Fecha de publicación: 24 de abril de 2020

Queridos hermanos (los que estáis aquí físicamente participando de la Eucaristía y todos aquellos que os unís a través de la televisión):

Como hace unos días, cuando escuchábamos la lectura de la pesca donde Jesús, después de que habían estado bregando toda la noche, les dice que echen las redes al otro lado y cogieron 156 peces grandes -recuerda San Juan-, y yo recordaba que la presencia de Jesús multiplica la vida y la alegría donde está. Hoy es la multiplicación de los panes. Os recuerdo la historia de la presencia de Jesús en las Bodas de Canáa, donde “sobraron doce canastos”. La presencia de Jesús hace que desborden las cosas. Imaginaros, en las Bodas de Canáa, las tinajas aquellas que eran de 100 litros cada una y que rebosaron de vino, y la boda rebosó de alegría.

Señor, nosotros sabemos que nos acompañas siempre y Te pedimos que nos acompañes siempre. Y Te pedimos y Te suplicamos que tu Presencia multiplique en nosotros esos bienes, que no son el pan o el vino −eso eran signos que mostraban quién eras Tú−. Te pedimos que muestres en nosotros Tu poder salvador. Yo quería hablaros a todos, por los días que estamos viviendo, de un tema del que yo creo que los sacerdotes hablamos con mucha timidez y muy poquito, o no hablamos a veces. Lo digo de la manera más sencilla: quiero hablaros del Cielo. Porque, justo en un momento en que tantas personas están muriendo y en que tantas personas viven o vivimos de cerca, más o menos cerca, la muerte de personas, es necesario.

“Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”. Forma parte del Credo. Y, sin embargo, yo he comprobado muchas veces que personas practicantes y cercanas, eso de la vida eterna lo dicen con la boca chica y con sordina, y como si fuera una cosa que no se lo puede tomar uno muy en serio. Y digo, si no nos podemos tomar en serio el Cielo, no nos podemos tomar en serio nada, porque realmente la vida no tiene sentido, no tiene horizonte. La oración, la súplica, la acción de gracias, todo son como jueguecitos, pero no en realidad. Y luego, hay mucha confusión. Yo creo que hace tiempo que no hablamos de la vida eterna y del Cielo. Hay mucha confusión. Cuántas veces se me han acercado personas a decirme: “Pero en el Cielo no nos vamos a conocer, ¿no?, porque seremos como espíritus…”. ¿Cómo que no nos vamos a conocer? “Creo en la resurrección de la carne”, en el “cielo nuevo y la tierra nueva” de que habla el Apocalipsis. Claro que nos vamos a conocer. Y en la liturgia, hay un axioma muy antiguo en la Iglesia que es “la ley de la oración es ley de la fe” (“Lex orandi lex credendi”). Y en la liturgia, pedimos constantemente que el Señor nos reúna de nuevo y cuando hablamos de la Iglesia, hablamos de la Iglesia militante, de la Iglesia triunfante y de la Iglesia purgante. Y la muerte no rompe la comunión de los santos. La muerte nos separa físicamente de nuestros seres queridos, aunque también nos permite estar más unidos a ellos que cuando estamos aquí, porque, dicho así, en muy poquitas palabras, una cosa que puede requerir mucha más explicación: los cuerpos nos unen, pero a la vez nos separan, y cuando una persona ha sido recogida por el Señor y perteneciendo a Su Cuerpo y a la Iglesia redimida por Cristo, ya no está ese aspecto que nos separa. ¿O cuando rezamos a la Virgen rezamos a alguien que no existe?, ¿o rezamos a alguien que vivió hace dos mil años y ya no está vivo? Sí, sí que nos vamos a conocer.

No me gustan demasiado las películas religiosas, os digo la verdad, porque siempre tienden a decepcionarme. Y una que tuvo mucho éxito en su momento se llamaba “El árbol de la vida”, y al final de “El árbol de la vida” se pintaba un poco el Cielo. Y yo decía: “Dios mío, si el Cielo es eso…”. El Cielo era como una playa llena de gente vestida con túnicas blancas que se cruzaban unos con otros y no se conocía, y yo decía “¡si parecen todos zombis! Eso no puede ser el Cielo, ese no es el Cielo en el que creemos en la Iglesia Católica”. Veréis, si eso es el Cielo, tiene muy poco atractivo, y el Cielo tiene que tener muchísimo atractivo, muchísimo.

