Fecha de publicación: 25 de junio de 2019

Queridísima Iglesia del Señor (reunida aquí esta mañana para celebrar este día grande que para nuestra ciudad y la Tradición de nuestra Iglesia es casi el más grande del año: el día del Corpus Christi), Pueblo Santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo: 

Qué alegría -como dice el Salmo- “qué dulzura, qué delicia convivir los hermanos unidos”, hallarnos en Presencia del Señor, que es el que nos une y crea entre nosotros esos lazos que si somos conscientes de ello, son más potentes que los lazos de la sangre y de la familia; que son los lazos de la Comunión en el Cuerpo de Cristo. 

Saludo también a las excelentísimas autoridades, tanto municipales, civiles como militares, también a la Maestranza, también a las cofradías, y saludo especialmente a la Cofradía Sacramental que tiene su sede en la parroquia del Sagrario, es decir, en la parroquia del Sagrario de la Catedral, es decir, en la Catedral; y a los religiosos y a las religiosas, a la Hospitalidad de Lourdes, a tantos grupos parroquiales y fieles cristianos, miembros del Cuerpo de Cristo, gozosos de celebrar hoy juntos esta fiesta del Corpus. Saludo de una manera muy especialísima a los niños y niñas de Primera Comunión.

No sólo desde instancias de la Iglesia, desde sacerdotes o pastores que predicamos, sino desde muchas otras voces del mundo, describen como que uno de los rasgos más sobresalientes y, al mismo tiempo, sobrecogedores de nuestro mundo, es la soledad. La soledad de las personas. En algunos países, hasta se ha creado un “ministerio de la soledad”. Cada vez hay más personas que viven solas, cada vez el tejido social es tan tenue, tan tenue que desaparece. Incluso la familia, tantas veces perseguida y que sólo puede sobrevivir a base de afrontar constantemente como en una carrera de obstáculos, dificultad tras dificultad, se encuentra muchas veces rota, destruida, en ruinas, con un inmenso dolor que además no se cura con medicinas, sino que toca las fibras más profundas de nuestra humanidad.

Dejadme deciros que esa soledad nace de muchas causas, y la historia de eso es muy compleja, y no es que no sea bueno estudiarla, comprenderla, y ver sus pasos y sus matices, claro que lo es; pero hay una causa fundamental y es que, desde hace muchos siglos, a Dios se le concibe como alguien que está ausente. Dios es el gran ausente de la vida, el gran ausente del mundo, el gran ausente de la Creación. Dios está fuera: fuera del mundo, fuera de la Creación, fuera de nuestra vida. Dios está ausente y un Dios ausente es como el propietario de una granja ausente, es decir, la granja se termina destruyendo. Y nuestra sociedad se destruye y se destruye por dentro, no necesariamente por enemigos que la destruyen o que la arruinan, sino que se destruye por dentro por falta de esperanza, por falta de motivación para amar la vida, por falta de motivación para seguir amando a quien uno se da cuenta que no lo merece o que nos ha hecho daño, o que se ha portado mal con nosotros. La conciencia, la actitud psicológica, que es la actitud normal del hombre contemporáneo, la de nosotros que estamos aquí, la mía si no estoy permanentemente atento a corregirla, es que Dios no está, que Dios no está en las cosas, que Dios no está presente en la vida… ¿Cuántas veces nos hemos preguntado dónde estaba Dios en Auschwitz o en el Gulag?, ¿o dónde está Dios en los tsunamis?, ¿o dónde está Dios en las matanzas y en las guerras? Sólo el hecho de formular esa pregunta pone de manifiesto nuestra percepción de la ausencia de Dios. Eso es algo, en los mismos albores de la modernidad, en los primeros momentos, donde apenas se comprendía que algo estaba empezando a cambiar en la historia europea, en esos mismos albores es cuando la Iglesia, que siempre trata de ser un poco alternativa para servir de confrontación y de elemento crítico a la evolución rutinaria de una sociedad, crea la Iglesia en ese momento la fiesta del Corpus Christi, la fiesta de la Presencia. Dios está presente. Jesucristo está presente, y presente realmente en la Eucaristía.

