino a rescatar a los hombres”. Que San Marcos haga esa alusión de que Jesús, en el desierto, fue servido por los ángeles, significa algo muy grande, que es lo que yo quisiera que pudiéramos no sólo comprender, y menos comprender sólo con nuestra cabeza, sino de alguna manera vivir. Y yo creo que nos lo propone la liturgia siempre, pero en este día de hoy de una manera especial: con Jesús ha empezado una historia nueva. La historia que se quebró con el pecado de Adán y de Eva en el Paraíso. Desde el comienzo de la historia humana, la historia quebrada del designio bueno de Dios por el pecado, se ha reestablecido en Cristo. Y donde Cristo está, el desierto se convierte en el Jardín del Edén, en el Jardín de las Delicias.

Curiosamente, la oración del primer Domingo de Cuaresma, y yo creo que la tarea de la Cuaresma, lo que se nos propone es mirar a Cristo. Convertirnos a Cristo es volver nuestra mirada a Cristo y no penséis que se trata -el prefacio lo va a decir, pero hay que entenderlo bien- de decir “vamos a luchar contra las tentaciones y contra el demonio como Cristo luchó”. ¡Pues sí, claro, si tenemos el Espíritu de Dios! Si acogemos el Espíritu que nos da, se puede luchar y derrotar también a Satán. Nosotros, con nuestras fuerzas, no. Satán es más fuerte que nosotros. Lo que no es, es más fuerte que Cristo. Lo que Kempis llamaba “La imitación de Cristo” es la imitación de la humanidad de Cristo, y es una tarea noble, que siempre podemos tener delante, pero conscientes de que la humanidad de Cristo es la humanidad del Hijo de Dios, semejante a todos nosotros menos en el pecado y que nosotros somos pobres criaturas, heridas por el pecado. Destinadas a la vida eterna, pero heridas por el pecado. Entonces, imitar a Cristo es, sobre todo, tener a Cristo como referencia, pedirLe una y otra vez que nos envíe su Espíritu. Señor, danos tu Espíritu para que seamos capaces de vivir como hijos de Dios. Y viviendo como hijos de Dios, podremos derrotar a Satán. Si no, a base de propósitos, a base de esfuerzos, nosotros no derrotamos nunca a Satán y la vida sigue siendo un desierto en el que, además, nos vamos frustrando poco a poco y, al final, con el paso de los años, la gente se vuelve cínica: “He hecho tantas veces ese propósito, que no merece la pena seguir luchando”.

Señor, Tú eres capaz del milagro. Tú haces el milagro que transforma nuestro desierto en el Jardín del Edén. Tú vienes a nosotros y no te avergüenzas de nosotros, y en nuestra pobreza, teniéndoTe a Ti a nuestro lado, estando Tú a nuestro lado, estando Tú con nosotros, no tememos. No tememos al mal. No tememos a la muerte. No tememos nada que pueda suceder, ni a nosotros ni a nuestra sociedad, en ningún sentido, porque Tú ya has vencido al maligno. En otro lugar del Evangelio, Jesús dice: “Yo he visto a Satán caer del Cielo como un rayo”; y en otro lugar, eso ya la víspera de su Pasión, Jesús también dirá: “Padre, Yo Te doy gracias, porque no se ha perdido ninguno de los que me diste”. Y un poquito antes ha dicho: “Tú has puesto en mi mano todas las cosas”.

