Fecha de publicación: 1 de noviembre de 2017

 

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos seminaristas;
queridos hermanos y amigos todos:

Esta fiesta es una fiesta preciosa, llena de luz, llena de gozo. Es una explosión de alegría. En el marco de la liturgia, en el marco de lo que los cristianos celebramos, de lo que la Iglesia vivimos, es un gozo inmenso, porque nos pone la mirada, en primer lugar, en que pertenecemos a un pueblo de santos. Pertenecemos a un pueblo precioso, en el que hay una innumerable multitud, que nadie podría contar, de toda raza, lengua, pueblo, nación. Ésa es, mientras vamos de camino, la Iglesia del Señor. Y en el Cielo aguardamos pertenecer a esa compañía preciosa de los redimidos por la Sangre, por el amor infinito de Cristo, de todos aquellos que han sido purificados por ese Amor, acogidos en la comunión y en la vida divina, y a través de la herida del costado abierto de Cristo. Acogidos en la compañía de Dios, en la amistad de Dios, en la familia de Dios.

El Señor asumió nuestra carne y abrió los brazos para abrazar a la humanidad entera. Y en ese abrazo nos comunica su Espíritu y nos da una vida nueva, la vida de los hijos de Dios. Esa vida que ya es preciosa aquí. Qué cosa tan grande que somos hijos de Dios. Y no sólo que lo digamos, no es una palabra bonita –viene a decir San Juan-: lo somos. Somos hijos de Dios. Y eso que aún no se ha manifestado en plenitud lo que seremos cuando veamos la Esposa de Cristo, la Jerusalén del Cielo, esa ciudad, esa patria, esa nación a la que pertenecemos por derecho de conquista, porque nos ha -literalmente- conquistado el Señor. Y por eso Le llamamos Señor, porque somos suyos y, siendo suyos, somos hijos de una vida nueva, miembros de una familia nueva, partícipes de una comunidad nueva, hecha de todos los hombres. A los cristianos de los primeros siglos les gustaba decir que la Iglesia era una nación hecha de todas las naciones, un pueblo hecho de todos los pueblos, una comunidad en la que la pertenencia a las distintas naciones, o polis, o familias pasan a ser algo secundario, desde el día de Pentecostés, desde el día primero de la Iglesia.

Me parece algo relevante a recordar en este momento. Nuestra pertenencia fundamental para quienes hemos conocido a Cristo es Cristo. Y es la comunidad de los santos, es la comunidad cristiana, es el pueblo cristiano, que es la criatura más bella que hay sobre la tierra, por mucho que en ese pueblo haya heridas, pecados… que los hay. Pero está siempre la Presencia fiel de Cristo, cuando reconocemos a Cristo como Señor y Salvador, realmente; cuando reconocemos que su Presencia y su don en nosotros es lo más precioso que hay, para cualquier hombre, incluso para aquellos que no lo conocen, incluso para aquellos que creen que eso es una cosa a despreciar o a eliminar, y que se consideran enemigos de la Iglesia (no son enemigos, la Iglesia no considera a ningún ser humano como enemigo). Cristo en su abrazo en la cruz no excluye a nadie. Es más, acoge en ese momento a una persona que, cuando se decía ladrón en aquella época reflejaba probablemente lo que hoy llamaríamos un terrorista, y le hace la promesa más bella, simplemente por haber reconocido que allí estaba Dios de una manera especial, y le pide al Señor: “Señor, acuérdate de mi”. Basta eso. Y Jesús le hace la promesa: “Estarás conmigo en el Paraíso”.

Los brazos abiertos de Cristo se dirigen a todos los hombres. Y el pueblo que nace en Pentecostés es un pueblo hecho de todas las razas, de todas las naciones. Esta mañana veía yo un vídeo que me mandaron de unos cristianos de los que tuvieron que abandonar Iraq y que ahora están, gota a gota, empezando a volver a aquellos pueblos que estuvieron en propiedad de ISIS. Decían “volvemos a Iraq, volvemos a nuestra patria. Somos cristianos. No renunciamos a nuestra fe. Todo lo contrario. Volveremos a construir un pueblo cristiano de donde hemos sido expulsados”.

Es verdad que la Iglesia está hoy en todo el mundo. Es muy importante recordar esto. Y recordar también que la fe es menos una serie de creencias que una pertenencia. Los apóstoles, cuando el Señor se despidió de ellos, no sabían muchas cosas de las que sabemos hoy por veinte siglos de Tradición cristiana, y por veinte siglos en que la Iglesia ha ido precisando, articulando y enriqueciendo la experiencia de la fe. Pero, ¿qué es lo que tenían los apóstoles? El Espíritu Santo y la certeza que también provenía del Espíritu Santo que el Señor les había dado ya antes de su Pasión: “Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”.

