Fecha de publicación: 19 de julio de 2020

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
queridos hermanos y amigos todos: 

Gracias al Grupo ARAL por acompañarnos de nuevo a celebrar esta Eucaristía.

Comienzo con una confesión. No digo que mi pecado más grave sea la impaciencia, pero sí que es mi pecado más frecuente. Todos los días caigo muchas veces en él y me paso la vida pidiéndole al Señor perdón y pidiéndoLe que me conceda la virtud de la paciencia, y no os creáis que sólo con los demás. El que más me hace sufrir soy yo mismo. La impaciencia, como el amor bien entendido y no en el sentido en el que lo dice la gente muchas veces, sino en el sentido más profundo, porque es lo más difícil. ”Amarse a uno mismo es -decía Bernanos- la gracia de las gracias”. Amarse humildemente a sí mismo. Es decir, amarse de una manera paciente, reconociendo los límites, reconociendo nuestra pobreza, nuestros pecados y reconociendo la necesidad que tenemos del Señor. Lo pequeños que somos y lo grande que es el amor que Dios nos tiene. Esa es la gracia de las gracias.

Y sin embargo, soy muy consciente de que la paz viene de la paciencia. El sentido de la libertad que el Señor nos da para vivir como hijos de Dios, sin temor de las cosas de este mundo, o de los poderes de este mundo. Y veréis, ser libres de ese temor es muy importante. Un obispo francés decía esta semana pasada y lo quiero hacer mío: “Hay una epidemia del coronavirus, sin duda, pero hay una epidemia mucho más grave en estos momentos a la que estamos todos más tentados de sucumbir, que es la epidemia del miedo”. Hay que pedirLe al Señor que nos libre del miedo. Somos hijos de Dios, somos cristianos. Hacemos lo que tenemos que hacer con prudencia y seguimos, por el bien nuestro y por el bien de los demás, pero nuestra confianza no está puesta en que nos libremos del virus. Hace un domingo o dos domingos decía “no temáis a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Temed sólo al que puede enviar alma y cuerpo a la gehena”. Sólo tenemos que temer al Enemigo y el enemigo no es ningún ser humano. No es ni siquiera un partido o un gobierno, ninguno de los poderes del mundo. El Enemigo, que actúa a través de muchas cosas, a veces a través de la publicidad o de un cierto tipo de publicidad, que lo utiliza para empequeñecernos, para asustarnos, para crear ansiedad en nosotros, pero es al único que tenemos que temer, al que nos quita la esperanza en Dios y nos llena de ansiedades y de miedo. Vuelvo a donde estaba: la paz del corazón, la libertad gloriosa de los hijos de Dios, nace de la paciencia. Y también sé (no está en las Lecturas de hoy pero hay otro pasaje del Nuevo Testamento donde dice “la paciencia de Dios es nuestra salvación”, y eso sí que empalma con las Lecturas de hoy”.