Dios mío, al empezar el camino hacia la Pascua, al desear prepararnos para vivir como hijos de Dios, renovados por Bautismo, renovados por el poder salvador de la Sangre de Cristo y por la entrega de Su vida, para que nosotros participemos de ella con alegría, con júbilo, con animosidad, como la Virgen después de haber recibido la Buena Noticia del Evangelio, se pone en camino para ir a visitar a su prima Isabel, con esa misma disposición alegre, nos preparamos en este camino hacia la Pascua, para que el Señor realice maravillas en nosotros. ¿La maravilla de qué? Pues, la maravilla de la fe, la maravilla de nuestra esperanza, la maravilla de un amor que no se deja vencer por las limitaciones nuestras o de los demás, o por los motivos que hay para vivir y separarnos unos de otros, sino reunir a los hijos de Dios dispersos. Hacer de todos un Pueblo nuevo consagrado al Señor. Hacer de todos el Cuerpo de Cristo que participa de la misma vida de Cristo y que vive en la alegría, en el gozo y en la gratitud de haber sido redimidos, de haber conocido al Hijo de Dios. Y de haber sido redimidos, para, de alguna manera, participar aquí ya de la vida eterna, porque hemos conocido al que Tú nos has enviado. Esa es otra definición que Jesús hace en el Evangelio: “Esta es la vida eterna: que Te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a Tu enviado, Jesucristo”.

Señor, Tú nos has dado conocerTe. Tú nos das testimonio de tu poder salvador. Queremos acogerTe. Danos tu Espíritu, para que podamos acogerTe en nuestro corazón, con un corazón sencillo, de forma que también en nuestro desierto florezca tu Paraíso, radiante de belleza por tu Presencia.

Que así sea para todos.

Palabras finales de Mons. Martínez.

Antes de terminar con la oración final y con la bendición, no resisto a hacer un pequeño comentario que me parece que complementa lo que os decía en la homilía y nos puede ayudar.

Habréis notado que, al dar la Comunión, yo muchas veces en lugar de decir “dichosos los invitados a la Cena del Señor”, digo “dichosos los invitados al Banquete de bodas del Cordero”. Esa es la frase que el Ángel le dice a Juan al final del Apocalipsis, cuando le va a enseñar la Jerusalén del Cielo, “ataviada como una novia que viene para su Esposo” y le presenta esa Jerusalén nueva, donde Cristo será todo en todas las cosas, donde no habrá llanto, ni luto, ni dolor, porque no habrá necesidad del sol, ni de la luna, porque el Cordero es su luz y no hay llanto, porque el mismo Señor enjuga las lágrimas de nuestros ojos.

La Pascua, la que anhelamos, no es la Pascua que hay a finales de marzo o a comienzos de abril en la primavera de cada año. La Pascua que anhelamos, la Pascua a la que nos preparamos, es realmente esa Pascua final, que es el banquete final de Bodas del Cordero, y esta Pascua que se celebra en cada Eucaristía de una manera misteriosa y que luego la Iglesia, pedagógicamente, nos invita a ella cada año, es como un camino.

La Eucaristía de cada día o a Eucaristía dominical sobre todo, que es el centro de la vida cristiana, es un viático para esa Pascua. Y la Eucaristía nos anuncia esa Pascua. Cristo está ya aquí con nosotros, pero seguimos llevando mascarillas, seguimos teniendo que ir al hospital de vez en cuando o al médico más de vez en cuando. Envejecemos, pasan los años, hay dramas de todo tipo… pero nosotros anhelamos el Banquete de bodas del Cordero. Nosotros anhelamos “la Pascua eterna”, decía el prefacio de hoy. La Pascua eterna. Y nos preparamos para esa Pascua eterna. Nos preparamos con los trabajos del ayuno y de la penitencia. No hoy. Los Laudes de hoy decían “hoy es un día consagrado al Señor, no hagáis luto ni ayunéis”, porque es un día de gozo consagrado al Señor.

Por lo tanto, no hoy. Pero este camino del tiempo pascual es un tiempo de ayuno, de intensidad, de ejercicio para la Pascua. De ejercicio preparatorio para la Pascua, para esta Pascua que nos llega cada año, pero, sobre todo, para la Pascua que anhelamos, la Pascua definitiva. Y la Eucaristía es el viático, el alimento que Dios nos da para hacer bien el camino, y sólo lo hacemos bien justamente porque Él está con nosotros en ese camino. Y eso nos da la certeza de su victoria sobre el mal.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

21 de febrero de 2021
S.I Catedral de Granada

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