Fecha de publicación: 9 de octubre de 2019

Amazonía, fuente de vida

Este Sínodo se desenvuelve en torno a la vida: la vida del territorio amazónico y de sus pueblos, la vida de la Iglesia, la vida del planeta. Tal como lo reflejan las consultas a las comunidades amazónicas, la vida en la Amazonía se identifica, entre otras cosas, con el agua. El río Amazonas es como una arteria del continente y del mundo, fluye como venas de la flora y fauna del territorio, como manantial de sus pueblos, de sus culturas y de sus expresiones espirituales. Como en Edén (Gn 2,6) el agua es fuente de vida, pero también conexión entre sus diferentes manifestaciones de vida, en la que todo está conectado (cf LS, 16, 91, 117, 138, 240). “El río no nos separa, nos une, nos ayuda a convivir entre diferentes culturas y lenguas”.[2]

La cuenca del río Amazonas y los bosques tropicales que la circundan nutren los suelos y regulan, a través del reciclado de humedad, los ciclos del agua, energía y carbono a nivel planetario. Sólo el río Amazonas arroja cada año en el océano Atlántico el 15% del total de agua dulce del planeta.[3] Por ello la Amazonía es esencial para la distribución de las lluvias en otras regiones remotas de América del Sur y contribuye a los grandes movimientos de aire alrededor del planeta. También nutre la naturaleza, la vida y culturas de miles de comunidades indígenas, campesinos, afro-descendientes, ribereños y de las ciudades. Pero cabe destacar que, según expertos internacionales, la Amazonía es la segunda área más vulnerable del planeta, después del Ártico, en relación con el cambio climático de origen antropogénico.

El territorio de la Amazonía comprende parte de Brasil, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Guayana, Suriname y Guayana Francesa en una extensión de 7,8 millones de kilómetros cuadrados, en el corazón de América del Sur. Los bosques amazónicos cubren aproximadamente 5,3 millones de km2, lo que representa el 40% del área de bosque tropical global. Esto es apenas el 3,6% del área de tierras emergidas de la tierra, que ocupan unos 149 millones de kilómetros cuadrados, o sea, cerca del 30% de la superficie de nuestro planeta. El territorio amazónico contiene una de las biosferas geológicamente más ricas y complejas del planeta. La sobreabundancia natural de agua, calor y humedad hace que los ecosistemas de la Amazonía alberguen alrededor del 10 al 15% de la biodiversidad terrestre, almacenen entre 150 mil y 200 mil millones de toneladas de carbono cada año.

Vida en abundancia

Jesús ofrece una vida en plenitud (cf. Jn 10,10), una vida plena de Dios, vida salvífica (zōē), que comienza en la creación y se manifiesta ya en lo más elemental de la vida (bios). En la Amazonía, ella se refleja en su abundante bio-diversidad y culturas. Es decir, una vida plena e íntegra, una vida que canta, un canto a la vida, como el canto de los ríos. Es una vida que danza y que representa la divinidad y nuestra relación con ella. “Nuestro servicio pastoral”, como lo afirmaron los Obispos en Aparecida, es un servicio “a la vida plena de los pueblos indígenas [que] exige anunciar a Jesucristo y la Buena Nueva del Reino de Dios, denunciar las situaciones de pecado, las estructuras de muerte, la violencia y las injusticias internas y externas, fomentar el diálogo intercultural, interreligioso y ecuménico” (DAp. 95). A la luz de Jesucristo el Viviente (cf. Ap 1,18), plenitud de la revelación (cf. DV 2), discernimos tal anuncio y denuncia.

El “buen vivir”

La búsqueda de los pueblos indígenas amazónicos de la vida en abundancia, se concreta en lo que ellos llaman el “buen vivir”.[4] Se trata de vivir en “armonía consigo mismo, con la naturaleza, con los seres humanos y con el ser supremo, ya que hay una inter-comunicación entre todo el cosmos, en donde no hay excluyentes ni excluidos, y que entre todos podamos forjar un proyecto de vida plena”.[5]

Tal comprensión de la vida se caracteriza por la conectividad y armonía de relaciones entre el agua, el territorio y la naturaleza, la vida comunitaria y la cultura, Dios y las diversas fuerzas espirituales. Para ellos, “buen vivir” es comprender la centralidad del carácter relacional-trascendente de los seres humanos y de la creación, y supone un “buen hacer”. No se pueden desconectar las dimensiones materiales y espirituales. Este modo integral se expresa en su propia manera de organizarse, que parte de la familia y comunidad, y abraza un uso responsable de todos los bienes de la creación. Algunos de ellos hablan del caminar hacia la “tierra sin males” o en busca de “la loma santa”, imágenes que reflejan el movimiento y la noción comunitaria de la existencia.

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