Fecha de publicación: 30 de abril de 2017

Muy queridos D. Ricardo, Carlos, Eusebio, Arturo, hermanos en el episcopado, que nos acompañáis esta noche;
queridos amigos, venidos de tantas diócesis de España y de tantos lugares geográficos y eclesiales:

El Evangelio que acabamos de escuchar es de esos evangelios que están tan cargados de símbolos, que es muy fácil empezar a extraer de ellos no tanto aplicaciones para la vida como representaciones de nuestra propia historia. El hecho de que Jesús siempre sale al encuentro nuestro a lo largo de nuestro camino, donde estemos, a veces hemos crecido en una familia cristiana; hemos aprendido la fe en el mismo momento en que empezábamos a decir “papá” o “mamá” aprendíamos a decir Jesús o mandábamos besos a la Virgen; otros a lo mejor ha sido una vida herida desde el principio y marcada por las heridas a las que se han hecho referencia al comienzo de la celebración… Sin embargo, en un momento del camino, el Señor se hace presente. No siempre lo reconocemos a la primera, no siempre nos damos cuenta de que es Él. (…) Cuántos de nosotros podemos decir: yo no te veía pero eras Tú.

Hay dos lugares especiales para quienes han tenido la gracia de la fe, donde alimentar esa fe, donde ahondar en la experiencia del encuentro con Cristo, donde renovarla casi cotidianamente y donde beber de su costado –dice un pasaje del Evangelio: “brotarán torrentes de agua viva”-, donde beber esa agua viva, día a día, cuando el camino cansa, cuando los pies duelen o las ampollas empiezan a aparecer debajo de unos calcetines mal colocados en las botas. Esos dos lugares son la Palabra de Dios y la Eucaristía. No abandonéis la Palabra de Dios. Buscadla. Leed. Y habrá cosas que aparentemente no os digan nada. Haced la oración con el librito pequeño de la Liturgia de las Horas, que tiene los Laudes y las Vísperas de una semana. Y a lo mejor, hay salmos que dices “y esto, ¿de qué está hablando?”, “no sé de lo que habla”. Y de repente, hay una frase que te coloca las vértebras y te deja de doler la vida. Y dices: “Señor, esto está aquí para mí. Esta frase, escrita por alguien en el siglo X antes de Cristo, que peregrinaba hacia el templo de Jerusalén o que estaba allí volcando ante la gloria de Dios su amargura y su dolor, lo has escrito para mí”. Y yo bebo de esta fuente.

La otra fuente es la Eucaristía. Y de la Eucaristía, muchas veces desconectamos. En cada Eucaristía todo el misterio de Cristo -la Encarnación, en la Pasión, la muerte, su triunfo sobre la muerte, la Resurrección, el don del Espíritu Santo-, hecho regalo en la pequeñez del sacramento del pan y del vino, todo Cristo se me da. Y se me da para hacerse uno con mi vida, para hacerse uno con la masa de mi vida. Aquí quiero que se os quede grabada una imagen, que dificulta mucho en nuestras vidas tanto el crecimiento de la relación con Cristo como la comunicación de la experiencia de la relación con Cristo a los demás. Esa imagen es la de una tarta. Pensad en la tarta: un bizcocho recubierto de chocolate, consistente, de primera calidad. El bizcocho sigue siendo bizcocho, amarillo, y el chocolate está encima y sigue siendo chocolate. Creo que eso es lo que nos pasa muchas veces con la experiencia cristiana y el mundo de un cristiano y nuestra vida. Nuestra vida es de una clase de bizcocho y nos cae el chocolate encima, y el chocolate está ahí y sigue siendo chocolate, y nosotros seguimos siendo bizcocho. No es eso lo que quiere el Señor, y tiene que ver con la Eucaristía. Jesucristo se nos da no para ponerse al lado nuestro en la vida como el chocolate negro se pone encima de un bizcocho que ya está hecho.

¿Cuál sería la otra imagen?: una tarta de chocolate. ¿A que si la tarta es de chocolate y el bizcocho está marroncito, no hay manera de distinguir la masa del chocolate si está bien hecho? Eso es de lo que se trata: de que el Señor se una con nuestra masa de tal manera que todo sea bizcocho y no deje de ser bizcocho, no deje de ser masa (que no dejes de ser tú; si el Señor no quiere que dejes de ser tú. ¡Si es Él el que te ama como eres, Dios mío!). Pero que todo lo que hay en ti sepa a chocolate; y que en todo lo que eres, y en todo lo que haces, y en todo lo que vives se pueda reconocer.

Venimos de varios siglos donde la masa era masa y el chocolate era chocolate: lo religioso es una cosa y la vida va por otro lado; y la vida es la vida, y lo religioso es una cosa, un barnicillo que se le echa por encima y da un poco de gusto a la vida, pero la vida sigue siendo igual de sosa y de aburrida y de dramática, en tantos casos. Se trata de que el chocolate empape la vida y la vida entera sepa a chocolate. Y la amistad, y el estudio, y el celebrar un cumpleaños, y el celebrar un festival de música, el cantar, el caminar juntos, el rezar, todo eso forme parte de una misma unidad.

Yo le pediría al Señor eso para todos vosotros y para los grupos a los que acompañáis. No vayáis con un bote de chocolate y una brocha, y cuando os encontréis con alguien el brochazo de chocolate para que se quede la capa de chocolate encima de aquel bizcocho precioso. No.

Señor, te suplico que nuestros bizcochos sepan todos a chocolate. Que impregnes de tal manera nuestra vida que nuestra vida entera hable de Ti, te proclame a Ti, refleje la libertad y el gozo de que Tú eres parte mía y yo soy parte tuya. Si os habéis enamorado alguna vez, sabéis lo que significa “tú eres parte mía y yo soy parte tuya”. Eso es lo que el Señor desea ser para nosotros: parte nuestra, no un barniz, no una capa de algo bonito y dulce que se echa por encima de algo que sigue siendo soso o dramático. Tú eres parte mía y yo soy parte tuya. Tú te me das para que mi vida entera sea signo, imagen, esté llena de Ti. Es una súplica muy sencilla, pero yo creo que todos nos podemos identificar con ella.

Recibimos al Señor y nos presentamos cada uno de nosotros ante Él, adoramos y acogemos su amor.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

29 de abril de 2017
S.I Catedral, vigilia de oración II Encuentro de Equipos de Pastoral Juvenil

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