Fecha de publicación: 8 de diciembre de 2021

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Puedo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos hermanos y amigos todos:

En el Ofertorio de cada Misa, de cada Eucaristía, nosotros ofrecemos un poco de pan y un poco de vino. Es una pequeña ofrenda que presentamos ante el Señor, y que luego el Señor nos devuelve en ese maravilloso intercambio que es la Eucaristía, que es cada Misa, convertido en Su cuerpo y Su sangre. Nos devuelve la ofrenda que le hacemos para que sea vivificante para nosotros; para que sea en nosotros fuente y semilla de la vida divina. Recibimos esa semilla en la Comunión.

Pero yo hoy quisiera fijarme en otro detalle, porque la liturgia, cuando está celebrada según la Iglesia, no tiene ninguna palabra de más ni de menos. Y ningún gesto de más ni de menos. Todos los gestos tienen un significado y entran todos como en una bella sinfonía, que componen esos gestos con los que hacemos nosotros. También nos sentamos para escuchar la palabra de los apóstoles, o la del Antiguo Testamento. Pero nos ponemos de pie para escuchar la palabra de Jesús. Recibimos, desde el Concilio para acá, uniéndonos a las Iglesias orientales, que lo venían haciendo desde siempre, la bendición con la palabra de Jesús, con la palabra que es la Buena Noticia.

Pero, en ese gesto del Ofertorio, fijaros, dice: “Bendito seas Señor, Dios del universo, por este pan que recibimos de Tu generosidad y que nosotros ahora Te presentamos”. En ese “que recibimos de Tu generosidad”. Nosotros nunca Le damos nada a Dios. Nunca Le traemos nada a Dios. Nunca Le presentamos nada a Dios que no hayamos recibido primero de Él. Lo decían los Padres de la Iglesia una y otra vez: “A Dios nadie le trae nada que Él no nos lo haya dado primero”.

Hoy celebramos lo mismo. Celebramos que la Madre de Dios, que la Madre de Jesús, que Él nos dará en el momento culminante de Su entrega, de Su vida, también como madre nuestra, es un regalo que Dios nos hace. Nunca venimos a la Iglesia a darLe cosas a Dios. Venimos a la Iglesia a que Dios nos dé. Y veréis, Dios no nos da cosas. Dios Se nos da Él mismo, siempre, de mil formas, de mil maneras. Unos días de manera más plena, más solemne. Otros días de manera más pequeña. Pero todo lo que somos, todo lo que hacemos –Dios mío- es don Tuyo. “Todo es Gracia”, decía santa Teresa de Lisieux. Yo creo que Doctora de la Iglesia por comprender que todo es gracia y por el amor que ella tuvo a una persona que, en la mentalidad de su tiempo, todo el mundo y ella misma pensaba que se iba a condenar. Ella se ofreció con el amor que Le tenía al Señor, con el sentido de privilegio que ella sentía de haber sido elegida por el Señor, de ser amada extraordinariamente, y la necesidad que ella sentía de sentirse amada, y se ofreció para ir al infierno y que aquel hombre no se condenase. Aquel hombre no se iba a condenar. Dios mío, qué corazón. Pues, ella es Doctora de la Iglesia por ese corazón. También por saber que todo es Gracia. La frase es suya: “Todo es Gracia. Y lo que celebramos hoy es el comienzo de la Gracia más grande de todas. Del regalo más grande que Dios nos ha hecho que es Jesucristo; que permanece con nosotros todos los días hasta el fin del mundo; que permanece en Su palabra, que permanece en Sus sacramentos; que se nos da como alimento en la Eucaristía, como perdón de los pecados en la penitencia, pero que Se nos da siempre que lo necesitamos. Que nos acompaña siempre, que no nos deja nunca solos. Esa plaga de nuestro tiempo, alimentada desde ciertos centros de poder: aislar a los hombres, separar a los hombres, sembrar la desconfianza de forma que vivamos siempre en la desconfianza de unos para otros. Todo lo contrario del designio del Señor. El demonio divide. Dios une. Dios acerca. Dios nos aproxima unos a otros, nos permite vivir.

Ayer lo decíamos recibiendo la Divina Pastora como una familia. Cristo decía: “Yo he venido a reunir a los hijos de Dios dispersos”, dispersos como un rebaño que no tienen pastor, que andan cada uno por su lado. Y el Señor nos desea unidos con el amor de una familia: la familia de los hijos de Dios, que vive la misma vida. Vivimos de la vida que el Señor nos da. La vida divina, la vida de hijos de Dios. Vivimos en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Somos hijos de Dios. Tenemos esa vida en nosotros y no sólo cuando estamos en la Iglesia. La llevamos a todas partes, en el metro, por la calle, en el supermercado, en la conversación con unos vecinos.