Señor, Tu bondad, Tu clemencia, Tú que amas a las criaturas, siempre nos concedes el don del arrepentimiento. Lo llamativo de ese pasaje, de esa frase, es que darnos cuenta de nuestros pecados a lo mejor no es un don, porque sí hemos sido educados de una determinada manera… y luego, hay una ley en nuestro corazón que nos dice que ciertas cosas están mal. Que la mentira, que la deslealtad, o la cobardía, o el orgullo o la avaricia son males, son siempre males. Y eso no necesitamos que nadie nos lo recuerde constantemente. Nosotros mismos somos conscientes. Pero muchas veces, esa conciencia del mal nos lleva a flagelarnos y eso ya no es de Dios. Os decía que mi pecado más común es la impaciencia. Cuando la impaciencia me lleva a flagelarme y a ponerme triste, sé que eso no es de Dios, es del Enemigo. Y lo que me pone triste es un pecado. Pero Dios quiere el arrepentimiento. Dios nos da el arrepentimiento y la capacidad de pedirLe perdón: “Señor, perdóname”, y punto. Y no a dar vueltas, y vueltas y vueltas sobre el mal que uno ha hecho, porque eso es siempre del Enemigo. Y eso, si os fijáis un poco en vuestra propia experiencia (yo si me fijo en la mía…) conduce a un desamor a uno mismo. Y ese desamor a uno mismo, ese sentirse humillado, no es de Dios, aunque parezca que nos lo han enseñado en la Iglesia o nos lo han predicado en la Iglesia, no es nunca de Dios. Dios coge al pecador, le levanta y le dice “vete, no peques más”. Dios no quiere que nos pasemos la vida examinando nuestra conciencia. Dios quiere que vivamos contentos. “Pero, Señor, ¿cómo vamos a estar contentos si estamos llenos de mezquindades?”. No hace falta que sean pecados grandes, si a veces nos humillan más esos pecados pequeños, pero que cometemos todos los días y que nos parece que es imposible cambiar en nuestra vida. Pero Dios no quiere nuestra humillación, es el Enemigo. Yo creo que era san Jerónimo quien le llamaba “el mono de Dios”, que imita a Dios pero no es Dios, es Su Enemigo y es nuestro enemigo. Entonces, los flagelos nos humillan. Cuando, porque hemos hecho algo mal, empezamos a flagelarnos y eso termina quitándonos la alegría. No la alegría de que somos buenos, porque esa alegría nace del orgullo y nunca podríamos estar verdaderamente alegres hasta el fondo de lo buenos que somos, nunca, sino la alegría verdadera que nace de que el amor de Dios es infinito, Señor; de que Tú me has creado con una ternura tal que tienes contados los cabellos de mi cabeza. Tú que me has dicho que ni siquiera una hoja de un árbol cae sin tu consentimiento y que me has dicho que valemos mucho más que los gorriones; Tú que me has amado por mi nombre desde toda la eternidad; Tú que sabes que soy pequeño y sabías todas mis debilidades desde el momento de mi creación y desde la eternidad, antes de mi creación; y aun así, no te has avergonzado de mí ni has querido huir de mí, Señor.

Parecerá que esto no tiene mucho que ver con la parábola de la cizaña, pero, cuando queremos arrancar en el mundo (el campo es el mundo, dijo el Señor)… Y en la misma Iglesia hay buenos y malos o, mejor dicho, quizás hay momentos en que unos somos buenos y otros somos malos, y personas buenas en un momento pueden hacer daño, seguro. Todos hemos hecho daño alguna vez a alguien, hasta sin darnos cuenta, hasta sin querer. O hemos dicho algo que ha sido malinterpretado. Y nuestra impaciencia, fruto del Enemigo, nos dice “venga, vamos a arrancar la cizaña”. Yo digo, Señor, no la arranques, porque me tienes que arrancar a mí el primero.

Por eso, la paciencia de Dios es nuestra salvación, por eso, que Tú des lugar al arrepentimiento es una gracia. Siempre comenzamos la Eucaristía pidiendo perdón. ¿Por qué? Porque somos pecadores. Pero lo pedimos cantando porque somos conscientes de que hay perdón. Hay un abismo de misericordia al que podemos acudir siempre, siempre, siempre… Por grandes, por horrendos que nos parezcan o sean nuestros pecados. No la arranquéis. Esperad. Esperad al juicio de Dios. “Qué buenos seríamos si no tuviera estas circunstancias”, “si no tuviera esta familia”, a lo mejor “si no tuviera este primo o este cuñado que me hace la vida imposible, “si no tuviera este jefe en el trabajo que me persigue, me acosa…”, “si estuviera en otro sitio, yo sería santa Teresa de Jesús o san Juan de Ávila o cualquier otro santo, pero como tengo esto pues no puedo serlo”. Pues, no señor. Eso es siempre un engaño.

