Fecha de publicación: 13 de noviembre de 2017

 

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
miembros de los pueri cantores, familiares y amigos que los acompañáis;
amigos y hermanos todos:

Lo de la Esposa tiene hoy particular aplicación, porque el Señor habla de ella en el Evangelio; habla de ella con su silencio. Porque la descripción del Evangelio es una boda. Está describiendo perfectamente lo que era una boda palestina en el siglo I. A pesar de que, probablemente, las negociaciones de la boda estaban hechas casi tanto el novio como la novia eran pequeños, la tarde las bodas, el día de las bodas tenían que sentarse las dos familias a negociar la dote y era famoso, entre los beduinos de Palestina de aquella época, que esa discusión tenía que ser muy larga y tenía que tardar mucho, porque la familia de la novia si no discutía la dote, parecía que no querían suficientemente a la hija y, por lo tanto, era habitual que se prolongase mucho, hasta entrada la noche o el amanecer casi. Y mientras tanto, novio y novia están esperando. El novio en la misma tienda donde se están haciendo las negociaciones; la novia junto con sus amigas en la tienda donde después se va a hacer la celebración nupcial. Y por lo tanto, el relato del Evangelio es un relato precioso de una boda de la época con un solo detalle: que no hay novia. El Señor no habla para nada de la novia. Y eso es un rasgo cada vez que Jesús habla de bodas. Siempre es un rey que celebraba la boda de su hijo; o sobre si los discípulos de Juan ayunan, pero los suyos no, dice: “Cómo van a ayunar los amigos del novio cuando están con el novio, en la celebración…”.

Jesús se presentó a sí mismo muchas veces, de manera -la más potente de todas-, en la Última Cena, porque todas las palabras de la consagración, de la institución de la Eucaristía son palabras de una alianza nueva y eterna y, en el contexto de la tradición de Israel, esa alianza es una alianza de bodas, sellada con la sangre del novio. Pero entonces, ¿dónde está la novia, Dios mío? Es la Iglesia. Es la humanidad redimida por Cristo. Somos nosotros. Es a nosotros a quienes el Señor se da, comunica su vida, se da con un amor eterno, sella ese amor con su Sangre para unirnos a Él. O mejor dicho, para unirse a nosotros y que podamos vivir en la vida de los hijos de Dios por el Espíritu Santo que Él nos comunica, por la vida nueva divina que Él nos comunica. Y que nos comunica en la vida de la Iglesia, en los Sacramentos, el Bautismo, la Confirmación, la Eucaristía, cada Misa es una boda y la novia somos nosotros, somos cada uno de nosotros. Por eso, a veces, cosas que parecen bobas en la Tradición de la Iglesia, pequeñitas, que no tienen importancia: se puede venir a Misa en zapatillas de deporte y en chándal, no pasa nada; o se puede celebrar la Misa usando de altar una mochila en lo alto de una montaña, no pasa nada, si lo que acontece es lo mismo: el Señor viene a nosotros. Pero es verdad que viene para darse a nosotros. Y eso explica esa tradición sencilla que había siempre en los pueblos y en las parroquias antiguas: “Me visto de domingo, me visto para la Eucaristía”. De algún modo, ¿por qué? Porque voy a mi boda. No voy de boda. La gente se viste hoy cada vez de manera más complicada a veces para las bodas y las familias se gastan un dineral y se arruinan para vestirse para ir a una boda; no para la propia, también para la propia. Pero si cayéramos en la cuenta de lo que significa, cada Eucaristía es una representación de aquello, la vida nuestra, la vida de la Iglesia.

La Primera Lectura nos invitaba a acoger la Sabiduría. A acoger la Sabiduría no es saber más de matemáticas, aunque no está mal, ni saber mucho más acerca de la población del mundo, o de los países y las capitales, y los ríos y las galaxias, o a saber más de los minerales, y de los elementos y de los compuestos químicos… Adquirir la sabiduría es saber vivir. Y en saber vivir lo más importante es saber quién somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Tener respuesta a esas preguntas, tener una respuesta que permita que la vida humana pueda vivirse con gozo, con paz, con certeza, con una cierta solidez en el camino, y en las fatigas, y en los vericuetos de la vida, eso es tener la Sabiduría.

Y la Escritura nos decía, en la Primera Lectura, que la Sabiduría está a la puerta de cada uno, esperando que le abramos la puerta porque nos desea. Eso lo dice en otro lugar: “Tiene deseo de nosotros”. Quien tiene deseo de nosotros es Cristo, es Dios, es el Hijo de Dios. La sabiduría de la que habla el Libro de la Sabiduría fue identificada inmediatamente por los cristianos con el Verbo de Dios, con el Hijo de Dios. La Sabiduría nos ama. Somos nosotros los que buscamos a veces escapatorias, pero ella nos ama. Y nos aguarda siempre. Siempre, siempre está aguardándonos.