La verdad es que la Eucaristía depende por entero del hecho de la Encarnación. El Hijo de Dios se hizo hombre y se hizo presente. Dios. No sólo el ingeniero que crea el universo, sino el Ser que comparte Su Ser y Su Vida con todas las criaturas, que no son sino un desbordar de Su Amor y de Su entrega, haciendo a todas ellas partícipes de su propio Ser, en medidas diferentes, sin duda. Hasta esa suprema criatura suya que somos cada uno de nosotros imagen y semejanza de Dios. Ese Dios se hace carne, se hace pequeño, se hace uno de nosotros, comparte nuestro destino, comparte nuestros sufrimientos, comparte nuestra muerte y de la forma más terrible, para mostrarnos que Su Amor vence a todo; para mostrarnos que Él llega hasta el sufrimiento más profundo y más recóndito de nuestro corazón, hasta el sufrimiento de aquel que muere absolutamente solo. No hay soledad, no hay herida, no hay dolor que no esté llena de Cristo. Pero, puesto que encarnarse significaba vivir una vida humana y una vida humana tiene un límite de tiempo, y Él era el triunfador de la muerte, quiso quedarse con nosotros, también de una manera misteriosa, pero para seguir presente entre nosotros. Y se queda entre nosotros de dos maneras que se entrelazan entre sí: se queda en la Eucaristía, se queda en la Comunión de la Iglesia. Se queda en su Cuerpo.

Cuando pensamos en la Iglesia, pensamos espontáneamente en el Cuerpo Místico de Cristo y, sin embargo, si yo os dijera que hasta que se crea la fiesta del Corpus Christi, más o menos, en ese mismo entorno el Cuerpo Místico de Cristo era la Eucaristía, ¿y sabéis cómo se llamaba a la Iglesia? El Cuerpo real de Cristo. El Cuerpo donde la Encarnación seguía hecha carne en nosotros, en nuestras vidas, en nuestra Comunión, en vuestra comunión de esposos, en vuestra comunión de padres e hijos, de vecinos, de amigos. En esa Comunión que tendencialmente –nosotros conocemos en la vida a unos pocos cientos de personas- quisiera abrazar al mundo entero, porque Su Corazón, nuestro corazón, es ya no el corazón de un ser humano, sino el corazón transformado por la Presencia de Cristo en nosotros, por la Presencia del Espíritu de Cristo en nosotros. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. 

A lo largo de toda la modernidad, santos como san Juan de Ávila, san Ignacio de Loyola o santa Teresa lo que han subrayado por encima de todo es la Presencia del Señor; la Presencia viva de Cristo, con el cual uno puede tener una relación viva. Porque no es alguien que vivió en el pasado; es alguien vivo que ha triunfado a la muerte y que está presente en nosotros; y que está presente en nosotros de una manera especial: en la Eucaristía. Eso es lo que hoy veneramos, lo que hoy adoramos, lo que hoy recorre nuestras calles en un deseo de bendecir todas las casas, no sólo las de las calles por las que pasa el Señor, sino todas las casas de esta ciudad, y, a través de ellas, todas las casas del mundo, Dios mío. Y no las casas, ni las piedras, ni los tejados, sino las personas.

Porque, y eso es otro punto que quisiera subrayar, Cristo no se hizo hombre para que le adoráramos. Cristo no se ha hecho Eucaristía para ser adorado. Cristo no ha venido para que le adoremos. Cristo ha venido para que le comamos. Cristo ha venido para venir a nuestro cuerpo, para venir a nuestro corazón, para hacerse uno con nosotros de una manera tan íntima como la comida se hace parte de nosotros mismos, y así poder acompañarnos en el camino de la vida.

