La “Semana Santa” está en la boca de todos. Es una expresión de fe arraigada secularmente en nuestra cultura con toda clase de aditamentos piadosos, costumbristas, musicales, de comidas y dulces, especiales para estos siete días.

Además de todo lo anterior, se expresa y celebra la fe con devociones populares del Vía-Crucis y procesiones de imágenes de Cristo y su Madre dolorosa en aldeas, pueblos y ciudades. Y las celebraciones litúrgicas que realizan la presencia sacramental de Jesucristo en su Iglesia.

La crisis sanitaria y sus correlativas crisis laborales y económicas ponen en suspenso las tradiciones de “toda la vida” y se especula cómo “salvar la Semana Santa”.

En la vorágine de tantas añadiduras prescindibles, habrá que hacer memoria de lo esencial que permanece, como las raíces bajo tierra de los buenos árboles; aunque el vendaval sacuda y desgaje muchas ramas, permanece su savia para nuevos brotes y sus buenos frutos.

Lo esencial puede no “interesar” a muchas gentes. Pero es lo único que puede alimentar la vida de los creyentes y la vitalidad de las comunidades. Y contribuir a una convivencia más humanizada, por hacerla más fraterna y amigable, desde la fe en el Dios Padre de Jesús Nazareno y, por Él, Padre de todos.

Los cristianos hemos de seguir proponiendo con mucha humildad y sin ningún atisbo de prepotencia, la vida de Jesucristo, como camino, verdad y vida para todos los humanos de toda condición.

Y hacer memoria agradecida de su muerte violenta en una cruz, porque Él la padeció entregando su vida, como signo supremo de amor y perdón para todo el mundo. Así lo creemos por el testimonio, dado por sus Apóstoles, de la aprobación por Dios, quien acreditó la validez de su vida, obras y palabras, resucitándolo a una vida nueva con Él, llena de gloria para siempre.

La vida, muerte y resurrección de Jesús Nazareno: Con el don de su Espíritu Santo, lo invocamos como Hijo de Dios y Señor de vivos y muertos. Porque nos libera de todas las esclavitudes históricas, que nos echamos encima unos a otros, y de la última que toca a todos, la muerte.

Jesucristo ha dejado su huella imborrable en la historia de la humanidad. La podemos reconocer en los discípulos que aman como Él nos amó, en múltiples servicios gratuitos a los hermanos más pobres, “carne sufriente de Cristo” (así los califica el Papa Francisco): Con la entrega entera de sus vidas, expuestas incluso a la muerte violenta, por tantos y tantas padecida, en veinte siglos de historia.

Cristo sigue siendo creíble gracias a los muchos buenos cristianos que, contra viento y marea, permanecen fieles a su memoria, procurando revivir su vida en la propia. Con la esperanza inquebrantable de compartir su gloria, como plenitud de su amor compartido con todos en este mundo, creando la fraternidad que atraviesa la muerte para ser consumada en la feliz comunión eterna de Dios-Amor.

El nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia, celebramos la nueva vida, que Cristo nos regala, en la Cena que Él mismo nos dejó como Memorial suyo: ofrenda de su vida al Padre, alimento para nuestra peregrinación por esta tierra y anticipo sacramental de nuestra meta final, compartir su Resurrección gloriosa.

Todas las semanas del año celebramos la “Semana más Santa” cada Domingo, el Día del Señor, en la Eucaristía, renovamos nuestra pertenencia a Él, a su Iglesia y a nuestros hermanos todos para servirlos con el mismo amor de Cristo.

Cursamos la invitación a creer, amar, comulgar con Cristo y seguirlo a todos los que quieran aceptarla.

Los sacerdotes del Arciprestazgo “Virgen de las Angustias”