La verdad es que las dos Lecturas de hoy contienen preciosas enseñanzas que necesitamos extraordinariamente. Brevemente, sobre esta Lectura de los Gálatas que trata de demostrar apelando a las formas de demostración que usaban los rabinos mediante citas de la Escritura, que la Ley ha sido abolida; la Ley que ha condenado a muerte a Jesús ha quedado abolida, porque al maldecir a Jesús, y Dios haber resucitado a Su Hijo, la Ley ya no tiene valor salvífico.

Pero aquí San Pablo se adentra un poco más y apela a un pasaje de la Escritura que dice: “Maldito quien no se mantenga en todo lo escrito en el libro de la Ley”. Dios mío, entonces estamos todos bajo la maldición y es lo que San Pablo dice: “De esa maldición nos ha arrancado Jesús”. Si tuviéramos que esperar la salvación de nuestra fuerza para cumplir hasta la última tilde, o el último detalle de la Ley, todos nos sentiríamos como, es verdad, “merecedores de la condenación y de ninguna recompensa por parte del Señor y de nuestros hermanos”. Y sin embargo, la Ley que ha declarado maldito a Jesús y que ha sido desautorizada por Dios al haber resucitado Jesús no es de donde tenemos que esperar la salvación. Pero eso, fijaros, significa que no la tenemos que esperar de nosotros mismos; que la salvación nos viene de la fe en Otro, del apoyarnos en Otro, de la confianza en Otro. Y ese Otro es precisamente Jesús.

Y eso nos lo dice el Evangelio. Pero, antes de pasar a eso, quiero decir que el Papa Francisco subrayaba en su primera encíclica programática, hablaba de algunos peligros muy típicos de la fe en el mundo de hoy. Y uno de ellos es ese: esperar que la salvación es fruto de nuestros esfuerzos y de nuestros méritos. No, la salvación es fruto del amor de Dios que nos precede, nos acompaña, nos sigue, nos rodea por todas partes. Y es en ese amor en el que nosotros hemos de poner nuestra confianza, no nuestras capacidades. Porque nuestras capacidades se acaban. (…) eso es una vieja herejía también de los primeros siglos que se llamaba “pelagianismo”: que ponía en las fuerzas y en las capacidades del hombre el poder de la salvación.

Y también eso llevaba a que aquel que no cumple todos los mandamientos o toda la Ley, es tratado de mala manera, juzgado como un pecador. Pecadores somos todos Dios mío. Todos tenemos necesidad de la Gracia de Dios. Y no sólo por la grandeza o la inmensidad numérica de nuestros pecados, porque pecados muy pequeños en una persona que ha recibido muchas gracias puede tener un significado muy grande, pueden hacer mucho daño, pueden destruir. Y pecados muy grandes en una persona que no ha tenido apenas conocimiento de Dios, ni acceso a Dios, pueden ser debilidades muy pequeñas. Por lo tanto, no somos nosotros quiénes para juzgar nunca, pero sí que sabemos que todos estábamos bajo el poder del pecado hasta que ha llegado Jesús.

Y Jesús es el hombre más fuerte. La parábola es sencilla, pero no caemos normalmente en su significado, y es un corazón… Uno de los núcleos del Evangelio: “Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros a no ser que venga uno más fuerte que él”. Pues, nuestro palacio que estaba destinado a ser templo de Dios y palacio de Dios está bien guardado por el Enemigo, por Satán, cuya tarea fundamental es la división y sólo cuando ha llegado alguien más fuerte que él, ha derrotado a Satán. Jesús ha derrotado a Satán en su propia carne, sometiéndose al poder de Satán en la Pasión y en la cruz, ofreciendo Su vida en una pureza de corazón que no somos capaces de representarnos para que nosotros podamos participar de esa vida. Y es en Él en quien hemos de depositar nuestra confianza. El Evangelio es Evangelio, es Buena Noticia porque es el anuncio del triunfo de Dios sobre el mal. Sobre el mal del mundo Jesús dirá: “Yo he vencido al mundo y sobre aquel que genera el mal en el mundo, el príncipe de la mentira, que es Satán”.

Yo sé que vivimos en tiempos muy turbados. Estoy seguro de que tenemos cerca a personas que sufren inmensamente. Que todos nosotros somos conscientes de que nuestro mundo vive una inestabilidad tremenda. Sencillamente, que no sea esa la marca principal de nuestras vidas, sino en la certeza de que en el amor infinito de Dios por nosotros, por todos los hombres, por todos los hombres sin excepción, está la verdadera esperanza en el mundo. Y de esa esperanza nosotros, en vasijas de barro pobres y pequeños, somos portadores.

Que puedan nuestros hermanos reconocer en nuestra palabra, en nuestros gestos, en nuestro modo de vivir, algo de esa preciosa esperanza que brota de la Victoria de Cristo sobre los poderes del mal y del mundo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

9 de octubre de 2020
S.I Catedral de Granada

Escuchar homilía