Tú me amas con mis pobrezas, con las pobrezas de los demás, que son una ocasión para mí de ejercitarme en el perdón, de ejercitarme en un amor como el que yo Te pido a Ti que tengas conmigo, porque qué injusto es pedirLe al Señor que obre con justicia con los demás, cuando todos tenemos necesidad de acudir a Ti. No de vez en cuando, sino todos los días, pidiéndoTe misericordia. ¿Por qué pides justicia para el otro cuando tú tienes necesidad de misericordia?
Dios mío, quiero deciros dos cosas muy simples, y las sintetizo al final de esta especie medio de predicación, medio confesión, medio compartir con vosotros nuestra experiencia de la vida, y en este tiempo en que estamos todos más… No tengáis miedo. Que en este tiempo, por las circunstancias o por lo que sea, han salido también más nuestras debilidades. Hemos perdido la paciencia con los hijos, con la mujer, con el marido o con los que tenemos en casa. Naturalmente que sí. No tengáis miedo. Pero la razón de no tener miedo es porque el amor de Dios es infinito y porque ese amor es la fuente de nuestra libertad, es la fuente de nuestra alegría, de nuestra libertad. Somos hijos libres de Dios. Vamos a rezar dentro de nada el Padrenuestro. Somos hijos libres de Dios. Vamos a recibir al Señor en nuestra propia carne, de una manera misteriosa, pero con la misma verdad con que lo recibió la Virgen, y el Señor se hace uno con nosotros, con esta pobreza mía. Señor, Tú te haces uno, Te pierdes en mí, para que yo viva gracias a Tu vida divina. En la obediencia humilde, en la gratitud, en la alegría, en el amor infinito con que el Padre, que es uno conTigo, nos ama a cada uno de nosotros. No tengáis miedo.

Pero, ¿cómo algo tan grande puede sernos dado de una manera tan pequeña? Pues, ahí vienen las otras dos parábolas. No temáis que no las voy a comentar. El granito de mostaza, que dice el Señor, qué cosa más pequeña. Ahí el Señor estaba respondiendo. Él anunciaba el cumplimiento de las esperanzas de las naciones y de las promesas a Israel, y resulta que los que le acompañaban eran una panda de pescadores, unos pobres hombres, algún publicano que encima era un pecador público, unas cuantas mujeres entre las que había también algunas que eran pecadoras, de las que el Señor había echado demonios. Y decían, ¿cómo que el Reino de Dios está aquí y son toda esta panda de desharrapados los que dicen que del Reino de Dios ha venido esto? Jesús dice, “mira, el granito de mostaza es muy pequeño, pero tiene la vida dentro de sí y si lo siembras se convierte en un hermoso árbol al que vienen los pájaros a anidar”. También esa es una imagen. La levadura es muy pequeña, es un trocito pequeño comparado con la masa del pan, y sin embargo se pone en la masa y cambia toda la masa. Que somos muy pequeños, ya lo sé, y el Señor lo sabe, pero si la vida que hay en nosotros es verdadera, esa vida fructifica. Fructifica en la familia, fructifica en el trabajo, fructifica en comunidades cristianas bellas. Fructifica en una vida de la Iglesia que es la envidia del mundo, porque cosas que a nosotros nos parecen normales, como el perdonar, como el quererse, el quererse bien, sin intereses, el querer el bien de los demás; el gozar con que a los demás les vaya bien; eso, algo tan sencillo como eso, es una gracia inmensa de Dios. Eso es, Señor, lo que Tú haces crecer en nosotros y nos permites vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Mis queridos hermanos, mi querida familia, no tengáis miedo, a nada. Tenemos al amor del Señor. Está con nosotros. Está con nosotros en la barca, en la barca de la vida. No tengáis miedo. Que el Señor nos conceda la paciencia de no asustarnos por nada, ni por nuestros pecados, ni por los demás, y poder vivir tranquila, gozosamente en la presencia y al calor de Tu amor.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

19 de julio de 2020
S.I Catedral de Granada

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