Muy queridos hermanos:

Estamos muy acostumbrados a pensar que la religión y también la nuestra, el cristianismo, es una serie de actos, de cosas que nosotros hacemos por Dios. A veces, nuestra manera de hablar de la religión y de la fe pone muy de manifiesto eso: que nosotros tenemos que hacer determinadas cosas por Dios. Como que la religión empieza en nosotros y termina en nosotros, y las hacemos porque pensamos que así Dios nos tratará mejor, tendrá más misericordia de nosotros, nos librará de los peligros de este mundo o nos librará de la muerte eterna.

Dejadme deciros que esa es la religión de los paganos. Que esa ha sido siempre la religión de los paganos, de quienes no conocen a Dios. El cristianismo es el Anuncio, la Buena Noticia, de algo que Dios ha hecho por nosotros. Y ese algo es unirse a nuestra historia. Hacer un trabajo educativo de casi 2000 años para prepararse un pueblo que pudiese comprender algo del amor infinito de Dios y, al final, encarnarse en el seno de una mujer para compartir nuestro destino, nuestra vida, y poder decirnos, en un lenguaje humano, el amor inmenso, el amor de infinito que Dios tiene a todos los hombres.

Toda la enseñanza de Jesús se condensa en esos brazos abiertos sobre la cruz el día de Viernes Santo, cuando entrega Su espíritu, es decir, entrega Su vida, y pone Su espíritu a disposición nuestra y, triunfador de la muerte, nos deja sembradas Su vida divina en nuestra humanidad. Dios nos quiere. Nos quiere a cada uno. Yo quisiera gritároslo: Dios nos quiere. Ese es el mensaje del que la Iglesia es portadora para todos los hombres y mujeres del mundo. ¡Dios te quiere!

Cristo ha venido por ti. Y cuando, como hoy, el Señor nos invita -retomando el mensaje de la última Jornada Mundial de la Juventud- a levantarnos y a dar testimonio, el testimonio que tenemos que dar no es captar discípulos, captar jóvenes para que den catequesis en las parroquias. El testimonio que tenemos que dar es la novedad de nuestra vida; la alegría de nuestra vida, en un mundo donde la alegría se convierte en un bien más escaso que el oro. Encontrar personas normales que sufren, además, las mismas cosas que todos, que viven, enferman, que se enamoran, que envejecen, que mueren, que crían unos hijos, que aman… y que viven todo eso sabiendo que no están solos. Con la compañía cierta del Señor. Esa vida nueva es la que la gente ve y, aunque sean gestos muy pequeños, a la gente le sorprende que podamos ser un pueblo unido, que podamos sentirnos sin conoceros. Yo no conozco a muchos de vosotros, aunque muchas caras ya me son muy familiares, pero no sé vuestros nombres. Sin embargo, no me cuesta nada sentirme vuestra familia, parte de vuestra familia y a vosotros mi familia.

Todavía me acuerdo yo, en el año 92 o 93, que Juan Pablo II vino a beatificar en la Plaza de Colón a cuatro santos en la Plaza de Colón, y luego había ido a celebrar en Sevilla el Corpus y ordenó a unos cuantos sacerdotes, y fue al Rocío. Yo le oí decir a un comentarista de una radio ”aquí hay gente que lleva desde las seis de la mañana”, y la Eucaristía era a las cinco de la tarde, en el mes de junio ¿Os imagináis el calor que puede hacer en Madrid y allí no había nada más? Decía: “No se conocen, pero todos se tratan como si fueran familia, reparten lo que tienen, se traen agua. Esto no hay quien lo entienda. Están muertos de calor, pero no se mueve nadie”. Y yo decía para mis adentros: “Es que tú no sabes el gozo de sentirse de la familia de la Iglesia”. La familia del Señor, que nos comunica Su vida divina, y muy torpemente, porque somos seres humanos muy torpes, pero llevamos la vida de Dios en nosotros y sabemos que nuestro destino no es el tanatorio, ni es la soledad del cementerio, ni es el olvido. Nuestro destino es la vida eterna. Nuestro destino eres Tú, Señor, que no nos vas a abandonar jamás.

Eso nos permite vivir con alegría, peregrinar con alegría. Vivir sin temor. Sin más temor que el de perderte a Ti. Que sólo Te podríamos perder, no porque Tú dejes de querernos -que nunca vas a dejar de querernos-, sino porque nosotros no cuidemos, no sepamos o nos olvidemos de disfrutar del amor que Tú nos tienes. Eso es ser cristiano. No hacer unas cosas u otras. Disfrutar y que se note en nuestra cara que somos hombres y mujeres felices, porque hemos conocido el amor de Dios.

Celebramos la vigilia, el comienzo de la fiesta de la Inmaculada. En este sentido, de lo que os vengo diciendo, dejadme compartir una experiencia que para mí es un poco nueva. Se la debo a este tiempo de pandemia donde, consolando, ayudando a algunas personas, caí en la cuenta de ello. Para mí, la primera parte del Avemaría
-cuando decimos “Dios te salve, María, llena eres de Gracia, el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre, Jesús”- siempre me parecía como una colección de piropos a la Virgen y me parecía muy bien. Si alguien merece no mil, sino millones y millones de piropos es la Madre de Dios y Madre nuestra. Pero, al mismo tiempo, siempre me parecía que la oración que más veces decimos los cristianos tuviera sólo que ver con esos piropos a la Virgen, me parecía como que algo no me cuadraba. Creo que el Señor me permitió comprender que, puesto que la Virgen además es como la primicia de la humanidad redimida, y eso es lo que celebramos en la fiesta de la Inmaculada, la obra más acabada de la Gracia, para que pudiéramos nosotros ver en ella cuál es nuestro destino, cuál es el sentido de nuestra vida, qué es lo que nos aguarda y qué es lo que aguardamos. Pues, lo que el Ángel le dijo a la Virgen nos lo dice a cada uno de nosotros cuando rezamos el Avemaría. Y el “Dios te salve, María” es el equivalente de “no temas, porque has encontrado Gracia delante de Dios”.

