Fecha de publicación: 12 de noviembre de 2019

Queridísima Iglesia del Señor (reunida hoy para dar gracias por la Beatificación de la Madre Riquelme), Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos hermanos obispos;
sacerdotes concelebrantes;
queridas hermanas, queridas riquelminas –me dejáis decirlo con el apodo familiar tan lleno de cariño–:

Coro tan “bonico”, como se dice aquí, que os habéis unido además de dos colegios de Madrid y de Pamplona, bienvenidos todos. Yo creí que tenía que empezar esta homilía diciendo que hoy estábamos en familia, pero veo que, con la excepción de las autoridades, estamos todos los de ayer (…).

Ayer, la Madre Marian empezó su momento de acción de gracias diciendo que la experiencia de estos días -y evidentemente la experiencia de ayer, creo que todavía crecida en la experiencia de ayer por la noche y en la experiencia de esta mañana-, que lo que estamos viviendo es un momento de comunión precioso. La comunión es el modo de vida de la Iglesia. Y es el modo de vida de la Iglesia porque es algo que sólo Dios es capaz de hacer. Y yo quiero subrayar eso sobre todo: la comunión es siempre un don de Dios.

Hasta en un matrimonio. El Señor ha puesto una atracción innegable entre el hombre y la mujer. Pero entre la atracción y el amor esponsal hay un abismo. Y ese abismo sólo lo cruza el Señor. Por lo tanto, aunque hemos oído millones de veces que un matrimonio es algo natural, no. Lo que es natural es la atracción. Un matrimonio es un milagro. El matrimonio cristiano como lo hemos conocido en Jesucristo es un milagro. Y los milagros los hace Dios.

Es verdad que este milagro no tiene -como el de la Madre Emilia y por el que vamos a dar gracias también, y después como el de Nelson- un proceso, pero cualquiera que viva el matrimonio sabe que sin la Gracia de Dios…Y la prueba es que quitamos la Gracia de Dios y las familias se vienen abajo, por lo tanto “algo tiene el agua cuando la bendicen”. Que para que un matrimonio se quiera, con toda la atracción que Dios ha puesto en la Creación…, un pensador, un amigo de Chesterton, decía que “Dios había puesto esa atracción precisamente para que la raza humana no se extinguiera, porque si no, se extinguiría en cuatro generaciones. Entonces, ha puesto la atracción y, a pesar de todo, tiene que hacer el milagro”. Necesitamos a Jesucristo. Pero si eso pasa en el matrimonio, imaginaos cuando es un grupo más amplio. El milagro de una vida de comunidad -lo conocéis perfectamente, todos, todas vosotras y quienes vivimos en comunidad, quienes hemos vivido en comunidad o quienes vivís en comunidad también lo conocéis-. La comunión en una Iglesia o en un grupo humano más grande lo mismo. Y la comunión que hemos vivido ayer; que estamos viviendo en este momento, que vivimos en estos días, también es de Dios. Por eso, el Señor lo puso como signo de la fe del mundo: “Padre, que sean uno como Tú y Yo somos uno”. De hecho, un amigo de san Juan Pablo II le oí yo decir en una ocasión que no sólo el matrimonio, sino que toda relación que tiene como fundamento a Jesucristo es también indisoluble, porque es para la vida eterna. Todas nuestras relaciones si tienen por fundamento a Jesucristo son para la vida eterna. Por lo tanto, son indisolubles; por lo tanto, son milagros que Dios tiene que hacer. Y la Comunión como modo de la Iglesia es el milagro por excelencia, el milagro cotidiano por excelencia. Y me diréis: “Bueno, pero aquí hemos trabajado mucha gente”. Yo quisiera deciros que el otro milagro al que quiero yo referirme es: cuando uno ve todos los rasgos que en estos días hemos subrayado en la vida de nuestra beata, de nuestra Madre, María Emilia Riquelme, y hablábamos de la humildad, y hablábamos de la sencillez. Pero, veréis, hay formas de humildad en las que se pone muy de manifiesto la soberbia (…) Cuando eso es vivido con esa naturalidad, que podemos reconocer, uno reconoce también la obra de Dios. Porque, a lo mejor, se da mucha humildad, pero luego hay envidia; o a lo mejor, se da naturalidad, pero esa naturalidad se convierte fácilmente en grosería, o en confianzas inadecuadas. Esa unión de esas cosas es lo que no hacemos los hombres. Que haya humildad, que haya sencillez, que haya mucho amor, que haya al mismo tiempo una naturalidad muy grande, que haya el no apropiarse de los méritos o de los beneficios de ese amor, sino ese “pasar por la vida en zapatillas”, dices “aquí está Dios”, y lo vemos y lo reconocemos.

