Fecha de publicación: 14 de mayo de 2020

Dios mío, en las palabras de este Evangelio está todo el corazón de la experiencia de la Iglesia, de la experiencia cristiana. “No me habéis elegido vosotros a mí. Yo os he elegido a vosotros”. Ahondaba el Señor en su Evangelio de estos días en ese mismo pensamiento, y el concepto de elección es un concepto fundamental. Cuando el Señor quiso educar al hombre pecador elige a un hombre, a Abraham, para hacerle padre de un gran pueblo. Y lo prueba, y lo acompaña en su fe. Y del pueblo que surgió de Abraham, y que Dios fue educando con una infinita paciencia, con una exquisita delicadeza, con un amor grande en medio de muchas vicisitudes: pensad en la esclavitud de Egipto, pensad en el destierro, en la Diáspora del tiempo de Alejandro por todo el mundo el pueblo judío disperso. Sin embargo, Dios se ha mantenido fiel a sus promesas y se han multiplicado los hijos de Abraham. La promesa de “Yo multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas del mar”. Podemos decir de sobra que se ha cumplido, no sólo en el pueblo judío. Tanto los musulmanes como nosotros somos hijos de Abraham, de una manera o de otra. Y podemos apelar a la figura de Abraham: “el elegido”, “el amigo de Dios”.

Pero en el amor, nuestra relación con Dios no es una relación que nosotros establecemos con Dios; Dios la establece con nosotros al crearnos. Y cuando nos crea, nos crea para que Le descubramos, para que podamos conocer Su amor, y para que podamos gozar de ese amor. Y toda la obra de la Salvación, a través del Pueblo de Israel, toda la obra de la Salvación en la Persona de Cristo, donde se cumplen -diríamos- las promesas hechas a nuestros padres, y el que nosotros hayamos conocido a Jesucristo es fruto de una elección. Una elección que no le quita nada a nadie. Cuando nosotros elegimos entre personas, si elegimos a una no elegimos a otra. Si elegimos a una, dejamos a otros fuera, necesariamente; si amamos a una persona más, tenemos que amar a otras menos, porque nuestro corazón es pequeño y limitado. Pero Dios puede elegir sin hacer daño a los que no son, no han sido elegidos. Dios puede llamar. De hecho, nos llama a todos los hombres. Esa es una primera reflexión: la elección acompaña toda la Historia de la Salvación.

El mismo Pueblo de Israel, en un momento reflexionando sobre su sentid y sobre su significado, pone en la boca de Dios estas palabras: “No porque seáis el más grande de todos los pueblos os ha elegido el Señor, vuestro Dios. Porque sois el más pequeño de todos los pueblos. Sino porque vuestro Dios y vuestro Señor os amó. Por eso os ha elegido”. Por eso, la fe es un don. El Catecismo preguntaba: “¿Eres cristiano? Soy cristiano, por la Gracia de Dios”, no por mis méritos. Y si ha llegado hasta mí la fe es por la Gracia de Dios, aunque haya sido a través de mis padres, aunque haya sido a través de gestos de los que yo todavía no era consciente cuando los veía hacer, como la señal de la cruz o aprender el Padrenuestro. Somos todos elegidos.

Yo quisiera sólo subrayar que en la elección de Matías hay un factor: que conozca a Jesús, que haya sido testigo de la Resurrección. La relación con Jesús, su amor a Jesús, su haber estado con Jesús, su experiencia de Jesús es lo que permite al Señor la elección, la entrega del apostolado, el ser incluido en el grupo de los Doce, en el nuevo Israel que Jesús ha reunido, donde cada apóstol (el número doce representa la plenitud del nuevo Israel, la plenitud de las doce tribus de Israel, elegidas también en su momento para dar culto a Dios y caminar en los caminos de Dios)… ahora los Doce representan el nuevo Pueblo de Dios, vivificado por el Espíritu, nacido de la mañana de Pascua, nacido de la Resurrección de Cristo y quien se une a ese Pueblo, quien se une a ese grupo de los Doce (al pueblo, en general), para ser testigo de Jesucristo hace falta tener la experiencia de que Cristo ha resucitado.