Está muy bien venir a adorar al Señor, está muy bien que se desarrollen en nuestra diócesis lugares de adoración donde vamos y sabemos que el Señor está presente, pero es mucho más importante que comprendáis que cada vez que recibimos al Señor en la Eucaristía no viene ahí para estar cinco minutos y yo le pido por mis padres que están enfermos, o por este matrimonio que está sufriendo una dificultad, y luego yo voy y vuelvo a la vida secular, a la vida ordinaria… ¡No! ¡Cristo se ha hecho uno conmigo! Yo soy miembro del Cuerpo de Cristo y cuando digo “yo”, no digo “yo, obispo”. Tú. Cada uno de nosotros somos miembros de ese Cuerpo de Cristo, Cristo vive en nosotros, su Espíritu está en nosotros. Otra cosa es que lo apaguemos porque nos distraen tantas cosas o que no le dejemos manifestarse y expresarse con libertad, o que no seamos ni siquiera conscientes, pero el ideal de Cristo no es estar encima de un altar en una custodia de oro maravillosa. El ideal de Cristo es estar en tu corazón: cuando ríes, cuando lloras, cuando celebras el cumpleaños de tus nietos y te das cuenta de lo preciosa que es la vida una vez más, o cuando sufres esa dificultad que no terminas de entender, porque no se puede entender el mal, que es un misterio que se nos escapa y sólo hay una manera de afrontarlo y es abriéndose a la Misericordia infinita del Señor, y comprendiendo que ese mal que me parece tan horroroso podría ser mío mañana; o que si me dejo impactar por él de tal manera que surge en mi corazón el deseo de venganza, estoy yo cometiendo ese mismo mal o dejándome arrastrar, o dejando arrastrar mi corazón a ese mismo mal que tanto daño me hace y que tanto odio. Sólo hay una manera de afrontar el mal y es como el Señor afronta el nuestro. ¿Qué ha vuelto el hijo pródigo? Un banquete. Que te encuentras con la mujer que ha tenido cinco maridos y el Señor no le dice “vete a arreglar tus matrimonios y pon tu vida en orden y luego hablamos”. No. Le habla del agua viva que Él tiene y que le podría hablar, y ya ella sabrá cómo arreglar aquello, y lo arreglará, y se convertirá en uno de los apóstoles primeros y más firmes y valientes de Cristo. Sólo el Abrazo del Señor cura nuestro mal. Sólo la mirada de amor del Señor es capaz de limpiar nuestros ojos y nuestro corazón de nuevo. Pero –subrayo-, Cristo no ha venido para quedarse sobre el altar. Cristo ha venido para venir a nosotros, para hacerse uno con nosotros (…), para ir con nosotros donde vamos, para entrar en el colegio, para entrar con nosotros en el hospital, para acompañarnos en aquel momento en que no nos acompaña nadie, porque ya no pueden acompañarnos, que es el tanatorio, y allí está, San Pablo decía: “Dichosos los que mueren de la mano de Jesús”, que eso significa “los que mueren en Jesús”. Hasta el momento de la muerte, cuando nadie puede acompañarnos, el Señor está presente, presente a nuestro lado, presente más que a nuestro lado, en nosotros, dentro de nosotros. Dios mío, si comprendemos el alcance de la fiesta del Corpus y de dónde nace y cuál es realmente su significado para nuestras vidas…

Os decía antes que hay dos cuerpos: el Cuerpo de Cristo que es el Sacramento donde está realmente y misteriosamente presente, y el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, que somos todos nosotros, unidos por los lazos de la Comunión de los Santos, del Espíritu Santo, donde también está realmente presente y misteriosamente presente. Y un cuerpo alimenta al otro. Sin el alimento de la Eucaristía, Cristo no podría venir a nosotros. Pero Cristo no cumple realmente su misión plena hasta que nosotros no somos conscientes de que somos el Cuerpo de Cristo en la calle, de que somos el Cuerpo de Cristo en el mundo. ¿Porque hacemos cosas raras?, ¿porque estamos contra los que no conocen a Cristo? ¡En absoluto! Si esos tenían que ser el objeto primero de nuestro amor y de nuestra delicadeza y de nuestro afecto. No. Porque vivimos con una alegría que no hay tienda, ni farmacia, ni producto químico que sea capaz de producir. Una alegría que nadie puede arrebatarnos. Una alegría que nace de la libertad gloriosa de los hijos de Dios, y de que somos este Pueblo único hecho de todos los pueblos, de todas las razas. 

