Queridísima Iglesia del Señor (porción de la Iglesia del Señor reunida aquí hoy para celebrar el Misterio de la Navidad, porque seguimos celebrando la Navidad en la Solemnidad de la Sagrada Familia), Esposa amada de Jesucristo, que es la Iglesia de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes, D. Manuel y D. Miguel Ángel;
queridos hermanos y amigos (saludo especialmente a los que venís de fuera, a los que estáis de visita estos días en Granada):

Os decía hace un momento que estábamos celebrando la Navidad, claro que sí, porque la Navidad, al igual que la Pascua, y antes también, se llamaba Pascua a la Navidad; de hecho, antes nos felicitábamos “¡felices Pascuas!”, todavía con frecuencia. Y ese “Felices Pascuas” viene del hebreo y son dos momentos fuertes del paso del Señor por nuestra historia y por nuestras vidas. La Navidad es un momento fuerte de ese paso, porque celebramos que Dios no ha desdeñado la miseria y la pobreza de nuestra humanidad, sino que ha querido compartir nuestro camino de hombres, hacerse uno con nosotros. Eso es lo que proclamamos cuando hablamos de la Encarnación, lo que proclamamos cuando celebramos la Navidad, lo que es el núcleo duro de nuestra vida cristiana. Y la Sagrada Familia forma parte de ese núcleo duro, igual que lo forma el martirio de San Esteban, el Evangelio de San Juan y la muerte de los Inocentes, que son las tres cosas que hemos celebrado entre la Navidad y hoy.

Quien ha conocido a Jesucristo sabe que Su Gracia vale más que la vida. Quien ha meditado el Evangelio de San Juan sabe que Dios es Amor y es Luz, y luz para nuestras vidas, para nuestro destino, para nuestra existencia, y quien a celebrado los Inocentes sabe que en la historia sólo hay un inocente, sólo hay un santo, que es Dios, y que aquellos niños que no conocían a Jesús, que probablemente hubiesen destruido a la Sagrada Familia si hubiesen sabido por qué morían sus hijos, sin embargo son venerados por la Iglesia como mártires. Se hace ahí verdad un dicho que san Juan Pablo II solía repetir muchas veces “que Cristo, el Hijo de Dios, por su Encarnación se ha unido en cierto modo a todo hombre”. Como todo hombre es víctima al menos del pecado y de la muerte, ciertamente no hay sufrimiento humano, no hay dolor humano, no hay herida humana que el Señor no considere como suya desde la Encarnación; que no sea realmente suya, desde la Encarnación.

Nosotros tenemos la gracia inmensa, y sin haberla merecido, de ser conscientes de ello, pero es cierto que Jesús de alguna manera se ha unido a todo hombre, y la vida de todo hombre y el dolor y la muerte de todo hombre forma parte hoy de la Pasión de Cristo, en la que la frase fundamental es “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Por eso los sacerdotes levantamos las manos al orar, es para interponer las llagas de Cristo entre Dios y nuestra pobre humanidad, ésa es la razón profunda de ese gesto que la Iglesia mantiene desde los primeros siglos.