Lo primero que Dios le dice a un ser humano es “no temas”. Y el “llena eres de gracia”, no se puede aplicar, sin más, a nosotros, pero hay una aplicación muy inmediata que sí que vale para nosotros y que se la había dicho a San Pablo: “Te basta Mi Gracia”. Tú que crees que no puedes vivir si no tienes esto, o si no se dan estas circunstancias, o si tu familia no cambia y tus circunstancias fuesen diferentes…: “No temas, te basta Mi Gracia”.

“El Señor está contigo” sí que nos lo podemos aplicar tal cual. El Señor está conmigo. Puedo estar hecho polvo, puedo estar destrozado, puedo estar hasta deprimido si queréis. Las circunstancias pueden ser muy difíciles, pero el Señor está conmigo. El Señor está a mi derecha, como fuerte baluarte.

“Bendita tú eres entre todas las mujeres”. Pues, claro que somos benditos. Somos privilegiados. Somos los seres más privilegiados de la historia y del mundo por haber conocido a Jesucristo. Por haber conocido que Dios es Amor, que el secreto de la vida es participar de ese amor de Dios lo más posible y sembrarlo en este mundo lo más posible. Eso hace la vida humana grande, bella, feliz, digna de ser vivida. Claro que somos benditos.

San Pablo dirá también: “Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios”. En la medida en que somos de Cristo, todo es nuestro. Somos los seres más ricos del mundo, porque Te tenemos a Ti, Señor. Benditos, benditos entre los hombres. ¿Cuántas personas, cuántos millones de personas viven y mueren sin esperanza? No hablo sólo de la pobreza material o de la miseria material. Hablo de otras muchas miserias. De la miseria de un “ciudadano Kane”, que lo tuvo todo, menos el sentido de su vida. Menos su infancia, que la había perdido; menos una compañía digna de ese nombre. Benditos, somos benditos. Esta es la heredad que ha bendecido el Señor. Sois vosotros. Es el pueblo cristiano. Es ese tesoro, esa maravilla, esa especie de milagro en medio de una historia llena de pasiones y de odios y de violencia. Es el pueblo cristiano, que sois vosotros.

“Y bendito el fruto de tu vientre, Jesús”. Porque esa vida, con la conciencia de que el Señor nos acompaña, de que hemos sido elegidos por el Señor para ser semilla Suya y de Su amor en el mundo, es siempre fecunda. La desesperanza es estéril. La tristeza es estéril. Pero la alegría profunda de la fe, de la esperanza y del amor nunca es estéril, y el fruto es que Jesucristo sea conocido y amado. El fruto de nuestras vidas. La Iglesia es Madre y la Iglesia es nuestra comunión!. Y esa Madre da a luz a Jesucristo, a un mundo que lo necesita, aunque no lo sepa. Que lo busca, aunque se crea que lo odia, aunque se crea que lo conoce y que no sirve para nada. Lo busca ansiosamente cuando busca ser feliz y busca la felicidad donde no está.

Mis queridos hermanos, cuando recéis el Avemaría haced vuestras estas primeras palabras del Avemaría, porque si el Ángel se lo dijo a la Virgen, también nos las dice a nosotros, a la medida de nuestra vocación, de cada uno, de nuestro estado de vida, de cada uno, de nuestra misión en este mundo. Y la advocación cuya imagen veneramos hoy es la de la Divina Pastora. Nosotros caminamos por la Historia. El Señor tenía compasión de aquellos que estaban con Él, porque decía ”están como ovejas sin pastor”. Bueno, pues, nosotros no estamos como ovejas sin pastor. Tenemos como pastor al Señor, que nos ama, que va detrás de la oveja perdida.

Nos lo recordaba una lectura de estos días: “Y deja las 99 en los montes, para irse detrás de aquella que se había perdido”. Señor, eres tremendo. ¿Cuánto vale esa sola oveja? ¿Cuánto vales, esa, justo esa que se ha perdido? Pero no estamos solos, porque Tú nos acompañas por el camino de la Historia y nos acompaña Tu Madre, la Divina Pastora, que viene con nosotros, que intercede por nosotros, que nos muestra el camino. Parte del oficio de pastor es llevar por un camino seguro al rebaño, de forma que ninguno se despeñe o se descarríe. Tú, Señora, nos llevas seguros hasta Tu Hijo, a lo largo de nuestra vida, a lo largo de la historia, y hasta la vida eterna, donde el Señor será todo en todos; donde nosotros gozaremos juntos en una alegría y en un amor sin fisuras, sin dobleces, sin chantajes y sin tonterías. En un amor limpio, transparente, lleno de la belleza de tu Gloria.

Condúcenos hasta allí, Señor, en este día que celebramos la Inmaculada Concepción, comienzo verdadero de la humanidad nueva.

Nosotros queremos formar parte de esa humanidad que va conTigo, como hemos ido contigo por las calles. Que va conTigo por la vida, conscientes de que Tú vas con nosotros y de que, entonces, no nos tenemos que preocupar mucho, porque Tú y Tu Hijo, no vais a dejar ninguno que nos perdamos.

Que así sea y que podamos dar gracias todos los días de nuestra vida por tenerte a Ti, por tener a Tu Hijo, por saber que el Señor es fiel y que Tu fidelidad es eterna.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

7 de diciembre de 2021
S.I Catedral de Granada

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