Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Santo Pueblo de Dios:

Hoy hace 18 años. No fue este el mismo día del mes, pero sí que era el día de la Ascensión. Yo entraba en Granada como sucesor de los apóstoles y como pastor de esta Iglesia de Granada. Y eso hace que comience esta homilía en el día de la Ascensión rogándoos que pidáis por mí, para que sepa ser mejor pastor, un buen pastor según el corazón de Dios. Tengo una conciencia muy clara de que no lo soy. El sacerdote dice siempre en la plegaria eucarística, cuando es obispo y pide por sí mismo, dice “por mí, indigno siervo tuyo”, y yo tengo la conciencia clara, más clara que hace 18 años, más clara hoy que el día que me ordené de presbítero en el año 72 y mucho más clara que mi ordenación episcopal, que también fue el 12 de este mayo, el aniversario de mi indignidad para representar a Cristo en medio de su pueblo y en medio de este mundo. Por lo tanto, os suplico que pidáis por mí, con sencillez. También os digo que, desde que soy obispo, pero igualmente desde que vine a Granada, vine con la conciencia de que venía a dar mi vida por esta diócesis, por este trocito del Cuerpo de Cristo, por esta Esposa muy amada de Jesucristo que el Señor me encomendaba cuidar en su nombre y que no hay otro amor en mi corazón que el bien de vuestra vida en Cristo, que el bien de vuestra esperanza, vuestra fe, vuestro amor de unos por otros. Y eso uno puede querer mucho y querer muy torpemente. Y yo vivo con esa conciencia de que os quiero con toda mi alma, pero os quiero muy torpemente. Pedid sencillamente al Señor que Él me ayude a ser el pastor que vosotros necesitáis y que Él quiere para vosotros.

Dicho esto, el día de la Ascensión es un día precioso. Uno de aquellos jueves que relucen más que el sol y el Señor nos ha concedido que este domingo reluzca más que el sol. Pero es que es una fiesta verdaderamente preciosa y grande en la historia de Dios con nosotros. En el día de hoy, en todo el tiempo pascual, desde la Resurrección del Señor y hasta el domingo que viene –Pentecostés-, se cumple el designio de Dios. Desde una determinada perspectiva, se cumple como la “mitad” del designio de Dios. Y me explico. El designio de Dios ha sido siempre: cuando nos ha creado, cuando ha creado la humanidad, unirse a la humanidad y unirse de tal manera que pudiera ser uno con la humanidad, verdaderamente.

Es más, cuando crea al ser humano como hombre y mujer -“varón y hembra los creó”, dice el libro del Génesis-, crea la unión esponsal del matrimonio como un signo en este mundo creado y, por lo tanto, frágil. Propio de las criaturas. Como un signo del tipo de unidad que Él quiere tener con su criatura, con el ser humano. Con la persona humana, creada a imagen y semejanza suya, participando ya por la Creación, de una manera especial, de la dignidad y del Ser de Dios. Por su razón, por su libertad, por su capacidad de reconocer el bien, por su capacidad de amar, sobre todo, puesto que Dios es Amor. Nosotros sabemos que Dios es Amor, gracias a Jesucristo. En ese amor de Dios, Dios ha querido unirse a su criatura de una manera única e inefable. El hombre siempre ha sido un ser religioso y lo sigue siendo, aunque pongamos nuestra religiosidad en bienes de consumo y en pequeñas cosas que podemos comprar en el mercado que invade nuestra sociedad. Pero tenemos un anhelo de felicidad inextirpable del fondo de nuestro corazón. Y ese anhelo es una señal puesta en nuestro corazón, una nostalgia puesta en nuestro corazón por el Dios que es Amor.

Desde el comienzo del mundo, desde Abraham, el Señor ha ido formando un pueblo, constituyendo un pueblo, para que pudieran aprender los hombres. No podíamos imaginar que Dios podía ser Amor. Lo imaginábamos más como poder, como el poder del toro o de ciertos animales que tienen poder sobre la vida humana, como la serpiente o como los cocodrilos, o la sabiduría de las lechuzas que ven en la noche. El hombre ha representado de mil maneras su imagen de Dios, queriendo representar algunas de las cualidades que vemos en las criaturas de este mundo. Pero que Dios pudiera ser Amor… no digo sólo que tenga sentimientos de compasión o misericordia por su criatura, sino que Dios pudiera ser Amor era algo que jamás lo había imaginado ninguna cultura. Ni la cultura judía que había sido preparada para ello durante casi dos mil años. Ni por supuesto la cultura de los gentiles, porque Dios podría acercarse a nosotros para rescatar nuestras almas del cuerpo y llevarnos a no sé dónde. Pero que Dios pudiera hacerse carne, eso nadie lo habría imaginado jamás. La Encarnación es la boda de Dios con la naturaleza humana, con la criatura humana, y el Señor consuma esa alianza de amor, en Jesucristo, en el Misterio Pascual. Él va hasta la muerte más ignominiosa por amor a nosotros y desciende a los infiernos. Precisamente, una persona hoy me preguntaba eso, que qué era eso de que Jesús había bajado al infierno. El Credo dice “los infiernos” que era, para el mundo judío, el lugar de los muertos. Es decir, ha bajado hasta el fondo de la condición humana, nuestra condición, y para que nadie pudiera sentir jamás que Dios no comprende nuestra situación y ha sufrido esa muerte tan ignominiosa, para que, en el fondo de nuestras angustias, de nuestras ansiedades, de nuestras depresiones, de nuestras soledades, de la irritación porque nuestro anhelo de felicidad no se cumple, nunca nos sintamos solos, porque el Señor ha descendido hasta el infierno más profundo de nuestro ser. Hasta el infierno de nuestros pecados también, para unirse a nosotros y para abrazarse a nosotros en nuestra pequeñez y en nuestra miseria.