Si el Hijo de Dios se ha hecho verdaderamente hombre, tenía que nacer en una familia. Por eso digo que la fiesta de la Sagrada Familia es parte esencial de la Navidad. Cuando la Iglesia, allá por el año 450, después de que en el mundo de la filosofía y de la cultura helenista se preguntaba “si es hijo, será menor que Dios, entonces será a lo mejor un demiurgo, no es Dios del todo”, y aquello generaba muchas dificultades al pensamiento, asumir la divinidad o, mejor dicho, asumir la humanidad de Jesús suponía un grave problema. Tenían menos problema en admitir que Jesús fuese Dios, ¿pero como se compaginaba aquello? Al final, la Iglesia, en un Concilio que se llama el Concilio de Calcedonia, en el año 451, describió con cuatro adverbios cómo se unían lo humano y lo divino en Jesús. Os repito esos cuatro adverbios, porque son muy importantes, porque, en Jesús, se une lo divino y lo humano de esa manera, pero en nosotros también, de una manera más pobre, más pequeña, pero también, y es muy importante tener presente cómo actúa lo divino en nosotros: la humanidad y la divinidad de Jesús se unen sin mezcla y sin confusión. Lo divino es divino y lo humano es humano. Sin mezcla y sin confusión. Y eso tiene consecuencias muy importantes para nosotros: si a uno le atropella un coche y se rompe o pierde una pierna, es absurdo pedirLe a Dios que intervenga para de repente tener esa pierna. Lo humano es humano y lo divino es divino. Sin mezcla y sin confusión. No se confunden lo divino con lo humano. Pero, al mismo tiempo, sin separación y sin división. La unión que hay entre Dios, entre el Verbo de Dios, y la humanidad que recibe Jesús de la Virgen, es la misma unión que hay –es muy parecida, no es igual–, es muy parecida a la que hay entre el alma y el cuerpo. Y entre nosotros, la unión de lo divino y lo humano en nuestra vida es muy, muy parecida, no de la misma manera que Jesús, pero ahí sí que es realmente casi igual que la unión entre el alma y el cuerpo.

Nosotros no podemos separar el cuerpo de nuestra alma. No podemos asignar el alma al cerebro, al brazo, a las vértebras o a la médula. No. Si me duele un dedo y ese dolor es muy fuerte, no puedo estudiar. Alma y cuerpo están entrelazados y unidos de una manera total. Ese entrelazamiento es el que existe, es muy parecido al que existe entre lo divino y lo humano en Jesús.

La familia es el lugar, yo creo que es el invento más grande de Dios. Cuando Dios crea al hombre y a la mujer los crea pensando en que los hombres, hombres y mujeres, pudiéramos comprender cómo Jesús, cómo el Hijo de Dios nos iba a ama y se iba a unir a nosotros. “Abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”. Eso está dicho, en primer lugar, de Cristo y de la Iglesia, y del segundo Adán y de la segunda Eva, que es la Iglesia. Por eso, yo digo siempre “Esposa amadísima de Jesucristo” cuando me refiero a la asamblea cristiana, porque lo es, porque los sois, porque lo somos. En nuestra comunión, somos la Esposa de Cristo. Pero Dios ha inventado el matrimonio y la familia para que le entendiéramos algo a Él, y es el invento más precioso de Dios. El amor más bello que existe es el amor de los esposos y de los padres a los hijos. Mi madre, que era una mujer muy sencilla, campesina, solía decir que tenía mucha gracia, que Dios había puesto un mandamiento a los hijos de honrar a los padres, pero no había puesto un mandamiento a los padres de honrar a los hijos, porque no hacía falta -decía ella-, porque los padres normalmente, en un clima razonablemente sano, entregan su vida por el bien de sus hijos; los aman.

Dios mío, que podamos comprender que la clave de nuestra vida es Jesucristo, que Jesucristo es la clave de lo humano y que su nacer en una familia es la clave de una vida familiar. Que la familia no es una cosa secular, natural, mundana que hay que resolver con técnicos cuando hay un conflicto. La familia es un misterio en el que, si uno profundiza un poco, se termina encontrando con el Misterio de Dios, que es luz que ilumina nuestras vidas en el Nacimiento del Hijo de Dios, en la Familia de Nazaret.

