Fecha de publicación: 8 de octubre de 2014

Queridísima Iglesia de Dios, Esposa de Nuestro Señor Jesucristo,
muy queridos Rector de la Universidad Eclesiástica San Dámaso,
querido Rector Director del Instituto de Teología,
Directores de algunas otras instituciones,
seminaristas,
queridas hermanas,
queridos todos:

Celebrar este año el comienzo de curso tiene acaso un significado especial. Siempre todos los momentos son gracia de Dios, pero hay momentos en los que esa gracia se hace más patente, más tangible, más visible, y no necesariamente porque las cosas correspondan más a nuestros proyectos, o a nuestros cálculos, o a nuestros deseos, sino porque en todas las circunstancias podemos reconocer la presencia salvadora y la gracia salvadora de Cristo y al Emmanuel, a Dios con nosotros.

Pero es verdad que hay momentos como de una especial densidad histórica, y yo creo que las circunstancias de la Iglesia y del mundo en estos momentos nos hacen tomar conciencia de esa peculiar circunstancia histórica que siempre es un kairos de Dios, que siempre es un momento especial de gracia.

Yo recuerdo haber oído contar de anécdota de un cardenal que estaba muy preocupado por el comienzo de uno de los Sínodos en la Iglesia en los años posteriores al Concilio, y le transmitía al Papa Juan Pablo II esa preocupación acerca de ese Sínodo; y el Papa le escuchó pacientemente y al final de haberle escuchado sonrió y dijo: “Pero usted, señor cardenal, ¿cree en el Espíritu Santo o no?”. Por supuesto, el cardenal dijo: “Sí”, y el Papa dijo: “Pues, entonces, deje de preocuparse, que el Espíritu Santo sigue llevando la Iglesia”.

Lo digo porque -como os comentaba a vosotros, a los seminaristas ayer mismo- a lo largo de estas semanas del Sínodo los medios de comunicación nos van a bombardear con un montón de lecturas del acontecimiento del Sínodo inspiradas en las categorías del mundo, que son categorías siempre políticas, siempre de poder, siempre de juegos de poder y, además, es que no entienden otras, y por lo tanto esa es la lectura que se va a hacer de este acontecimiento de gracia, este acontecimiento eclesial que es el Sínodo.

Y que no es más que la preparación de todo un tiempo de reflexión y de un periodo que culminará también en cierto modo en el próximo Sínodo, pero que está en perfecta continuidad (este tipo de reflexión) en un punto más agudo, en un punto, si queréis, más dramático, y muy dramático para nuestro tiempo y para nuestro mundo, que es la reflexión sobre el matrimonio y, al mismo tiempo, sobre la sexualidad, sobre el cuerpo humano, sobre el significado de la familia, sobre el significado del amor entre hombre y mujer. Y en este punto catalizan, diríamos, la conflictualidad que ha marcado la historia de la Iglesia con la cultura moderna, y ahora, con lo que queda, con lo que tenemos, que probablemente son las ruinas de la cultura moderna y la exacerbación de algunos aspectos dislocados de esa cultura moderna.

El Concilio ya afrontó esa problemática y la afrontó mostrándonos con mucha claridad en dos o tres puntos claves los caminos por donde tenía que ir la andadura de la Iglesia afrontando con todo rigor, y con toda seriedad, y con toda profundidad, el hecho, los retos y las heridas que provienen de la modernidad.

Se podrían subrayar unos cuantos textos, pero el que a mí me parece más clave -y no hago con ello más que repetir una enseñanza, que fue insistentemente repetida por Juan Pablo II y que de otra manera ha sido también repetida por Benedicto XVI-. La clave hermenéutica del Concilio -decía el Papa Juan Pablo II en una ocasión- es el pasaje de Gaudium Spes, 22, donde dice: “Cristo, el Verbo encarnado, al revelar a los hombres al Padre y a su designio de amor revela también el hombre al hombre mismo”.

Es decir, la redención de Cristo y la persona de Cristo constituyen la condición de nuestra posibilidad de encontrarnos con nosotros mismos, de encontrar nuestra propia humanidad. Todo en la vida humana, todas las dimensiones de la vida humana, todos los quehaceres humanos en la búsqueda de un sentido están abiertos a Cristo. Y Cristo tiene que ver con todo, absolutamente con todo. No hay un solo espacio de la actividad humana o de la vida humana, que pudiéramos llamar meramente natural o meramente creado o inteligible desde sí mismo de una manera plena y total, que no haga relación a Cristo, y a la luz de Cristo, y a la redención de Cristo. (…)

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

6 de octubre de 2014
Monasterio de la Cartuja

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