Fecha de publicación: 21 de febrero de 2017

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo, pueblo santo y amado de Dios:

Celebrar una Eucaristía un domingo es siempre, como dice el Concilio, el culmen de la vida cristiana. Un pueblo que se reúne en torno al altar para dar gracias al Señor por el acontecimiento que ilumina toda la historia humana. El primer día de la semana, Jesús, el Hijo de Dios, vence a la muerte y genera en nuestra historia y en nuestra carne una luz que nunca jamás se extinguirá. Damos gracias a Dios por ello, por ese don, inefable, que nos acompaña a lo largo de la vida en todas nuestras circunstancias. Damos gracias también por esa buena noticia que es el Evangelio y las lecturas que acabamos de escuchar, pero, sobre todo, el Evangelio. No es bueno verlo como una exigencia. Si lo viéramos así, sería una exigencia espantosa, terrible, que ninguno de nosotros estamos en condiciones de cumplir, ningún ser humano está en condiciones de cumplir.

Hay que verlo como una posibilidad. En la ley de Moisés, Dios había dicho a su pueblo: sed santos porque yo soy santo. Y santo no significa capaz de hacer obras grandes, heroicas, llamativas. La santidad de Dios pone de manifiesto que el ser de Dios es distinto a nosotros, y que mientras nosotros la vida nos mueven a veces intereses muy pequeños, a Dios le mueve la misericordia y el amor. Dios perdona nuestras culpas, nos rescata; rescata la vida de la muerte, derrama sobre nosotros su misericordia.

El mensaje de Jesús en el Sermón de la montaña en el Evangelio que acabamos de escuchar y que continúa el de la semana pasada, en realidad nos abre ese abismo de la santidad de Dios como referencia para nuestra vida. ¿Y cuál es ese abismo? Un amor sin condiciones y sin límites; un amor que no se deja vencer nunca jamás, por nuestra pequeñez, por nuestra pobreza, por nuestras miserias y nuestros pecados. Es por eso por lo que podemos dar gracias, porque el Señor nos proponga esa referencia. Es lo mismo que el mandamiento que Él dirá justo antes de morir: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. La referencia es que Dios es amor. Y eso lo hemos conocido en Jesucristo, que es amor incondicional. Y por supuesto, participando de ese amor, acogiendo ese amor, también en nuestro corazón se ensancha, se abre.

Fijaros. El amar al prójimo, es verdad, es un mandamiento de la ley, de la ley antigua, y está recogido en la nueva, porque cuando el Señor pregunta “¿cuáles son los mandamientos más grandes de la ley?: Amarás al Señor con todo tu corazón y al prójimo como a ti mismo”, pero eso estaba en el Antiguo Testamento regulado también por la Ley del Thalion –“Ojo por ojo y diente por diente”; amo a mi prójimo, pero si mi prójimo me hace daño, yo tengo que devolver ese daño. Y eso hace la vida invivible, realmente (tenemos la experiencia de ello en el Medio Oriente, ahora mismo)-. Es decir, cuando uno sólo ama a los que forman mi propia familia, mi propio grupo, mi propio pueblo y desprecia a los demás o aplica para ellos la medida de la justicia humana (“el ojo por ojo y diente por diente”), como siempre, nos hacemos daño unos a otros a lo largo de la vida; como siempre, hacemos cosas que otras personas no entienden, u otras personas hacen cosas que no entendemos bien; o se crean mal entendidos y distancias, hasta en la relación más estrecha como pueden ser el matrimonio y la familia, entre hermanos, entre padres e hijos, entre marido y mujer. Pues, al final, si la medida es esa justicia, estamos siempre perdidos. Es decir, al final, permanece el conflicto sobre el amor, vencen los límites del otro, la incapacidad del otro, el mal que el otro me ha hecho… El mal que yo he hecho, del que me avergüenzo, pero me hace alejarme más y más de los otros. Todo eso termina siendo lo que determina y condiciona nuestras vidas.

Es verdad que perdonar a los enemigos es mucho más difícil que amar al prójimo. Orar por aquellos que te persiguen y te hacen daño, por aquellos que no quieren tu bien, eso es mucho más difícil. Más difícil no, imposible. Para nosotros imposible; para Dios no hay nada imposible. Sólo sumergiéndonos en la experiencia del amor de Dios, el Señor nos va ensanchando el corazón y hace posible eso que para nosotros no lo es pero que es lo único que permite una vida verdaderamente humana. Porque, como decía el Papa en una ocasión, no tenemos padres perfectos, no tenemos un marido o una mujer perfecta, no tenemos hermanos perfectos, no tenemos hijos perfectos, no tenemos familias perfectas, no tenemos jefes en el trabajo perfectos, ni compañeros de trabajo perfectos, ni súbditos perfectos. ¿Entonces, qué? ¿Vamos a vivir siempre con una queja y en un lamento?

