Fecha de publicación: 4 de octubre de 2018

Vamos a reflexionar brevísimamente sobre los motivos para vivir con gozo esta Eucaristía y para salir con más gratitud al Señor, con más amor a Nuestra Madre, y más dispuestos a vivir la vida según el corazón de Cristo y el corazón de María.

Yo siempre digo: “Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo, amadísima de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios”. Y lo hago con toda conciencia al empezar así, porque el Concilio Vaticano II nos recordó a todos lo que formaba parte de la fe cristiana: que primero es la Iglesia y después venimos los curas, que somos los siervos de esa familia y de esa Iglesia que es por la que Jesucristo ha dado su vida. Es decir, por el pueblo cristiano, el pueblo santo de Dios.

Esta mañana ese pueblo es una marea (…). ¿Qué trae esa marea? Trae eso que decía el Señor de que a cada día le basta su fatiga. Trae las fatigas de cada día que todos tenemos. Los sufrimientos de la vida, que son muchos. Yo sé que en la vida hay un montón de cosas preciosas, pero es verdad que también hay siempre, aunque sean garbancitos en el zapato, pero siempre hay algo que nos roe por dentro. Pero luego, a veces, los garbancitos se convierten en piedras, y otras veces son piedras de tropiezo, que eso es lo que significa “escándalo”: una piedra con la que uno tropieza en el camino (en griego, eso es lo que quiere decir escándalo, algo que nos hace tropezar). A veces, eso son sufrimientos físicos, que nos van a llegar a todos o ya nos han llegado a todos, de una manera o de otra. Pero otras veces, hay cosas que duelen mucho más que los sufrimientos físicos que son los sufrimientos morales. Una familia que se rompe y hermanos que dejan de hablarse (…). Es el diablo, es el demonio el que nos separa, es el demonio el que nos divide. A veces, nos divide contra nosotros mismos. Un precioso verso de un poeta español de la generación aquella del 32, que se llamaba Carlos Murciano, decía: “Yo luchaba contra Dios, y Dios y yo contra mí”, porque a veces somos nosotros los que estamos divididos, luchamos contra nosotros mismos. La parte que anhela el Cielo, que anhela a Dios de nosotros lucha contra otra parte de nosotros que quiere basura y porquería. Y no somos nosotros quien quiere eso; somos nosotros engañados por el Enemigo quien quiere eso: quien quiere el que nos separemos unos de otros, quien quiere que no sepamos querernos bien, quien quiere que hablemos mal unos de otros, a veces sin hablar, a veces en nuestro corazón alimentamos “mira lo que hace”, “mira lo que me ha hecho”,…

Hay que tomar conciencia. Somos limitados, porque somos mortales, somos criaturas de carne y hueso, y al mismo tiempo somos limitados, porque llevamos en nosotros una herida del pecado. Y las dos cosas nos hacen sufrir. Y las dos cosas las traemos aquí. Ese sufrimiento está representado en las lágrimas de la Virgen, está representado en el cuerpo muerto del Hijo de Dios. ¿Para qué? ¿Porque somos masoquistas? No, en absoluto. Porque encontramos ahí representado el abrazo de Dios a nuestra pobre humanidad. Eso es el cristianismo. La certeza de que Dios que es Amor, y tiene que serlo (aunque nunca se nos habría ocurrido pensarlo nosotros solos, nunca se nos habría ocurrido pensar que Dios es amor, pensaríamos que Dios es poderoso a imagen de los reyes, o de los emperadores, o de los grandes de este mundo, o de los grandes hombres de negocios, así nos imaginaríamos a Dios con mucha facilidad). Pero pensar que Dios pueda venir a las entrañas de una mujer, hacerse uno de nosotros, compartir las fatigas de cada día, compartir nuestros dolores, nuestro sudor, las traiciones de la mentira y del engaño, y de las debilidades y del pecado de los hombres, y eso hasta la muerte (y la muerte más ignominiosa que los hombres hayamos podido imaginar o crear, o una de las más ignominiosas), que Dios sea así, eso es justo lo que revela que el Dios cristiano es el Dios verdadero, porque es el Dios que es Amor. Y sólo un Dios que es Amor es capaz de dar razón de por qué nosotros tenemos tal querencia al amor; buscamos siempre como respuesta a nuestra vida un amor que sea capaz de dar sentido a todo, un amor que sea capaz de llenarlo todo, que sea capaz de trascender todas las heridas, todas las pobrezas, todos los límites que el amor del que tenemos experiencia, que es el de este mundo, tiene siempre.

¿Y por qué anhelamos otro amor si no lo hemos conocido nunca? Porque estamos hechos a imagen del Dios que es Amor, y eso sólo lo hemos aprendido gracias a Jesucristo. Una sociedad que vive, no sólo del amor y de la esperanza que nace de certeza y de la experiencia de ese amor, sino que vive para amar, para aprender amor tropezando todos los días, mil veces, pero queriendo siempre amar más y amar un poco mejor a quienes tenemos al lado nuestro, Dios mío, es una sociedad que nace de Jesucristo.

