Fecha de publicación: 29 de noviembre de 2020

Queridísima Iglesia del Señor;
queridos sacerdotes;
queridos hermanos y amigos todos:

“Ojalá rasgases el Cielo y descendieras”. Ese grito del profeta, que refleja el grito del Pueblo de Israel, puede ser también el grito de nuestro corazón en este tiempo de Adviento. ¿Qué es? El tiempo de Adviento es un tiempo profundamente humano. Es el tiempo del anhelo y del deseo de una vida que se cumple. De que se cumplan nuestras vidas, de que podamos gozar y vivir en paz, la paz profunda que da la Venida, la Presencia, la Compañía, el Amor del Señor.

Y es, por lo tanto, el tiempo litúrgico que expresa más la condición humana. Ese anhelo de felicidad, que es como una especie de marca a fuego que todos llevamos, no en nuestro cuerpo, pero sí en nuestro deseo, en nuestro corazón, en nuestro ser más profundo. La sed de la que habla el Señor en algún otro pasaje del Evangelio cuando dice “el que tenga sed que venga a Mí y que beba”. Señor, estamos marcados por esa sed. Sed de amor, sed de felicidad, sed de una humanidad buena, sed de Ti, en definitiva. Y sin embargo, vas a tener que rasgar el Cielo, porque es como si el Cielo fuese como una placa de acero, de metal.

Si el tiempo del Adviento es siempre un tiempo especialmente humano en su profundidad, este año tal vez lo es más que nunca, por motivos que no es necesario detenerse mucho a explicar. Es decir, “Te necesitamos Señor”. Nuestra humanidad parece encogerse y parece que todo, las circunstancias exteriores, hasta las indicaciones a veces, o la utilización de esas circunstancias para fines políticos, que empequeñecen, que empobrecen nuestra humanidad, que empequeñecen nuestra libertad, que parecen facilitar más y más la desconfianza de unos con otros; todo eso es como una losa que tiende a empequeñecer nuestra humanidad.

Entonces, tenemos que pedirLe al Señor que rasgue; que rasgue la dureza de ese firmamento que se convierte en un peso sobre nosotros. Fijaros, nos pasa como al Pueblo de Israel, es decir, no Te buscamos a Ti. Buscamos con ansiedad que venga la vacuna cuanto antes, que podamos volver a la vida que teníamos antes, cuando esa vida seguramente era una vida humanamente indeseable, llena, movida por el egoísmo y la pasión de la avaricia, del acumular más y más y más. Pero pienso en la salud, que oye uno decir muchas veces “es que es lo más importante”. Y sin embargo, es un bien que está condenado a desaparecer. Nadie podemos garantizar para nosotros una salud eterna, definitiva, para siempre. Sabemos que perderemos la salud. Sabemos que somos criaturas mortales. Por lo tanto, pedir y centrarnos en la salud como si fuera nuestra verdadera salvación es auto engañarnos. Claro que deseamos la salud, para todas las personas que queremos, para nosotros mismos, pero sabiendo que es un bien limitado, pasajero. Si no hay más que la salud, no hay nada. Hasta nuestro amor, si ese amor no es más que una cosa pasajera, que se la lleva consigo la muerte y donde se acaba todo en la nada, en definitiva, qué triste es ese amor. Qué tristes son esos afectos, qué triste es la amistad, qué triste es el amor de los hijos a los padres o de los padres a los hijos si todo eso lo va a devorar la muerte. Rasga, Señor, esa especie de Cielo de plomo que cierra nuestro horizonte sólo en las cosas de este mundo. Ven a nosotros, ábrenos, a la luz de tu Presencia, a la luz de tu Venida.

Se oye mucho estos días también, “¿cómo vamos a salvar la Navidad?” ¡La Navidad no hay que salvarla! La Navidad sucedió una vez y, desde entonces, está entre nosotros, está con nosotros. Que es verdad que podremos celebrarla de una manera o de otra. Yo pienso en quienes han tenido que celebrar la Navidad en una trinchera, en mitad de una guerra (por cierto, hay una hermosa película, no sé si es de la I o II Guerra Mundial, que se llama “Feliz Navidad”, justamente de unos soldados alemanes y franceses que se unen, dejan las armas, para celebrar juntos la Navidad en mitad de una de las dos guerras mundiales).

La Navidad es un Acontecimiento. Es el Acontecimiento de Cristo, que es la fuente de nuestra esperanza, de nuestra certeza de que la vida no termina en lo que conseguimos en este mundo. No termina en la muerte. La vida desemboca en Tu vida, desemboca en Tu eternidad, desemboca en el Amor mismo que nos ha creado. Y eso nos hace posible vivir de una manera nueva. Nos hace posible vivir con un corazón nuevo.

El Evangelio de hoy nos pone en guardia a decir “vigilad, vigilad, porque no sabéis cuándo viene el Señor”. ¡El Señor ha venido! El Señor está entre nosotros. Vino una vez y nos prometió quedarse entre nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Y está todos los días entre nosotros. ¿Dónde? ¿Dónde se te puede encontrar, Señor? “¿Dónde moras?”, le preguntaban los discípulos a Jesús. “Venid y lo veréis”. Mora el Señor en su Palabra, que permanece. “Pasarán el Cielo y la Tierra y tu Palabra no pasará”. Vive el Señor en sus Sacramentos, donde se nos da Dios de una manera o de otra, mediante el perdón de los pecados, incorporándonos a su vida divina en el Bautismo y en la Confirmación, comunicándonos esa vida en una Alianza nueva y eterna cada vez que lo recibimos en la Comunión. Vive en sus sacramentos. También en el amor de los esposos, que es un Sacramento, porque ese amor no es como la atracción entre los animales. No es la atracción sexual. Ese amor es un reflejo. Puede ser y está hecho para ser un reflejo del amor de Cristo. Entonces, en ese amor está presente el Señor. Está presente el Señor.

