Fecha de publicación: 7 de marzo de 2017

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes;
querido presidente y miembros de la Federación de Cofradías;
hermanos;
Hermanitas del Cordero;
Coro de Santa Cecilia, que inaugura hoy nueva etapa en su andadura;
queridos hermanos y amigos todos:

Si os digo que cada año que pasa en mi vida tengo más ganas de que empiece la Cuaresma… Y a mi mismo como que me choca. Y digo: pero es que cada año que pasa en mi vida tengo más conciencia de la necesidad que tengo de convertirme. Cuando era joven pensaba yo más en que uno puede con todo, y a medida que pasan los años el Señor me da la gracia de sentir que tengo mucha más necesidad de su Gracia, de su perdón, de su compañía; que es Él a quien realmente necesito.

Y agradezco profundamente que la Iglesia me proponga este tiempo –y nos proponga a todos juntos este tiempo- que es un tiempo no triste, en absoluto. Yo sé que para vosotros es un tiempo casi como el entrenamiento final, la recta final de un maratón, pero no quisiera yo que os perdierais lo que la Iglesia propone cuando nos propone la Cuaresma, que no es un tiempo de tristeza, en absoluto; es un tiempo, justo, de entrenamiento. Nosotros queremos prepararnos a la vida nueva. Nos preparamos a la vida nueva que el Señor nos da. A una vida que es el cielo en la tierra, que es lo que hemos celebrado en Navidad, el Emmanuel, “Dios con nosotros”, que es la posibilidad de vivir unas relaciones humanas bellas, misericordiosas, justas; pero bellas: quiero subrayar lo de bellas, unas relaciones humanas como Dios quiere, y Dios quiere que nuestras relaciones sean bonitas.

En la oración de la Misa de hoy, y Cristo ha dado su Sangre, como Él dijo “para que mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría llegue a plenitud”. Esa alegría que ninguna realidad del mundo es capaz de darnos, ni siquiera las más grandes o aquéllas en las que ponemos más esperanza para nuestra felicidad; que sólo cuando está el Señor en ellas, ellas adquieren su verdadero significado y su verdadero valor.

Os decía que la oración de la Misa pide que el Señor nos fortalezca para el combate cristiano contra las fuerzas del mal. La palabra combate no es una palabra que hoy suene bien, sobre todo porque el mundo ya está lleno de combates y dices “¡Señor, uno más no!”; el mundo está lleno de conflictos y dices “otro conflicto, otra guerra”. Pero, gracias a Dios, la oración de la liturgia pone “para el combate cristiano”. ¿Cuál es el combate cristiano? Señor, no es una lucha contra el mal, y desde luego no es una lucha contra aquellos que a veces nosotros consideramos como malos; si de los cuales muchas veces tenemos muchas cosas que aprender de una simplicidad de corazón, de una conciencia de la necesidad de Dios (un día le decía yo a un persona que estaba en una situación de total alejamiento de la Iglesia, y le decía: ‘Tú puedes darte cuenta de que el Señor está con nosotros, y está contigo y no te abandona nunca’. Y me respondió con una sencillez que a mi me provocó en la fe y en la esperanza, me dice: ‘Claro, si yo sé que el Señor tiene predilección por las ovejas perdidas, y yo soy una oveja perdida’. Así, con toda la sencillez del mundo). Dios mío, si nosotros fuéramos capaces de darnos cuenta de la necesidad que tenemos del Señor. Y eso era una persona que había destrozado su vida, que tenía su vida verdaderamente destrozada, y tenía conciencia de que a quien necesitaba era a Dios y de que Dios no la abandonaba a ella, y no la ha abandonado.