Un puntito más sobre esto. Me diréis, “pero todo lo que hemos trabajado para preparar esto”. Entonces, ¿la comunión es de Dios o es obra del esfuerzo de los hombres? Y aquí los hombres de hoy, los hombres del siglo XXI y los hombres de los cuatro últimos siglos tenemos un problema, porque pensamos que si una cosa se explica por la razón, entonces no es de fe. Y que una cosa es de fe, entonces, no puede ser razonable. Y lo mismo nos pasa con la Gracia. En realidad, nos pasa con todas las cosas de Dios. Pensamos si una cosa la hace la Gracia, no la podemos haber hecho nosotros; y si nosotros la hacemos libremente, entonces no puede ser de la Gracia. Y es que no entendemos cómo Dios se junta con lo humano. Como el alma se junta con el cuerpo. Y no es que valga igual, pero es una analogía, un parecido, que nos puede ayudar a explicar. Si yo pierdo un ojo, o pierdo los ojos en un accidente, no es que mis ojos sufren, el que me quedo ciego soy yo, o sea ¿dónde está el alma en el cuerpo? Si yo tengo fiebre, no puedo leer, no puedo trabajar. Y es mi cuerpo el que tiene fiebre, pero soy yo, todo yo el que sufre. ¿En qué miembro del cuerpo está el alma? ¿Cómo está Dios en nosotros y con nosotros? No en oposición a nosotros. No es que Dios hace un poquito y nosotros hacemos otras cosas, y como estamos juntos pues sale mejor. Dios hace todo, porque si estamos vivos en este momento, es por Su Amor y por Su Gracia. Y todo eso lo hacemos nosotros también.

Pasa un poco con el amor. El amor, que es una buena analogía porque Dios es Amor, es una buena analogía para representarse a la medida de nuestra pobreza, cómo actúa Dios en nuestras cosas. El amor, si es verdadero, es, al mismo tiempo, lo más libre y lo más esclavo. Siempre. Y de hecho, cuando concebimos el amor de una manera pobre y no verdadera, la gente no quiere amar porque es una esclavitud. Los padres no quieren tener hijos, porque es una esclavitud. Buscamos que la gente no se meta en nuestra vida, porque los amigos son también una esclavitud y así crece el individualismo, y crece la soledad, y la tristeza, os lo aseguro. De la misma manera que el amor, Dios es lo mismo. Lo hemos hecho nosotros y lo ha hecho Dios. Sí, es que la Gracia no está como limitando la libertad, de tal manera que las cosas las hacemos los humanos, claro que sí. Que habéis puesto una energía enorme, claro que sí. Dios os ha dado esa energía. Dios os ha dado las ganas de hacerlo. Y coincide. Es decir, el que ama de verdad, ¿quiere otra cosa que amar? ¡No! Si es que es muy esclavo, tienes un hijo enfermo y te pasas la noche sin dormir… Sí, pero no lo cambio por nada. Esa esclavitud es “el amor me hace libre”. Lo mismo Dios. Cuando Dios nos da el hacer las cosas; si Dios no quiere nada que no lo hagamos libremente, que no lo hagamos por amor… Dios no quiere nada, nada. Quiere hijos libres, no quiere esclavos. Pero ese amor es de Dios y es, al mismo tiempo, nuestro. Como nuestro ver es de nuestros ojos, pero es de todo el cuerpo, es todo el cuerpo el que ve, no son sólo los ojos. Y es todo mi ser el que ama, y todo mi ser el que se ofrece a la esclavitud del amor y no la cambia por nada. Porque, curiosamente, se da la vida, me hace ganarla, ese entregarme me hace ser yo mismo y eso que experimentamos a medida muy pequeñita en el amor humano, lo experimentamos más con Dios. Ser siervos de Dios es ser libres de todas las vicisitudes del mundo.