Hoy, se celebra el Corpus en unas pocas ciudades de Andalucía, pero el domingo se celebrará en toda la Iglesia, desde el Japón hasta Chile, Alaska, China… Yo me quedé helado cuando me enseñaron una foto de hace pocos años en un pueblo celebrando una procesión del Corpus con el Santísimo en la China continental. Tomada en 1996, en la China donde el cristianismo está perseguido. Una procesión del Corpus por la calle con el cura con el Santísimo, y la gente, una arrodillada… ¡Que el Señor no se rinde! ¡Que el amor de Dios, porque es infinito, no se rinde! No tira la toalla jamás, no la tira conmigo, no la tira con nadie, no la tira con este mundo 

Señor, vamos a salir Contigo. Vamos a salir acompañándoTe en un gesto mínimo de gratitud, a cambio de esa compañía que Tú nos haces todos los días de nuestra vida. Pero quisiera que calase en vuestro corazón que esa compañía no es la compañía de alguien que está fuera de nosotros y que está a nuestro lado, sino que está en nosotros, que vive en nosotros; que jamás, ni un segundo, ni una milésima de segundo, nos deja solos.

Sólo recuerdo una verdad del Catecismo antiguo que las personas, al menos de mi generación, todavía han podido oír y que hemos olvidado. Empezaba yo diciendo que Dios está ausente. En nuestra experiencia humana de hombres del siglo XXI, desde luego, muy ausente. “El silencio de Dios” hablaban ciertos novelistas del siglo pasado, viviendo la Segunda Guerra Mundial y otras cosas, igual de horribles y de dolorosas. Y el Catecismo decía: “¿Dónde está Dios? En el Cielo, en la tierra y en todas partes”. Gracias a la Encarnación nosotros podemos comprender mejor que eso es verdad; que Dios está en nuestro corazón, que está en el corazón de las víctimas, de todas las víctimas: víctimas de explotación, víctimas de abuso, víctimas del odio, víctimas de los intereses económicos y políticos que causan tantísimas víctimas, más que ninguna otra cosa en el mundo. Allí está el Señor, más que en ninguna otra parte. Y cuando nuestro corazón está roto o cuando nosotros afrontamos la muerte, allí está el Señor, más que en ninguna otra parte. Y os aseguro que esa medicina es mucho más importante que la sedación. La sedación sirve para aliviar el dolor, pero es una triste medicina para paliar la soledad. La certeza de que uno muere de la mano del Señor, o de que el Señor está con quien está sufriendo, hasta en la muerte y hasta después de la muerte, no disminuye en nada mi conciencia ni mi humanidad; me permite afrontar la muerte como un ser humano consciente de quién soy, de dónde vengo, adónde voy y quién me espera al otro lado de la muerte.

Celebrar el Corpus implica todo eso, pero implica, si nos damos cuenta, una belleza impresionante. Una belleza enorme que hace gozosísima la vida; que hace una aventura verdadera la vida, digna de ser vivida, digna de ser luchada y digna de ser vivida hasta el final como un hijo de Dios, como un hombre, como una persona humana amada por Dios, por quien Jesucristo, el Hijo de Dios, ha derramado Su Sangre y miembro de su Cuerpo. Hasta el momento de la muerte, claro que sí.

Que el Señor nos conceda vivir todo esto y disfrutar todo esto, porque si Dios es Amor, el amor no tiene otra razón de ser que el gozo y el disfrute del ser amado. Si Dios nos ama no es con más finalidad, ni siquiera para que seamos buenos. Sería un amor empequeñecido si Dios nos amara para conseguir que así nos portáramos bien. Nos ama porque somos sus hijos, nos ama como somos, y nos ama para que disfrutemos del amor que Él nos da 

Que lo disfrutemos siempre y todos. Y que el mundo pueda reconocer en nuestra esperanza y en nuestra alegría la Presencia de Dios, no sólo en el Sacramento, sino en ese sacramento que son nuestras vidas juntas.

Que así sea para todos. Que se lo pidamos todos juntos en este día precioso del Corpus. 

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

20 de junio de 2019
S.I Catedral de Granada

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