Entonces, ¿qué es el combate cristiano contra las fuerzas del mal? Es abrir nuestro corazón al amor de Dios. No es combatir contra nadie. Ésta es una frase que me la han oído quienes vienen aquí los domingos, me la han oído citar muchas veces, porque me parece una frase llena de sabiduría y muy útil para muchas cosas; es una frase de Chesterton, de este hombre genial que tenía intuiciones profundísimas sobre la vida humana y sobre las cosas de la vida, cuyo proceso de beatificación (siendo un novelista y un hombre de mundo, de mundo, mundo, periodista) la ha abierto el Papa Francisco, decía: “No nos damos cuenta, pero la mejor manera de no tener pensamientos malos es tenerlos buenos”. Parece una tontería, pero muchos de vosotros sois padres de familia: no se educa a los hijos simplemente diciendo “no hagas esto que está mal”, se educa enseñándoles a reconocer el jamón de “pata negra”, el bien. Porque el bien es bueno y el corazón del hombre…, igual que el gusto de la boca está hecho para el “pata negra” o para el buen vino, y no hace falta haber hecho cursos de enología o de “jamonología” (si es que eso existe), para distinguir esto es buenísimo, cuando uno ha probado lo bueno, lo malo se da uno cuenta de lo que es sin necesidad de que te lo digan o te lo prohíban. Entonces, convertirse no es luchar contra el mal que hay en nosotros. A veces, en esas luchas contra el mal se pone muy de manifiesto que tenemos un orgullo muy grande, que nos fastidia el mal porque rompe nuestra imagen delante de nosotros mismos, en nuestra conciencia, o delante de nuestra familia o de los que tenemos cerca. Se lucha contra el mal abriéndoTe a Ti el corazón, Señor.

Hay una frase de Oscar Wilde, que yo sé que tiene muy mala fama, y sin embargo, aunque era un gran pecador, también era un hombre de fe, y en uno de sus poemas dice: “Señor, sólo por la sangre y por la herida que hay en un corazón roto a veces eres Tú capaz de entrar”. Eso no lo dice alguien que no tiene experiencia de la gracia y del perdón de Dios. Ese es el trabajo de la Cuaresma: abrir nuestro corazón, más o menos roto, pero que siempre tiene algunas fisurillas por ahí, y entra Tú, Señor, pon tu luz.

La Iglesia nos ofrece tres caminos. Los conocéis de sobra. Los acabamos de oír en el Evangelio. Tres caminos que nos permiten salir de nosotros mismos, hacernos más conscientes de que somos criaturas. Y los tres son buenos. Dominar nuestro afán de suficiencia, de pensar que nosotros somos los dueños de nuestra vida, aprender a vivir de una forma más sencilla, compartiendo más con quienes nos necesitan. A lo mejor, tiempo. A veces, de lo que somos más avaros no es de dinero, es de tiempo, es de nosotros mismos, es de la capacidad de escuchar, es de la capacidad de dar consuelo, simplemente escuchando, dejándole a una persona que te abra su corazón, que te cuente o que llore sus heridas. Unos a otros, en las familias, en las casas de pisos, en los barrios, en la misma hermandad.

La limosna, la oración y el ayuno cubren toda la vida. Si caminamos por ese camino que la Iglesia nos propone, nuestra vida se fortalece, crece, crece sencillamente porque esas tres realidades la abren a la luz de Cristo, esa luz de Cristo que en la Semana Santa resplandecerá como amor, como don para nosotros en la Palabra hecha carne que llega hasta el límite del amor: no hay amor más grande que dar la vida por aquellos a los que uno quiere, aquellos a los que uno ama. Y el Señor la da por ti, por mi, por cada uno de nosotros. Y en esa luz de la Pascua, que nos abre un camino nuevo en la historia; nos permite ser el pueblo de la esperanza, en un mundo de desesperanza; nos permite ser el pueblo del amor, en un mundo donde escasea el amor; nos permite, una y otra vez, con el perdón de nuestras faltas, ser un pueblo de misericordia y de perdón donde no hay o existen cada vez menos la misericordia y el perdón. Tenemos un trabajo precioso en este mes, o poco más de un mes, que es nuestra Cuaresma. Que el Señor nos sostenga en este camino y que podamos celebrar la Pascua llenos de la alegría, de la gratitud de la vida nueva que el Señor nos da.