(…)

Tenemos metida la idea de que Dios es alguien que tiene un gran ordenador fuera de ahí. En el fondo, pensamos a Dios como el emperador de las galaxias, de la guerra de las galaxias (…) como un gran ingeniero. Eso no tiene nada que ver con Dios. Dios está en tu corazón, está en nuestro corazón, está en nuestras manos, está en nuestra mirada, está en nuestros deseos. Todos estamos en Dios y Dios está en nosotros. No tenemos que hacer una frontera. Claro que Dios es infinitamente más grande que nosotros, claro que sí, e infinitamente más grande que todos los miles de años luz que separan las galaxias y que separa todo, infinitamente más grande. Tan infinitamente más grande como nuestra alma es infinitamente más grande que nuestro cuerpo. Es otra dimensión, es otra cosa. Está en nosotros, con nosotros. Pero no es que hagamos Dios un poquito y nosotros otro poquito. Sino que Dios hace todo en nosotros, el querer y el obrar.

Pero si es así, la Comunión es donde Dios. ¿Significa eso de que Le decimos a Dios ahora ocúpate Tú de hacer la comunión? No. Hemos preparado, los voluntarios habéis trabajado, las hermanas han trabajado, la Comisión habéis trabajado… Todos habéis puesto y era, al mismo tiempo, Dios quien estaba haciendo posible. Porque cuando lo hacemos los hombres sin Dios, no pasa eso. Podemos conseguir un desfile perfectamente ordenado, como los que hacía Hitler en Núremberg (…), pero ahí no hay humanidad. Cuando ese orden desborda al mismo tiempo de humanidad, de familiaridad (…), todo el mundo sabíamos a lo que veníamos, todo el mundo nos sentíamos parte de algo bonito.

Me detengo en todo esto porque quiero que sepamos dar gracias por la comunión; que la amemos, que la busquemos, que trabajemos por ella, que la necesitamos, que en este mundo nuestro las fuerzas que tienden a disgregarnos son tan poderosas que tienden a separarnos, a dividirnos, a poner sencillamente palos en las ruedas para que esa unión no sea posible. “En Cristo –decía San Pablo– no hay hombre ni mujer, no hay griego ni judío, no hay esclavo ni libre; todos somos uno en Cristo Jesús”.

Señor, no dejes de ser un generador de comunión en este mundo nuestro. No nos dejes. Yo creo que es la manera más sencilla de seguir con sencillez, la sencillez, la ternura, la humildad de la Madre Emilia. Dejarnos hacer. Dejarnos hacer por Dios. Hasta me atrevería a decir: dejarnos querer por Dios. Dejarnos querer por Dios. Yo creo que es el primero de los mandamientos: dejarse querer por Dios. No está escrito, pero cómo te voy a amar con toda mi alma, si no tengo la experiencia… Las lecturas de hoy nos hablaban de la esperanza en el Cielo y alguien dijo una vez “para poder esperar hace falta haber sido muy feliz”. ¿Cómo voy a esperar en Ti si no tengo la experiencia de Tu Ternura infinita, de Tu Misericordia infinita, de Tu Amor por mi? Es la experiencia de ese Amor lo que me hace esperar de una manera sumamente razonable. Sumamente razonable.