Entonces, no hay más que un modo de que la vida sea humana y es que la categoría última, que la medida última de nuestras relaciones sea siempre el perdón y la misericordia. La posibilidad de empezar siempre de nuevo, la posibilidad de amar más en cualquier circunstancia de la vida. Y eso, o como es la única manera que corresponde a los anhelos más profundos de nuestro corazón, es para dar gracias que el Señor nos haya abierto ese horizonte, aunque tengamos toda la vida y, además, la vida eterna para recorrer ese horizonte.

Yo sé que estamos celebrando los 25 años del comienzo de esta Campaña del Enfermo. Yo doy gracias también por los… ¿pueden ser 15, 16? ¿Cuántos años lleva la Hospitalidad de Lourdes? Granadina 8, ¿pero desde que empezasteis con Murcia?. Catorce. Damos gracias porque hace 14 años aquello despegó y luego ha ido cuajando en nuestra tierra y ahora es ya un arbusto con raíces y dando frutos preciosos. Por eso también damos gracias, claro que sí. Le pedimos al Señor que siga creciendo. ¿Qué es crecer en cristiano? Crecer en amor. No crecer en número. También, si Dios quiere, se puede crecer en número, pero en la cruz no había muchas personas. En el arca de Noé tampoco. Y sin embargo, allí estaba sucediendo la salvación del mundo. Entonces, Dios mío. Crecer en amor es la verdadera manera de crecer, y eso es lo que nos recuerda también el Evangelio de hoy: como un horizonte de nuestra vida. Gana al final quien abraza más fuerte; gana al final siempre quien ama más, quien es más capaz de perdonar, quien abre siempre la posibilidad de empezar de nuevo, quien no tira la toalla. Eso es lo que hace el Señor con nosotros. Como dice, de nuevo, dejadme citar otra vez al Papa Francisco, que tiene frases de esas de oro, que dicen un montón de cosas: “Dios no se cansa nunca de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”.

Yo sólo quiero hacer una reflexión muy brevecita sobre la enfermedad, como oportunidad, también. Si todo es gracia, como decía Teresa de Lisieux, también la enfermedad es una gracia; es una gracia para el enfermo, porque le hace consciente de un aspecto de nuestra condición humana para todos (no olvidéis que todos seremos algún día enfermo, todos, sin excepción). Todos pasaremos por enfermedades. Como de la misma manera que todos afrontaremos un día nuestra condición mortal y tendremos que afrontar nuestra muerte. Y visto desde la Resurrección de Jesucristo que celebramos cada domingo, no hay circunstancia en la vida, ni siquiera la muerte, que no sea una gracia de Dios. La muerte porque nos lleva a estar con el Señor, y digo lo que San Pablo, “que es con mucho, lo mejor”. Y no nos separa de ninguno de nuestros seres queridos, de ninguno. Al contrario, al no estar esa separación que llevan consigo también nuestra condición corporal, nos hace posible estar mucho más unidos a ellos, y a ellos más unidos a nosotros. Pero también la enfermedad es una oportunidad, para la persona enferma, para poder primero comprender, asumir nuestra condición limitada, pobre, pequeña, necesitada de ayuda, y comprender que el Único que sacia y que responde a las exigencias del corazón es Dios. Muchas personas que dicen, a cualquier sacerdote se lo dicen un montón de veces, sobre todo cuando llega el fin de año o el comienzo de año: ‘Pídale usted a Dios que nos dé salud, que es lo más importante’. Yo siempre corrijo cuando lo oigo: No es lo importante, lo más importante es tener al Señor. La salud no hace feliz, tener al Señor hace feliz.

¿Y cuántas personas he conocido yo a lo largo de mi vida sacerdotal que gracias a una enfermedad han encontrado al Señor y han empezado a vivir de verdad? Eso para el mismo enfermo. Y para los demás. Yo sé que nuestro orgullo nos cuesta mucho dejarnos querer, pero, para los demás, un enfermo cerca es una oportunidad de aprender a lo único que importa en la vida, que a la luz del Evangelio de hoy, y de casi todos los Evangelios, lo único que importa en la vida es aprender a querer, que no sabemos, que no sabemos querer; que sólo aprendemos aprendiendo en la escuela de Jesús; que sólo aprendemos oyendo las palabras una y otra vez en la Eucaristía y recibiendo su Cuerpo, recibiendo el regalo que nos hace de una vida que ninguno merecemos, y que nos regala cada vez que participamos de la Eucaristía.

Mis queridos amigos enfermos: sois una bendición, sois una bendición de la Iglesia, un regalo, sois las piedras preciosas de la Iglesia, porque ninguno de vuestros dolores se pierde junto a la Cruz de Cristo, porque para vosotros es una escuela de la necesidad que los hombres tenemos de otros, sobre todo del Otro y del amor de Dios, y porque para todos sois una oportunidad, un reclamo a que la vida es para amar y para ninguna otra cosa. Todo el mundo entero sin amor sería un mundo tristísimo, y en las circunstancias más pobres más pequeñas, más difíciles, más humildes, llenas de amor, se viven con alegría, con la certeza de que tu amor infinito, Señor, nos acompaña en todas las circunstancias de la vida.

Vamos juntos a dar gracias al Señor proclamando nuestra fe.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

19 de febrero de 2017
Parroquia de San Agustín (Granada)

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