Ayer yo me reunía con los seminaristas y les decía: Hemos pensado que la fe era un añadido a la vida y que quitamos la fe y no pasa nada y nos quedamos todos tan normales. Pues no: para ser normales, hace falta Jesucristo. Lo que hemos llamado muchas veces “esto es una familia normal”, para poder vivir queriéndose, aunque metamos la pata mil veces al día, hace falta Jesucristo, necesitamos a Jesucristo. Eso pone de manifiesto la inmensidad de nuestra vocación. Estamos hechos a imagen tuya, Señor, y tu Amor se nos revela a nosotros en que no se ha echado atrás conociendo nuestros pecados, y conociendo los pecados del mundo y las miserias del mundo, todas las de la historia, que son inmensas. Y no te has echado para atrás para mostrarnos que Tu Amor es más fuerte que la muerte, es más fuerte que el pecado, que el pecado del mundo entero.

Y luego está Tu Madre. Y Tu Madre es de los nuestros, Tu Madre es el orgullo de nuestra raza, tu Madre es una hija de Eva a quien Tú has preservado sencillamente para poder tener nosotros una referencia y como escondernos detrás de su manto e ir a Ti, y apoyarnos en Ti, y aprender como Ella que hasta la cruz más grande que puede ser la pérdida de un hijo puede ser vivida, no sin dolor (Dios no nos quita el dolor, lo que quita el dolor son los ansiolíticos pero la fe no es ningún ansiolítico, la fe no es ningún analgésico, no es ninguna medicina, no es una droga). Todo lo contrario. La fe nos mantiene espabilados, nos mantiene vivos, nos mantiene despiertos, nos hace que nuestro corazón no se rinda nunca. La fe no nos quita el dolor, pero nos permite vivir el dolor sabiendo que hay algo más grande que todo el dolor del mundo y es el Amor de tu Hijo por nosotros.

Por eso, es verdad que es una imagen de un cadáver, la imagen de Jesús ahí. Pero, ¿por qué veneramos ese cadáver? Porque sabemos que en su muerte está el secreto de nuestra vida, y de nuestra esperanza, y de nuestro amor, y la salvación de nuestros amores, y la salvación de nuestras pequeñas esperanzas y nuestros dolores de cada día. Y porque sabemos que en Tu Madre, que intercede por nosotros -que Tú nos la has dado como madre después de haberla escogido y preparado Tú para que fuera Tu Madre, la Madre de Dios-, se ha hecho madre nuestra para acompañarnos en el camino de la vida, para recoger nuestras lágrimas en las suyas, y para transformar nuestro corazón de piedra en un corazón de carne; que pueda vivir el sufrimiento y la muerte sabiendo que ni el sufrimiento, ni el mal, ni la muerte tienen la última palabra sobre nosotros. La tienes Tú, Señor. Tú que eres Amor y que nunca nos abandonarás, aunque nosotros te abandonemos, aunque te hayamos abandonado, aunque te podamos abandonar mañana y abandonarte para siempre, Tú vas a seguir al lado nuestro y no nos vas a dejar de tu mano. Y ésa es nuestra alegría.

Y ésa es la única esperanza del mundo. Este mundo nuestro tan herido, tan miserable de tantas formas y de tantas maneras, tan inestable que nos hace a veces dudar de decir ¿cómo va a ser el futuro de vuestros hijos?, ¿hacia qué mundo vamos? Vayamos al que vayamos, nosotros, edificados sobre esa roca que es el Amor infinito de Dios, no tenemos miedo a nada. Y a nada es a nada. Porque Tú estás con nosotros. El único miedo sería perderte a Ti y es lo único que no va a suceder. Yo puedo perderTe en el sentido de que me puedo apartar de Ti, pero tengo la certeza de que Tú jamás te apartarás de mi. Tú jamás te apartarás de nosotros. Tú jamás te dejarás vencer por el Maligno, por el Enemigo de la naturaleza humana -como decía San Ignacio-, por el mal. Jamás. Tu Amor es infinitamente más grande que todo el mal del mundo. La victoria última pertenece a ese Amor, pertenece también a nuestro amor cuando está unido a Tu Amor y al de Tu Madre.

Mis queridos hermanos, vamos a darLe gracias. La Eucaristía es siempre una acción de gracias. Nuestra acción de gracias, la marea de dolor que viene hoy a la Virgen de las Angustias, es, al mismo tiempo, una marea de acción de gracias al Señor por su Amor por nosotros.

Doy gracias, en primer lugar, al Cuerpo de Palieros, que son los que ofrecen esta Eucaristía y que me permiten, año tras año, celebrarla en este día tan precioso. Ha entrado una mujer cuando estaba en la sacristía, diciendo “soy venezolana, pida por mi pueblo”. Y yo le he prometido que todos íbamos a pedir por Venezuela, por su pueblo y por los pueblos de alrededor, para que el cáncer que vive ahora mismo el pueblo de Venezuela no se extienda; para que sepamos resistirlo. ¿Y resistirlo qué significa?, ¿luchar políticamente contra ello? No. Significa testimoniar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor con libertad en medio de este mundo nuestro. Me aceptáis que pida a todos que ofrezcamos esta Eucaristía pidiendo por el pueblo de Venezuela, son hermanos nuestros, son parte de nuestro cuerpo y están sufriendo como no nos podemos imaginar.

Que el Señor os bendiga a todos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

30 de septiembre de 2018
Basílica parroquial de Nuestra Señora de las Angustias (Granada)

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