Y de esa esperanza va ligada -decía María Emilia “Ama y no temas” y la primera canción que habéis cantado vosotros (ndr. coros en la Santa Misa) era esa frase de san Juan Pablo II que decía “abrid las puertas a Cristo, no tengáis miedo”-… Ese “no temas” era actual en su tiempo, pero es muy actual en el nuestro, porque a veces da la impresión de que los medios de comunicación y los poderes del mundo en general tratan de que los cristianos a toda costa tengamos miedo. Pues, no lo tenemos. Y no porque seamos presumidos y chulos, no, sino porque tenemos al Señor. Conocemos al Señor por la misma razón que tenemos la esperanza cierta; la esperanza que no defrauda, la esperanza cierta de que nuestro destino juntos es la vida eterna. Subrayo lo de “juntos” porque el Evangelio daba pie hoy para pensar una cosa que a veces les he oído decir a matrimonios y a familias “en el Cielo, no nos vamos a conocer”. Mentira. No seríamos nosotros. En el Cielo nos conocemos, nos queremos.

En esta vida es “hasta que la muerte nos separe” y puede separar, pero es para la vida eterna. Y toda relación que nace de Jesucristo es para la vida eterna. Y en la vida eterna claro que estaremos juntos. Y eso lo refleja si os fijáis en la plegaria eucarística de las misas, en todas las plegarias eucarísticas de las misas se da por supuesto que vamos a estar juntos en el Cielo; que queremos estar juntos en el Cielo; que la comunión de aquí no es más que el inicio, el “cachito de cielo” en la tierra en torno a Cristo, con el centro en Cristo. Cuando Cristo está en el centro, la tierra se convierte en el Cielo. Cuando cantamos el “Sanctus” en la Eucaristía, que habría que cantarlo siempre (…), y qué es lo que canto: “Señor, que vienes aquí a esta pobre mesita, o a esta mochila cuando he celebrado a veces en la montaña, con un grupo de chavales y el altar era la mochila, pues vienes a esta mochila y esta mochila es el cielo, un trocito de cielo, y este grupito que estamos aquí vive un cachito de cielo, un trocito de cielo”. La Eucaristía, el cielo y la tierra se unen en la más grande, como la de ayer, o la de San Pedro, en la más chiquitita en un pueblo de la Alpujarra con cuatro ancianitos y el sacerdote solo, muertos de frío, ahí se unen el cielo y la tierra.

¿Miedo, miedo nosotros? Somos un pueblo de conquistadores. Somos una comunión que no ha dejado de crecer desde aquella tarde cuando Jesús se encontró con Juan y Andrés, o Juan y Andrés se encontraron con Jesús, y no ha parado. En realidad, no ha parado desde el día de la Encarnación; desde que la Virgen dijo “Hágase en Mí según Tu Palabra”. Y había ahí una comunión entre el cielo y la tierra, en Ella, en Su Corazón que no dejará de existir pase lo que pase en la historia. No os preocupéis, no tenemos nada que temer. Somos un pueblo de conquistadores, ¿por qué?, ¿por que somos chiquititos, porque tenemos mucha fuerza, porque tenemos un ejército muy grande? Los tres siglos más ricos misioneros de la Iglesia fueron los primeros siglos y la Iglesia no tenía colegios, y la Iglesia no tenía catedrales, y la Iglesia no tenía iglesias, y la Iglesia no tenía universidades católicas, la Iglesia no tenía nada y aquello crecía y crecía… ¿Qué era lo que hacía crecer? Lo que hace crecer: los santos, la vida de los santos, la comunión de los santos.

Señor, por intercesión de la Madre Emilia, por la intercesión de tus otros santos que son amigos nuestros, nuestros patronos, por la intercesión de Nuestra Madre, Tu Madre Inmaculada que nos diste en la cruz, haznos crecer en esa comunión, para que podamos ser ante el pueblo una imagen que refleje un poquito la belleza de tu comunión, de la comunión trinitaria, del Dios que es Amor, de la vida que Tú nos das, a través de un pueblo de santos y a través, especialmente hoy, de la Madre María Emilia Riquelme, por la que te damos todos gracias, a la medida de nuestra pobreza, pero gracias, y que no deja de pedir por nosotros, que no deje de interceder por nosotros. Que así sea.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

10 de noviembre de 2019
S.I Catedral de Granada

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