Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
hermanas religiosas, vírgenes consagradas;
queridísima Hospitalidad de Lourdes;
queridísimos enfermos, que acompañáis a la Hospitalidad en esta tarde;
queridos todos:

Tres pensamientos. Uno sobre el Evangelio. Como cada año se lee uno de los Evangelios Sinópticos, durante el año, este año toca el Evangelio de San Marcos, y todos estamos acostumbrados al relato de las tentaciones, que contienen San Mateo y San Lucas, que cuentan las tres tentaciones de Jesús. Los historiadores coinciden en que ese relato de las tentaciones sólo podía provenir del mismo Jesús, porque sólo Él era capaz de contar el significado de su combate (que, en el fondo, la tentación de Jesús es una: huir de la cruz).

Pero el Evangelio de San Marcos no nos cuenta las tres tentaciones. Sin embargo, tiene un detalle precioso, que es el que yo quiero subrayar. Dice que estaba “en el desierto”, en el desierto de Judá. Hoy, en el desierto de Judá las únicas fieras que hay son unos lagartos y víboras. En el tiempo de Jesús posiblemente podría haber animales más grandes que podrían ser peligrosos, por eso dice “estaba entre las fieras”, aunque también eso puede tener un significado. En lo que quiero detenerme es en el detalle que dice: “Y los ángeles le servían”. Eso, que parece una frase inocua, de las muchas que hay en el Evangelio a las que no prestamos atención, cuando se conoce un poco las tradiciones orales judías del tiempo de Jesús, los ángeles servían a Adán en el paraíso antes del pecado; eran los que le traían los frutos del Paraíso y lo entregaban porque era el rey de la creación. Esa frase inocua del Evangelio de San Marcos, que dice “y los ángeles le servían”, leída en el contexto del tiempo de Jesús, significa una cosa tremenda. Es decir, desde Adán hasta Cristo, en ese combate entre el bien y el mal, que describe el libro del Génesis, y que vuelve a describir el último libro de la Escritura –el Apocalipsis-, el combate entre el dragón y la mujer, combate entre el Enemigo de la naturaleza humana y la humanidad herida por el pecado, nunca la humanidad ha vencido. Siempre hemos estado expulsados del Paraíso y el querubín con la espada prohibiendo la entrada al Paraíso.

Jesús ha abierto de nuevo el Paraíso. Con la llegada de Jesús llega el Reino de Dios. Pero el Reino de Dios, también en la literatura contemporánea del tiempo de Jesús, tanto judía como cristiana, es el Cielo. Decir “está cerca el Reino de Dios, ha venido el Reino a vosotros” es decir el Cielo está aquí con vosotros y el Paraíso lo ha inaugurado Jesús en su combate con Satán. Ha sido el único de los hijos de Adán, el único en la raza humana que ha vencido a Satán y ha abierto un camino nuevo para los hombres. Ese camino es el camino del Cielo, que ya está aquí entre nosotros; no en el sentido como nos imaginamos el cielo, y como será ciertamente el Paraíso final, el Reino de los Cielos: sin dolor, sin heridas, sin muerte y, desde luego, sin pecado, y en la luz de la Gloria de Dios, que no es otra cosa que el Amor infinito de Dios. Pero, nosotros ya tenemos la Compañía de Dios en nuestra vida.

Con Cristo se ha inaugurado la presencia del Cielo en nuestra vida. ¿Por qué cantamos el santo?, ¿por una rutina de la vida de la Iglesia? El santo es el canto que cantan, según la tradición judía de nuevo, los querubines en la presencia de la “Shekinah”, de la Gloria de Dios. Se cubren con las alas y cantan: “Santo, santo, santo”. Y por eso siempre dice: “Nosotros, unidos a los ángeles, cantamos”. ¿Por qué? Porque, en la Eucaristía, el Cielo se une de nuevo a la tierra. Dios se une a nosotros. Dios viene a nosotros. Vino en Jesús y Jesús se ha quedado con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Y en cada Eucaristía, ese Misterio que es el Acontecimiento de Cristo -Encarnación, desde la Encarnación pasando por la Pasión, la Resurrección, hasta el don del Espíritu Santo, se nos da el lenguaje simbólico de la liturgia, en ese lenguaje de los gestos-, en ese don misterioso por el que Cristo se da a nuestras vidas.

Dios mío, cuando caemos en la cuenta de esto celebrar la Eucaristía es otra cosa, vivir es otra cosa, hasta vivir como enfermo es otra cosa, porque ni la enfermedad ni la muerte tienen la última palabra sobre nosotros; porque con la Compañía de Cristo, que ha vencido al pecado y a la muerte en su carne y que nos ha unido a Él, nosotros aguardamos la victoria final. Ése es el Misterio de Cristo.

Segundo pensamiento. La oración de la Misa de hoy, I Domingo de Cuaresma, lo que la Iglesia le pide al Señor es que crezcamos en el conocimiento del Misterio de Cristo y que lo vivamos en su plenitud. ¿Cuál es el Misterio de Cristo? Muy sencillo: “Tanto amó Dios al mundo (ndr. y el mundo soy yo, el mundo no son las estrellas…) que le entregó a su propio Hijo. No ha venido el Hijo de Dios para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. Señor, Tú vienes a mi, hazme conocer ese Misterio de Amor, que es capaz de cambiar mi corazón y hacerlo florecer de forma que también mi vida, como cuerpo de Cristo, unido a Él, pueda desbordar de amor a este mundo de muerte y de pecado, de desconcierto, de soledad, de desesperanza, de desamor. La gran herida del mundo contemporáneo es la soledad y el desamor. Haznos que ese Amor tuyo florezca en nosotros como fruto de ese crecimiento en el conocimiento de Cristo.

Por último, el lema que nos ha reunido esta tarde aquí (ndr. Acompañar a la familia en la enfermedad). Dios mío, no somos individuos. El individuo es una monstruosidad inventada por el Estado moderno. Somos seres humanos, que vivimos conectados con otras personas, siempre, normalmente la familia. En este mundo nuestro a veces no es la familia; son amigos nuestros o compañeros de trabajo, u otras personas que pueden estar hasta más cerca de nosotros que la propia familia en ocasiones, en el mundo en el que estamos.

En todo caso, mi enfermedad no es sólo mi enfermedad, porque todos estamos unidos por un montón de lazos que nos unen unos a otros. Y ciertamente quienes hemos sido bautizados en Cristo formamos un solo cuerpo, somos miembros los unos de los otros: tu enfermedad es mi enfermedad, tu dolor es mi dolor, tu anhelo de Dios es parte de mi anhelo de Dios, tú eres parte de mi. Yo no puedo decir “yo” sin incluiros a vosotros. En mi caso lo tengo clarísimo: yo no puedo decir “yo” sin incluir a la Iglesia que el Señor me ha confiado y por la que me pide que gaste mi vida. Yo no puedo decir “yo” sin incluiros a vosotros en ese “yo”. Pero ése no es un rasgo del obispo por ser obispo; es un rasgo del cristiano por ser cristiano.

Que el Señor nos conceda crecer en la conciencia de esa comunión, que es fruto del Amor de Cristo que se ha entregado por nosotros, con un amor que es más fuerte que la muerte. No como el del Cantar de los Cantares, que dice: “Fuerte es el amor como la muerte”. No. El Amor de Cristo es más fuerte que la muerte, y que acogiendo ese Amor, ese Amor florezca en nuestras vidas, florezca en nuestra comunión y si es voluntad de Dios, florezca en nuestro mundo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

18 de febrero de 2018
Parroquia de San Agustín (Granada)

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