Está en su Palabra, está en sus Sacramentos y está en la vida de los cristianos con dos rasgos. Una comunión entre nosotros, que tendría que ser como la comunión entre los miembros de un cuerpo. Yo sé que, por desgracia, no es así, ni siquiera nos conocemos. Yo conozco a algunos de entre vosotros. Ahora menos con las mascarillas, pero algunos os conozco u os reconozco, incluso con mascarilla, y sin embargo somos miembros del mismo cuerpo. Estamos unidos entre nosotros como están unidos los miembros de nuestro cuerpo, con unos lazos que son más profundos que los lazos de la familia, que los lazos de la sangre, porque somos una cosa en Cristo Jesús. Esa Comunión hace presente a Cristo y el Señor la puso como condición para la fe del mundo: “Padre, que sean uno como Tú y yo somos uno, para que el mundo crea”.

Y el otro signo es el afecto y el amor a los hombres, a todos los hombres. Conociendo su pequeñez, conociendo su miseria, perdonando a quienes nos ofenden o a quienes no nos aman. Perdonando a nuestros enemigos. Un amor que no se deja vencer por el mal, como el amor de Cristo a nosotros no se ha dejado vencer por el mal, ni se ha rendido ante el poder grande del mal. Fijaros que he puesto un orden. ¿Dónde conocemos que Cristo está entre nosotros? En su palabra, en los sacramentos y en la vida de los cristianos. Pero luego, en la realidad de la vida, el orden es el inverso, porque nadie va a venir a buscar a Cristo a su Palabra. A Cristo lo pueden ver en nosotros, y si le ven en nosotros a lo mejor nos acompañan un día, a lo mejor en la celebración de un funeral o en la celebración de una boda o en un Bautizo, o vienen un día a Misa a rezar por nosotros, sin saber mucho lo que es la Misa; y si encuentran luego en nosotros esa Comunión que el Señor quiere que viva los miembros de su Cuerpo, que vive en su Iglesia, entonces descubrirán en sí mismos la verdad del amor que nos sustenta, que nos alimenta, que nos sostiene.

“Ojalá rasgases el Cielo”. Pero rasgar el Cielo significa que nosotros podamos vivir plenamente de la Presencia que ya tenemos y que anhelamos cada vez más. Anhelamos la Navidad, no porque no sepamos que has venido. Anhelamos la Navidad porque sabemos que la Navidad es la única fuente de una alegría que nada tiene el poder de romper, y queremos vivir más y más, y más plenamente y más gozosamente de esa alegría. Imaginaros que tenemos que ser seis a la hora de celebrar la Nochebuena, razón de más para celebrarla sabiendo que, si no están los abuelos, si no están los primos, estamos más unidos que nunca, y tenemos más motivos que nunca para darnos cuenta de que la alegría no nos la da el turrón, ni nos la da el champán, ni nos la da los alimentos bonitos y sabrosísimos preparados por la familia, por quien mejor cocine en la casa. Nuestra alegría nos la da el que el amor de Jesucristo no nos abandona nunca y no nos abandonará nunca. Y nunca es nunca. Y por lo tanto, siempre podemos tener de dentro hacia fuera, no de fuera hacia adentro, sino de dentro hacia fuera, una alegría que no pasa; una alegría que nada ni nadie tiene el poder de destruir.

Nos podrán –voy a decirlo un poco “a lo salvaje”– quitar las iglesias, nos podrán quitar los colegios o las universidades… Nadie puede quitarnos la libertad que Jesucristo nos ha dado. Nadie puede quitarnos la alegría que nace de haber conocido a Jesucristo. Y como eso son dos bienes que el mundo no sabe fabricar, seguirá brillando en medio de la noche la luz de Cristo. ¿En dónde? En nosotros, en nuestras vidas, en nuestros gestos, en nuestras acciones y, por último, también en nuestras palabras, cuando sea necesario o cuando sea posible, pero tiene que brillar más en nuestros gestos y en nuestras acciones que en nuestras palabras. No se convierte al mundo sermoneándolo. Se convierte al mundo abrazándolo, queriéndolo, mostrando que el amor del que nosotros vivimos es más fuerte que el mal y es más fuerte que la muerte.

Que el Señor nos conceda anhelar así la Venida del Señor y celebrarla así. Y a lo mejor, son las mejores Navidades de nuestra vida, aunque tengamos que celebrarlas medio “underground”, un poquito en plan de catacumbas, por solidaridad, por no difundir más este mal que asola nuestras ciudades y nuestros pueblos; por amor a las personas que pueden ser contagiadas. Pero nadie, nadie, nadie podrá jamás arrancarnos del amor de Cristo y del Espíritu Santo que Él nos ha dado, que es fuente de libertad y fuente de amor.

Que así sea para todos nosotros, para toda la Iglesia, y que pueda llegar así a todos los hombres.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

29 de noviembre de 2020
S. I Catedral

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