Hemos recibido un don grandísimo. Ese don es Jesucristo y Tú, Señora, nuestra Madre, fuiste preservada del pecado original, porque le ibas a dar el cuerpo al Hijo de Dios, y el Hijo de Dios tenía que ser semejante en todo a nosotros menos en el pecado. Y por eso Tú tenías que ser purísima, para que el cuerpo que le dieras no tuviera las heridas del pecado. No del pecado de nuestros primeros padres, sino del pecado acumulado por los siglos de violencia, de odio, de enviada, de desconfianza, de soberbia.

Y Tú nos das a Tu Hijo. Luego, Tu Hijo, el Señor hace con nosotros como una madeja. Es un abrazo y es más que un abrazo. Nosotros Le damos lo que Él nos ha dado primero y es pequeñito lo que le damos. Luego, Él se nos da, devuelve nuestro regalo hecho Su cuerpo y Su sangre. Y viene a nosotros para hacerse uno con nosotros. Porque, cuando lo comemos, se hace uno con nuestra vida, nuestra sangre nuestra humanidad, con nuestro cuerpo. Se siembra en nosotros, literalmente, con su vida divina.

Y luego, Tú le das a Él tu cuerpo y Él te da a ti participar de la Resurrección, para que tengamos una referencia de que Tú ya estás gloriosa, con tu Hijo, subida a los cielos, donde Tú nos aguardas. Y nos acompañas en nuestra peregrinación. Qué bella es la imagen de la Pastora. Un pastor, una pastora acompañan al rebaño. Tú y Tu Hijo nos acompañáis en los caminos de la vida, en los vericuetos, los dramas, las desgracias, las alegrías de la vida. Pero nos lleva siempre a buenos pastos. Y esos buenos pastos son la vida de Dios, son el amor infinito de Dios, que no se cansa de nuestros pecados, torpezas, pequeñeces; que no se cansa de nosotros jamás. Y que nos acompaña una vez y otra vez, todas las veces que haga falta para llevarnos al Cielo.

Hoy, los sacerdotes vestimos de azul. Es un privilegio para España por ser la Inmaculada patrona de España. En los demás países del mundo, la vestidura litúrgica de hoy es blanca. Pero el cielo no es azul. El cielo está lleno de flores, como está la imagen de la Divina Pastora, lleno de flores, de colores. Es radiante como una mañana de abril o de mayo, con ese brillo que quienes vivimos en Andalucía conocemos. Y está lleno de rostros, pero no son rostros ajados, tristes, marcados por las cicatrices y los dolores de la vida. Son rostros resplandecientes de amor, de belleza porque el Señor culmina Su obra llevándonos al Reino de Su Hijo. Ella y Él nos acompañan a lo largo del camino.

Que podamos tomar conciencia de esa compañía, para que nunca nos sintamos solos. Tomar conciencia de esa compañía, para saber que el Señor está con nosotros. Que no merecemos… “Señor, no soy digno de que entres en mi casa” (qué voy a ser digno). Soy cristiano por la Gracia de Dios. No digamos sacerdote, obispos, por la Gracia de Dios.

Somos cristianos por la Gracia de Dios, pero nos sentimos gozosísimos y orgullosísimos de serlo, porque hemos encontrado la clave de nuestra existencia, la verdad más profunda de nuestra vida, el amor infinito que justifica y da sentido a todo en nuestra vida, a nuestro amor y fatigas, a nuestras alegrías y dolores. Nos da la esperanza, la certeza de que lo que nos aguarda es la vida eterna junto al Señor y junto a nuestros seres queridos, y junto a todos. Donde ya no habrá ni luto, ni llanto ni dolor, porque tú serás todo, en todas las cosas.

Que así sea para vosotros. Que así sea para los que queréis y tenéis un cariño especial a la Divina Pastora, en Gójar. Que así sea para todos nosotros que celebramos la Inmaculada. Y al final de la Eucaristía, yo os daré la bendición papal que los obispos tenemos el privilegio concedido por el Papa de darlo dos días al año. Uno siempre es el domingo de Pascua. Otro siempre es, en Granada, el día de la Inmaculada, que es con unas condiciones de confesarse, comulgar alrededor de este día, en un día no muy lejano, un perdón de los pecados donde todos los tesoros de santidad se aplican a quién recibe esa bendición. También la podéis aplicar por un difunto vuestro, con toda confianza y sencillez.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

8 de diciembre de 2021
S.I Catedral de Granada

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