El Cielo no es un lugar, y ciertamente no es un lugar de este cosmos, de este universo. Y me da lo mismo que dice este físico, Hawking, que este cosmos que conocemos, aunque haya galaxias a mil millones de años luz de nosotros, no es nada más que uno de los millones de cosmos que puede haber. Me da igual. El Cielo es Dios. Es el Creador de este cosmos. Y si hay un millón de cosmos o millones de cosmos, será el Creador de esos millones de cosmos y, por lo tanto, da lo mismo. El Cielo… claro que tiene que ser un lugar, y un lugar donde estaremos con nuestros cuerpos. Ya un Padre del siglo IV, al que yo cito con mucha frecuencia, que se llama San Efrén, ya se hacía la pregunta “¿y cómo tantos hombres como ha habido en la tierra desde el principio de la Historia van a tener un lugar en el Cielo?”. Y respondía él, que no era nada tonto −es Doctor de la Iglesia-: “Necio, ¿qué grande es tu ojo?” (muy chiquitito), “cuántas imágenes caben en tu ojo, cuántos recuerdos caben en tu memoria. Tú crees que a Dios le va a ser difícil colocarnos…”. Pero unidos. En esta misma vida, creo que menos las células del cerebro, nuestros cuerpos renuevan todas sus células. O sea, yo no tengo ninguna célula, quitando las neuronas del cerebro, de las que tenía hace seis años o diez años, ¡y sin embargo soy el mismo! Y vosotros sois los mismos. Santo Tomás lo decía también con mucha claridad: “El alma nuestra sin el cuerpo no está entera. No somos ‘yo’”. Es decir, si creemos en la vida eterna, tiene que ser una vida, y mi alma no es nada sin su corporalidad. San Efrén, que era muy primitivo en sus expresiones, pero muy sabio, decía: “¿Y dónde están las almas hasta que llegue la Resurrección?, A las puertas del Paraíso, cuando lleguen a la Resurrección final, para recibir a sus queridos cuerpos”.

Si no hay una resurrección de la carne, no hay una resurrección verdadera. Que esa carne no será como la carne que tenemos aquí, como en el sentido que tenemos una carne que no está afectada por el pecado, que será redimida, y redimida y transfigurada por la Gloria de Dios, como la carne resucitada del Señor; pero será nuestra carne, seremos nosotros, y nos reconoceremos, y reconoceremos la luz de Dios, lo que no vemos aquí. La luz de Dios en cada persona. Lo que cada persona es a los ojos de Dios. San Pablo dice en algún momento: “Entonces, conoceré como soy conocido”. Y veremos en los demás, no lo que vemos aquí que son sus defectos, sus límites, sus pecados… no, los veremos como Dios los ve, con una belleza resplandeciente y a la luz de Dios. Y las relaciones tendrán la belleza de unas relaciones que participan a la medida de nuestra pequeñez y de nuestra capacidad, pero que participan de la vida de Dios y de la relación en Dios. Eso es verdad que uno se pierde. Pero es una preciosidad. Yo hablo de mi experiencia, le dices a alguien: “Pero, si hoy no tengo miedo a la muerte, porque conozco al Señor”, y cuántas veces te dicen “bueno, bueno, pero que el Señor no tenga prisa, porque como en la casa de uno…”. En el fondo eso refleja la fragilidad de nuestra fe. La casa de uno es el Cielo, nuestra casa es Dios. O sea, el lugar de donde venimos y adonde vamos, nuestro origen y nuestra plenitud y donde nuestras vidas rebosarán de plenitud, de gozo y todo lo que son florecerán plenamente es en Dios. Y la vida eterna es Dios. Y en la vida eterna están los agujeros negros, que no sabemos bien adónde van en este mundo, pero hay un agujero que lo ha abierto Jesucristo con su Resurrección, que nos ha abierto la vida de Dios. Y esa es nuestra casa y ese es nuestro lugar. Y entonces, uno afronta la muerte… no digo sin dolor −Dios mío, el Señor lloró por la muerte de Lázaro y lo iba a devolver a la vida unas horas después, y lloró por su muerte−, la separación es siempre una causa de dolor, pero nosotros tenemos la certeza de que la muerte no nos separa para siempre, nunca, y que en el Señor seguimos todos unidos y que algún día participaremos ya sin velos, ya sin cortinas que nos impidan ver, sin niebla en nuestros ojos, podremos ver la belleza… La Gloria es la Belleza de Dios. La Gloria es la Belleza del amor de Dios. Y es una palabra que se usa constantemente en la Escritura: veremos la Gloria de Dios. Veremos Su belleza infinita, es decir, la belleza de Su amor infinito.

Ese es nuestro destino. Entonces, no tenemos que temer. En un cristianismo moralista siempre hemos estado como encogidos, porque se insistía mucho más en el juicio de Dios. Pero esa no es la Buena Noticia. La Buena Noticia es el amor infinito de Dios y la redención de Jesucristo. Para eso hemos sido creados y para eso ha derramado el Señor su sangre. No se va a dejar vencer ese amor Suyo por nuestras torpezas. No es más poderoso el Enemigo que Dios, si no tendríamos que adorar a Satán. Si pensáramos que el Enemigo es más poderoso que Dios, tendríamos que adorarle a él, porque sería más importante que Dios, tendría más poder que Dios. No, no hay nada que sea más poderoso que Dios, que es Amor. Y a ese amor nos confiamos y a ese amor confiamos nuestros seres queridos y nuestros difuntos. Sean cuales sean las circunstancias en las que han muerto, ese amor es invencible. Y somos cristianos porque sabemos que ese amor es invencible.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

24 de abril de 2020
Iglesia parroquial del Sagrario-Catedral (Granada)

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