Yo sólo quisiera subrayar otra última cosa. Es un rasgo del cristianismo, desde el principio, el ser una realidad que tiende a abrirse; que los Once no dijeron “bueno, se ha ido Judas, aquí nos quedamos”, sino, lo mismo, aparece Pablo y el Señor bendice la obra de Pablo y le concede Su Espíritu, y reconocen la misión de Pablo. La Iglesia nace en un contexto estrictamente judío y, sin embargo, el Señor empieza a abrir los corazones de los gentiles, de los paganos, a la fe, y la Iglesia se abre al mundo griego. La razón esa tan anclada en la Resurrección es que si ha habido un hombre en la historia que ha vencido a la muerte (no como nosotros usamos la palabra “vencer”, cuando hablamos de vencer a la pandemia, o de vencer a una enfermedad, o de escapar de un accidente, sino que ha vencido -literalmente- a la muerte) y está vivo, triunfador de la muerte y para siempre, eso no afecta a un grupo humano, eso afecta a la humanidad como tal. Es un hecho que significa para todos un camino, y no como obligación, sino como camino de vida, como camino de libertad, de libertad de lo que más nos esclaviza. Como decía la Carta a los Hebreos: “El Enemigo (el Diablo), por el miedo a la muerte, tiene a todos los hombres sometidos a esclavitud”. Cristo nos libera del poder del Diablo al liberarnos del temor, del pánico, ante la muerte. Porque la muerte pasaremos por ella, pero ya no es ni lo último, ni lo que domina nuestras vidas. Nuestro horizonte es el Reino de Dios. Nuestro horizonte es participar de la Resurrección de Cristo. Nuestro horizonte es la vida eterna. Claro que pasaremos por la muerte y sufriremos. Los cristianos hemos pedido siempre la gracia de una buena muerte. ¿Qué significa la palabra “buena”? Significa un aceptar el designio de Dios con paz. Un aceptar el designio de Dios como nuestro último paso en esta vida, pero el comienzo de la vida verdadera, la muerte de esta vida que, en muchos sentidos, es muerte a la vida plena, a la vida verdadera, al gozo definitivo y eterno.

Que el Señor siga eligiendo a testigos suyos en la vida, a personas cercanas a Cristo con un experiencia viva y fresca de Jesucristo, de forma que nosotros podamos, Señor, ser fortalecidos en la fe por el testimonio apostólico.

La Iglesia en un primer momento tuvo que abrirse del mundo judío al mundo griego, a los paganos, para Pablo fue una de las grandes luchas; luego se extendió por el mundo latino, se extendió por el mundo eslavo, se extendió por otros mundos. Luego se ha extendido por América, por los países de América (desde América del Norte hasta el Cabo de Magallanes), y en cada sitio, porque el Acontecimiento de la Resurrección de Cristo es el mismo para todos, pero nosotros lo acogemos desde una cultura y dejamos la impronta de esa cultura… y eso afecta, no al hecho (ni siquiera a la sustancia misma de lo que nos ha sido transmitido desde los apóstoles, para nada), pero sí a la modalidad, sí a la melodía, sí a la entonación, sí a la modalidad del canto, sí al modo como cantamos y al modo como se refleja en nosotros y se traduce en nosotros, nuestra fe en la Resurrección de Cristo. Y desde Vietnam hasta el Japón, pasando por Afganistán, por el Líbano, por África, hasta Alaska y el sur de América, en Argentina o en Chile, el Pueblo de Dios no deja de dar gracias por este Acontecimiento que hiende nuestra muerte y abre una grieta en nuestra condición mortal, porque nos abre el horizonte y el gusto; el horizonte y el gusto del Cielo, del amor, de la caída de las barreras y de las fronteras.

Yo me gusta comparar un poco el espíritu cristiano con el espíritu de Golum, que me parece muchas veces el espíritu del mundo en el que vivimos. El espíritu de Golum, de “El Señor de los Anillos”. Él había sido también un “hobbit”, pero el amor al dinero, el amor al poder le empequeñecían poco a poco, hasta hacerle casi un animal. Y es el espíritu de acumulación. El espíritu cristiano es el espíritu de apertura, de gratuidad, de deseo de llegar a todos, de amar a todos, también a los que no nos aman. Tal vez la indicación más fuerte que el Señor nos da en los Evangelios es cuando dice “Amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen, bendecid a los que os maldicen”. Qué fuerte. Pero eso es lo que ha hecho el Señor y por eso nosotros reconocemos la verdad de Su Palabra. Los frutos que eso produce nos ayudan a reconocer la verdad de la Resurrección y a verificar en nuestra vida cómo esa verdad produce unos frutos de humanidad plena, que sin Cristo nunca serían iguales. Nunca se podrían dar en nosotros, nunca se podrían dar en mí cosas que sé que no me son posibles, que sólo Tú, Señor, haces posible, por Tu elección, por Tu gracia, por Tu misericordia.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)
14 de mayo de 2020

Escuchar homilía