El relato de la boda, y ahí está la sabiduría, describe a las muchachas, a las amigas de la novia que están esperando la llegada del novio y de sus amigos, y ésa es nuestra situación en la vida. Y la Sabiduría ahí es saber que el novio viene. La Sabiduría ahí es la esperanza del cielo, la certeza del cielo. Os decía que la sabiduría consiste en saber de dónde venimos y adónde vamos. Pero es muy importante un elemento esencial: saber adónde vamos. No vamos hacia la muerte. Sí, pasaremos por la muerte. Vamos al Cielo. Viene el Esposo. Vamos al banquete de bodas, al banquete del Reino. Imaginaos un campamento sin cansancio, sin fatigas; la belleza de un amanecer que no pasa nunca; la belleza de una compañía, de unas amistades en las que no hay envidia, en las que no hay egoísmo; un mundo de hermanos sin desconfianza; tratad de imaginaros un mundo de hermanos sin desconfianza, simplemente pensando en las personas que tenemos cerca; ese mundo existe junto a Dios, existe en Dios. Ese mundo no es una utopía. Es una gracia que el Hijo de Dios nos comunica, nos da, de la que nos hace partícipes. Y nos hace partícipes, un poquito, ya, aquí en esta vida. Cuando vivimos en la vida del Hijo de Dios, cuando vivimos en la fe, en la esperanza, en el amor, somos ya un poquito partícipes de esa vida del Cielo, podemos saber, por tanto, que esa vida existe, que no es que no tenga lugar, que no es que no es un ideal soñado por los hombres, en absoluto. Nadie nos habríamos imaginado el Cielo como se abre para nosotros en el Nuevo Testamento. Nadie, nadie en la historia humana habría podido concebir la Jerusalén del Cielo. Como nadie habría podido concebir jamás un Dios que viniese a compartir la miseria humana, la condición de esclavos, hasta la Pasión y la muerte, y una muerte en cruz. Eso no es producto de la imaginación humana, pero si eso ha sucedido, nuestra condición humana ha cambiado. Somos hijos del Cielo. Aguardamos al Esposo que viene. Y tenemos la certeza de que viene. Puede tardar, pero tenemos la certeza de que viene.

Perdonadme que subraye tanto esta necesidad de anhelar el Cielo, de saber que nuestra meta es el Cielo. El Cielo es Dios, no es otra cosa. Nos quejamos mucho de que vivimos en una sociedad sin valores. Uno de los pensadores más finos, quizás el más fino, del siglo XX, dijo que “llevamos dos siglos tratando de imaginarnos una sociedad moral y cómo sostener la vida moral en las sociedades modernas”, y mostraba con toda claridad, con la claridad de un argumento tan firme y tan sólido como un axioma matemático, que a menos que podamos decir cuál es la meta de la vida humana, y que esa meta es una meta que cumple los anhelos profundos de esa vida humana, no podremos construir ningún tipo de moralidad capaz de sostener nuestras sociedades. Estamos abocados a la ausencia de la moral, es decir, a la ley de la selva, al “sálvese quien pueda”, a la ley del más fuerte. Y eso hace imposible una sociedad. Por lo tanto, pensar en el Cielo no es un anhelo devoto o una exhortación piadosa de un obispo que ¿qué va a decir?, o de un sacerdote. No. Es la única manera sobre la que podremos edificar una vida humana verdaderamente sólida, unas relaciones humanas de hermanos, de afecto, de perdón, de misericordia, sin las cuales todos nuestros proyectos sociales son humo, son propaganda vacía, huera, falsa.

Decía que el razonamiento ese es tan simple y tan sencillo casi como un axioma matemático. Para saber si un reloj es bueno, hay que saber para qué sirve un reloj; para poder hablar de bien y de mal en la vida humana, es necesario saber cuál es el fin, el “thelos” (una palabra griega), la meta de la vida humana. Nuestra meta es el banquete de bodas del Cordero. Y además, tenemos la certeza de que esa meta está preparada para nosotros. Sólo nos falta no distraernos, estar en vela, estar despiertos, tener el corazón abierto a esa Sabiduría, decir “¡Señor, ven Señor Jesús!” (vamos a estarlo recordando durante el mes que viene, hasta la Navidad). ¡Ven, Señor Jesús! ¡Ven, Esposo!, que eres capaz de saciar hasta en las raíces más profundas los anhelos del ser humano. Que inventaste el amor del hombre y la mujer para que pudiéramos entender ese Amor Tuyo por nosotros, para que pudiéramos intuir un poco de cómo Tú nos quieres, de la intensidad de la verdad, de la grandeza inefable de tu Amor.

Vamos a pedirLe al Señor que nos abra el corazón, que llamemos a la Sabiduría, que Le digamos al Señor “ven a nuestras vidas” y que edifiquemos nuestro caminar diario, la trama de esas cosas pequeñas que hacemos cada día, con la certeza de que Él viene a nosotros, quiere venir a nosotros. Viene a nosotros ahora en la Eucaristía. Cada Misa es una boda, y en ésta no hay mucho que esperar. Viene a nosotros cada día, para estar con nosotros, quedarse con nosotros, acompañarnos en el camino de la vida.

La actitud cristiana en la oración es dar gracias, siempre. La actitud cristiana en la vida es estar llenos de gratitud, siempre. ¿Por qué? Porque Tú, Señor, eres fiel y nos acompañas todos los días, todos los días hasta el fin del mundo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

12 de noviembre de 2017
S.I Catedral
XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

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