PidámosLe al Señor que toda la belleza que hay en esa familia en la que Dios es el centro se refleje en la medida de nuestras fuerzas, de las capacidades de cada uno, de la historia de cada uno, pueda reflejarse en nosotros, sin confusión, pero sin división. La Tradición de la Iglesia dice también que el alma de la Iglesia es el Espíritu Santo. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, y vive en mí porque me ha comunicado su Espíritu de Hijo de Dios. Lo divino está en nosotros. La Iglesia es una realidad divina y humana. Su humanidad nos aparece todos los días, porque somos conscientes de nuestros defectos, y vemos los defectos de los demás, generalmente mucho mejor que los nuestros, y vemos los defectos de la Iglesia, generalmente mucho más que los nuestros. Todos tenemos defectos. Pero es divina y humana porque en nosotros no deja de estar, en nuestra comunión, presente jamás el Espíritu de Jesucristo, el Hijo de Dios. Cuando comulguéis hoy, recibís a Cristo, misteriosamente, y recibís a Cristo para que recibáis su Espíritu, y se hace uno con vosotros de una manera más incluso que lo del alma, porque es como el alimento que se disuelve en nuestro cuerpo. Lo divino está en nosotros, y vais a la cocina, vais a ver un partido de fútbol o a celebrar un cumpleaños y es Cristo quien va a ver el partido de fútbol con vosotros o quien va a bailar en ese cumpleaños, o quien va a estar con vosotros estéis donde estéis. Qué poca conciencia tenemos los cristianos de que estamos hechos a imagen del Hijo de Dios y que, por lo tanto, hay una realidad divina en nosotros. Somos el Cuerpo de Cristo, somos la humanidad de Cristo y nuestras familias son el signo de la comunión que hay en Dios.

Hay un proverbio medieval que dice que “cuando lo que es mejor se corrompe, se convierte en lo peor”. Os acabo de decir que la familia es la creación más exquisita de Dios. El amor de los esposos es la creación más exquisita de Dios; la fecundidad de ese amor en los hijos es la Creación más exquisita de Dios. Pensando en lo que tendría que ser la Iglesia, pensando en el Misterio de Dios que se hace carne y humanidad en la Encarnación del Hijo de Dios; pero cuando lo mejor se corrompe, se convierte en lo peor. Pasa lo mismo: el sacerdote es un don precioso que Dios ha hecho a su Iglesia, pero un sacerdote corrompido es lo peor, porque es un escándalo, porque hace daño, porque hace daño al Cuerpo de Cristo. Por eso, cuando os pedimos que pidáis por vuestros sacerdotes os lo pedimos por vuestro bien, porque necesitáis la presencia de sacerdotes que puedan ser signo del amor de Cristo. ¿Por qué quiero decir esto? Porque en un mundo tan alejado de Dios como el nuestro, que a veces nos contagia; cuando la familia deja de ser signo del amor de Dios se convierte en idolatría (la idolatría más terrible es muchas veces la idolatría de la familia. De hecho, el Señor habla muchas más veces de la idolatría posible de la familia que de lo maravillosa que es la familia. Vais a encontrar en el Evangelio muy poquitas cosas románticas y bucólicas sobre lo que es la familia, y si embargo sí que encontraréis “el que ama a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí”, “el que ama a su hijo o a su hija más que a mí –y ahí es donde se pone más de manifiesto la idolatría– no es digno de mí”). Sólo cuando Dios es el centro de nuestras vidas, entonces la familia adquiere su grandeza y su belleza verdaderas.

No me detengo en ello porque eso necesitaría un año entero de catequesis, y de diálogo y de discusión con vosotros, pero pensad que lo más bello que es el amor esponsal y la familia, si se corrompen, se convierte en idolatría. Lo malo de los ídolos es que nos devoran a nosotros y uno termina odiando aquello que había empezado idolatrando. Se genera el resentimiento y ese mecanismo de idolatría y de resentimiento destruye a las familias y vemos las ruinas de ellas a nuestro alrededor.

Dios mío, que Tú seas el centro de nuestras vidas, para que nuestras familias puedan resplandecer de la belleza y de la cruz de Tu amor, pero de la cruz y de la belleza infinita de Tu amor. Que así sea para todas nuestras familias y las de nuestros seres queridos. Ojalá sea así para toda la Iglesia de Dios.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

29 de diciembre de 2019
S.I Catedral de Granada

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