Hoy celebramos como la mitad de ese rescate, porque Cristo ha resucitado y ha vuelto junto al Padre. Pero, como la Encarnación no fue una broma, en la que Jesús se puso un disfraz como hacen los artistas cuando se visten para una obra de teatro en un escenario, no se quitó esa pieza y volvió al Padre, sino que resucita, vence a la muerte, vence a la muerte con su cuerpo, con sus llagas, con su humanidad y esa humanidad vuelve al Padre, eso significa que, en Dios, en el Cielo, hablar del lugar donde Dios vive -Dios vive en todas las cosas, no está en un lugar fuera del mundo-, pero que en Dios, en la divinidad de Dios y en la vida de Dios, ha entrado la carne humana. Una carne herida como la nuestra, libre sólo del poder del pecado, pero no libre de las consecuencias del pecado que le llevaron a la cruz. No libre del amor infinito que Él pudo manifestar por la humanidad en toda la Encarnación, en todo su ministerio y sobre todo en su Pasión y en su muerte. Nuestra humanidad ha entrado en Dios y eso es lo que celebramos hoy.

En la Resurrección de Cristo y la Ascensión de Jesús al Cielo, lo digo con las palabras que cito todos los años en este día, todos los años inevitablemente, que la decía un poeta francés católico del siglo pasado: “A partir de la Ascensión del Señor, en el Cielo huele a sudor”. No se puede decir de manera más plástica. Es decir, está nuestra humanidad en Ti, Señor. Y como la unión que Tú has establecido con nosotros tiene dos dimensiones, podemos verla desde el punto de vista de Dios, desde el Cielo, y desde el punto de vista humano. Esa unión que Cristo ha hecho con nosotros hace que nuestra humanidad esté en Dios. Y eso alimenta nuestra esperanza, eso alimenta nuestra confianza, nuestra certeza. Dicho con palabras del mismo poeta, de que cuando Dios mira a cualquiera de nosotros, incluso al más pecador, “no puede evitar ver el rostro, ver el sufrimiento, ver la cruz de su Hijo y nos mira con el mismo amor infinito con que mira a su Hijo”. Por eso, la Ascensión de Cristo es la fortaleza de nuestra esperanza. Si queréis, la tierra firme en la que apoyamos nosotros nuestra certeza de que un día estamos llamados a participar de la misma Gloria del Hijo de Dios que nos enseñó a llamar a Dios “Padre”. Y que nos enseñó y nos hizo posible vivir en la libertad de los hijos de Dios, vivir como hijos de Dios. Porque es verdad que, en la Ascensión, entra en el Cielo la humanidad. Entra en Cristo, pero, detrás de Cristo, y los cristianos de las primeras generaciones usaban un salmo, “subió a la cumbre llevando cautivos”. Bueno, pues los cautivos que lleva somos todos nosotros, que colgamos de la humanidad de Jesucristo, que nos agarramos a Él, incluso quienes no Le conocen. Nosotros tenemos la confianza de que el Señor los hará partícipes también de la Resurrección.

No olvidéis que en cada Eucaristía, y la regla de la oración es la regla de la fe, pedimos por todos los que han muerto en la Misericordia del Señor. ¿Podríamos afirmar que haya alguien en la humanidad que muera fuera de la Misericordia del Señor? No. Por eso, nosotros tenemos la confianza y la esperanza de que todos los hombres se salven, es decir, de que se cumpla la voluntad de Dios, que es esa. Y que lleguen al conocimiento de la verdad, de maneras que a nosotros se nos escapan. Y es cierto que la libertad del hombre puede negarse a recibir la Gracia de Dios, pero también es cierto que la Gracia de Dios tiene infinitamente más recursos que una madre para llevar a su niño por donde quiere. Por lo tanto, pedimos que no nos falte la misericordia del Señor, que nunca nos expulse de nuestra vida. Pero tenemos la confianza cierta de que su poder puede mucho más, infinitamente mucho más que el poder del mal. Y esa es nuestra esperanza de la vocación y de la esperanza a la que hemos sido llamados, de que hablaba San Pablo hoy.

La semana que viene celebraremos el reverso de la medalla. Es decir, que Cristo ha dejado sembrado en esta tierra su Espíritu Santo, para que nosotros podamos vivir como hijos de Dios. No sólo ha introducido la carne humana en la vida divina, sino que ha sembrado en nuestra humanidad la misma vida de Dios. La vida de hijo de Dios, que es el reflejo visible del amor del Padre y sólo con esa vida divina, que recibimos con el Espíritu Santo, podemos nosotros vivir como hijos de Dios de una manera nueva.

El Evangelio hablaba de coger serpientes sin que nos hagan daño, de beber venenos sin que nos hagan daño. Son imágenes, sin duda, pero son imágenes que explican una novedad: quien tiene el Espíritu de Dios vive con una alegría y una esperanza que no son de este mundo, y con un amor que no es de este mundo, que sólo se explica porque está la vida divina en nosotros, la que Jesucristo ha obtenido para nosotros y nosotros no tenemos más que acoger para que nuestro corazón se ensanche y pueda vivir siempre en la alegría, en la gozosa esperanza, en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

Que así sea para todos los que estáis aquí y los que no estáis aquí. Para toda la diócesis y para todos los hombres.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

S.I Catedral de Granada
16 de mayo de 2021

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