La pertenencia a Cristo y la permanencia en aquel grupo es esencial a la experiencia cristiana. No tenemos mucha conciencia de eso. Pensamos que a veces es afirmar ciertas cosas y negar otras, aceptar ciertos principios morales y apartarse de otros. No. Pertenecer a un pueblo. Ojalá los cristianos recuperásemos esa conciencia de que perteneciendo a esta familia, simplemente acompañando a esta familia en su caminar, dejándome guiar por los guías que el Señor ha puesto para esta familia, especialmente por el Santo Padre, caminamos y caminamos. ¿Hacia dónde? Es el otro aspecto precioso que nos recuerda la fiesta de hoy: el Cielo. El Cielo no es el azul que vemos, ni es –como se describe muchas veces- un lugar. De buscar alguna imagen, el Cielo es una ciudad. Una ciudad preciosa. La ciudad que describe las últimas páginas del Nuevo Testamento: la Esposa del Cordero. Más en profundidad todavía, el Cielo es Dios. Nuestro Destino es Dios. Nuestro horizonte es Dios, que ya se nos ha dado en esta vida como compañero, como viático, como compañero de camino, y de viaje, y hace posible nuestra alegría, sean cuales sean las circunstancias en las que nosotros vivimos, en las que la Iglesia vive, o en las que el mundo y las cosas del mundo vive. El Señor está con nosotros, fielmente. No nos deja jamás.

Tenemos que volver a aprender a pensar en el Cielo. El ser humano no tiene sus raíces en la evolución. No pasa nada por admitir la evolución, claro que no. Pero no somos simplemente un mono más desarrollado que tiene un cerebro un poco más complicado. En absoluto.

Estamos hechos para Dios. Y las inquietudes de nuestro corazón, y las obras de nuestras manos que nacen de nuestro corazón (el arte, la poesía, la música, la belleza), nuestra exigencia profunda, nuestro deseo profundo de amar y de ser amados, de una manera buena, grande, bella, inagotable, inagotablemente bella, inagotablemente buena, eso es un horizonte que proviene del Cielo. Esa es la imagen y semejanza de Dios en nosotros. Y esa imagen y semejanza no ha querido el Señor que se quede frustrada y vacía, sino que en su Hijo hace que se ilumine nuestra vida, y la vida del mundo entero, y la vida de la Creación se ilumina entera porque sabemos que el final de nuestro camino es la Jerusalén del Cielo, el final de nuestro camino es Dios. Ése es otro aspecto dejado de lado de nuestra fe, igual que la comunión de los santos que señalaba hace un momento, la pertenencia. Nos preocupa más a veces la salud. Pensamos que todo lo que tenemos que pedir al Señor es la salud y que nos prolongue esta vida. Nuestras raíces… nacemos del Cielo y nacemos para el Cielo. Y a menos que miremos de vez en cuando al Cielo no sabremos nunca quiénes somos.

Una nota sobre Halloween. La posibilidad misma del modo como se celebra Halloween en nuestra sociedad nace de la negación del Cielo, nace del nihilismo, nace del no saber quiénes somos, nace de la negación de un horizonte a nuestra vida, de un sentido a nuestra vida. Como fruto de la negación de ese sentido a nuestra vida se afirma la muerte que en el fondo es virtual, es como si la muerte fuese una broma, como si la muerte fuera un juego, que es una manera de negar la muerte. De la misma manera que el resto del año y todos los días vivimos como negando la muerte. Y el hombre moderno –lo ha dicho más de un pensador de nuestro tiempo- es un hombre enamorado de la muerte, abrazado a la muerte. Es un hombre que tiene una fe en la nada (presumen que no tienen fe, pero tienen una fe en la nada). Y de esa fe en la nada como no permanece más que un temor al hecho de la muerte hay que negarla de todas maneras. Los zombis son una negación, es como si la muerte fuera un juego. Y estamos acostumbrados a ver miles de muertes en la playstation o en las series que vemos, y son muertes virtuales. Y son esas maneras también de olvidarse que la muerte es un hecho real. Pero un hecho real que a nosotros no nos da ningún miedo, porque nuestro horizonte no es la muerte. Pasaremos por ella, pero nuestro horizonte es el Cielo, nuestro horizonte es Dios. Y a quien ha conocido a Dios no teme a la muerte. No le asusta. Sencillamente, no le asusta la muerte.

Vamos a dar gracias por la familia a la que pertenecemos, por el amor de Dios que ha creado esa familia y por la vida que el Señor nos permite dar. Sois seminaristas y algún día, si Dios quiere, muchos de vosotros o algunos de vosotros, seréis sacerdotes. Sed conscientes que vais a vivir en un mundo donde la fe en la nada será la cultura dominante, y vosotros seréis testigos de algo diferente: de que el ser humano no está solo y hay una familia preciosa a la que somos invitados a vivir, y vuestras vidas mismas tienen que mostrar: la preciosidad y la belleza de esa familia, antes que nada -antes que discursos, antes que ninguna otra cosa-, la belleza, la experiencia vuestra personal de que vivir en esa familia es lo mejor que a uno le puede pasar en este mundo. Y como fruto de ese mismo amor de Dios la conciencia de que nada nos puede hacer daño. Sólo sería un daño verdadero perder a Jesús, perder a Cristo, perder la vida que Él nos da. Todas las demás cosas, incluso morirse, no importan demasiado.

Que el Señor nos ayude a vivir este día y esta experiencia preciosa de ser cristianos, y que nos sostenga en la alegría de esa experiencia todos los días de nuestra vida, hasta el Cielo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

1 de noviembre de 2017
Solemnidad de Todos los Santos
S.I Catedral

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