El Papa ha escrito un Mensaje que yo os invito a que leáis. Sencillamente dice el título del Mensaje: “La Palabra es un don. El otro es un don”. En este año, en que leemos el Evangelio de San Mateo, las lecturas de la Cuaresma están todas ellas orientadas hacia el Bautismo, las lecturas de los domingos de Cuaresma. Es ir de nuevo hacia la vida nueva que la Pascua nos da. Que la saboreéis, que la disfrutéis, que las leáis, una y otra vez, las lecturas de cada domingo. Siempre las lecturas de Cuaresma dan mucho juego y nos dicen muchas cosas, y nos iluminan mucho. Pero las lecturas de los domingos valen para toda la semana. Uno puede, y con la oración del domingo, vivir con ellas la semana entera, como repitiéndolas, como dejando que calen en nosotros como la lluvia.

La Palabra es un don, la Palabra que la Iglesia nos anuncia en este tiempo de Cuaresma, la Palabra grande que nos anunciará en la Semana Santa, la Palabra silenciosa del Viernes Santo es un don, un don inmenso para nuestra vidas, un regalo fabuloso que el Señor nos hace. Pero si comprendemos ese don, entonces el otro es un don. Tú, seas quien seas, te llames como te llames, eres un regalo, eres un don. Poder vivir así la vida resume, es como un resumen de la novedad de Cristo, de todo lo que yo os decía antes, de ese ser el pueblo de la esperanza, ser el pueblo del perdón, ser el pueblo del amor; es reconocer a la persona que tienes delante como un don, como un regalo que Dios nos hace. Siempre. Y si es el pesado de tu cuñado, que no hay quien aguante, sigue siendo un regalo. ¿Sabéis por qué? Porque te permite salir de ti mismo y eso es un regalo muy grande. Si sólo agradecemos cuando aquello que a mi me gusta, al final los límites de mi vida se acaban en mi epidermis, se acaban en mí y la vida se convierte en una soledad cada vez más grande, cada vez más sola, más vacía, más triste. El que es más pesado, el que es más pobre, el que no tiene nada que darme, ése es el que es más regalo porque me permite salir de mi. También esta anécdota, que algunos me la habréis oído contar: era un matrimonio que habían adoptado a un niño (aunque les habían dejado escoger de los que tenían, hace de esto treinta años casi) y les habían dado un paralítico cerebral muy profundo, y lo acogieron, porque dijeron: ‘Si fuera nuestro, no podríamos escogerlo. Por qué lo vamos a escoger, ¿porque es rubito?, ¿porque tiene los ojos azules? Eso no es justo para un bebé’. Y les dieron un paralítico cerebral profundo que todo el mundo decía que iba a morir cuando tuviera once o doce años. Hoy tiene veintiocho. Sigue en un carrito de ruedas, no se ha desarrollado, no ha crecido, hay que darle de comer con una pajita, no habla, sonríe a la voz de su madre, y de sus hermanos, que lo adoran y que lo consideran un regalo grandísimo en su casa. Yo confirmé a ese niño. Hicimos una fiesta después, y confirmando a ese niño, un poquito antes de la Confirmación, la madre me dijo: ‘Mire, no le voy a decir que no he llorado noches, muchas, pero también le puedo decir que yo le debo a este hijo más que a nadie en este mundo, incluyendo mi marido’ (estaba el marido allí delante), ¿por qué?: ‘porque él me ha enseñado lo que sólo él podía enseñarme y nadie más que él, y es a querer como Dios me quiere a mi’. Quien no nos puede dar nada nos enseña lo que nadie más que ellos os pueden enseñar; quien tiene muchas deudas con nosotros y estamos muy enfadados porque me ha tratado muy mal, porque me ha hecho esto, me ha hecho lo otro, porque tenemos mil razones para estar enfadados con él, ése me da la posibilidad de amar y de perdonar exactamente igual que Dios me quiere a mi. Os aseguro que parece algo imposible, pero Dios lo hace posible. Y sólo eso hace que la vida sea bonita; sólo eso cambia, literalmente, revoluciona el mundo.

Señor, concédenos llegar a la Pascua con un corazón lleno de gratitud por tu gracia, por tu perdón.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

1 de marzo de 2017
S.A.I Catedral