Fecha de publicación: 8 de noviembre de 2018

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa Amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios; muy queridos sacerdotes concelebrantes:

Es un día precioso no por el color del cielo, sino por lo que sucede en nuestra Iglesia.

D. Santiago señalaba al principio de su intervención que los primeros beatos mártires de la persecución religiosa en España, la mayoría de ellos, en los días previos al inicio de la Guerra Civil, habían sido religiosos, pertenecientes a congregaciones religiosas o a instituciones religiosas, que habían promovido su beatificación; y en cambio, los sacerdotes diocesanos no habían tenido “ese honor”, a veces porque los sacerdotes están en su faena y no se preocupan (o no nos preocupamos) tanto de proponer y de seguir con tenacidad. Esa tenacidad que ha tenido D. Santiago y gracias a los muchos años de trabajo, sin apartar su mirada de los mártires nuestros, vemos ya a un grupo de ellos beatificados y estamos seguros de que en la próxima beatificación de mártires de muchas de las diócesis de España habrá también algunos de los mártires granadinos que faltan.

Sin embargo, yo voy a hacer un argumento parecido al que ha hecho. No fueron los sacerdotes y las religiosas los únicos en ser martirizados durante la persecución religiosa. La Iglesia es un Pueblo. Es un pueblo el que fue martirizado. Con sus sacerdotes, con sus religiosas. Que apenas hay beatos fieles cristianos laicos. Apenas. Y eso también es un pecado nuestro, porque hubo muchos hombres y muchas mujeres sencillos, de los que seguramente nadie nos acordamos y no se acuerda nadie que a lo mejor alguien de su familia, y que ciertamente arriesgaron su vida. Muchísimos. Apenas hay pueblos en los que yo haya pasado y me han dicho “mire, la familia ‘de tal’ salvó la imagen de la Virgen, porque la metieron escondida en el tejado, metida en unas pajas”, o algún agujero en el suelo que habían hecho donde guardaban el ganado, donde menos se lo podían esperar. Algunos, cuando yo he escuchado la historia, he dicho: “Pues, ése, hay que incluirlo en la causa de beatificación”.

Me acuerdo en Hinojosa del Duque, en Córdoba, donde también se iban a beatificar cerca de 90 sacerdotes y no había ningún laico, porque la beatificación la habían promovido desde el Cabildo. Y me enteré yo que cuando supo el sacristán del pueblo que iban a quemar la iglesia, él se fue a coger las especies eucarísticas y preservarlas de la profanación; y efectivamente, quemaron la iglesia con el sacristán dentro, y allí murió. Ése es un mártir de pies a cabeza. Yo diría que si no hubiera un grupo cristiano, ninguno de nosotros estaríamos hoy aquí; si no hubiera habido madres cristianas, ninguno de nosotros, probablemente, estaríamos hoy aquí.

Tenemos que recuperar una percepción de la Iglesia que nos vea como pueblo, como familia. Habéis notado que esta mañana yo he saludado primero a la Iglesia (como hago siempre en la Catedral, simplemente por seguir el orden de la Lumen Gentium). Primero es el Pueblo Santo de Dios y luego viene el ministerio sacerdotal, como un servicio que el Señor ha previsto para la vida de ese Pueblo, que es porque el Señor ha derramado su Sangre. Y esas cosas parecen muy pequeñas, parece que no tienen importancia. Sin embargo, son las que nos expresan luego, las que nos educan a unas maneras de pensar. La que nos educa a nosotros mismos como sacerdotes. Es muy diferente pensar que nosotros tenemos que acatar la virtud porque somos sacerdotes, sin pensar más que en nosotros, por nuestra forma de santidad sacerdotal; o pensar en nuestra santidad como un servicio y un regalo y un don para el mejor de los pueblos, que es el Pueblo Santo de Dios, que es la Esposa de Jesucristo, que es la familia de Jesucristo y que es un honor servir y gastar por la vida vuestra, por la vida de esa familia. Se vive el sacerdocio también de una manera muy diferente.

Dejadme decir también que tenemos que sentirnos orgullosos todos, porque también los sacerdotes somos parte de ese pueblo cristiano, y no sólo por lo que he dicho de que todos hemos nacido de una madre cristiana. Por que nos sintamos orgullosos. Orgullosos de ser miembros de la Iglesia. Y me diréis, “pues en la Iglesia hay muchas miserias y hay muchos pecados” (y fuera de la Iglesia, muchos más). Lo que da de sí el hombre, lo sabemos. Pero, ¿qué pasa en la Iglesia? Que el Señor no la abandona; que el Señor está siempre en medio de nosotros; que el Señor no nos deja nunca. La Iglesia es santa porque siempre está el Santo en ella. Y veréis, algunos de los mártires, ni en la Iglesia antigua, no es que fueran especialmente héroes o superhombres de ninguna clase; eran cristianos, cristiano de fe, hijos de su Pueblo, que sabían que el Señor era más, lo más querido en su vida, más querido que la vida misma. De ahí nace la palabra testigo. Eso es el ser testigos. Es verdad que el martirio no se debe nunca buscar, nunca. Es siempre una pretensión el buscarlo o el pretenderlo o el querer aspirar a ello. Es siempre una Gracia de Dios. Igual que el ser cristiano: somos cristianos por la Gracia de Dios. No porque hayamos llegado a ser algo, ni aunque fuésemos conversos. Así empezaban los antiguos catecismos: “¿Eres cristiano?”. “Sí, soy cristiano por la Gracia de Dios”. Punto. Por lo tanto, todo lo que soy lo soy por la Gracia de Dios. Y si soy sacerdote, también es por la Gracia de Dios. Y una gracia prevista en función del bien y de la vida del pueblo cristiano.
Y si uno es santo, no es santo porque se haya matado a hacer esfuerzos, sino por la Gracia de Dios. Y en los mártires… el dar la vida por Cristo pone de manifiesto que “tu Gracia, Señor, vale más que la vida”, como diría un Salmo; que la Iglesia sigue rezando muchos domingos y muchos de nosotros en los Laudes de la primera semana repetimos: “Tu Gracia vale más que la vida. Te alabarán mis labios”.

Honrar a los mártires es poner nuestra mirada en ellos, no es aplaudirlos. Yo recordaba hace poco en un Congreso sobre la Reina Isabel la Católica las palabras de un escritor cristiano: que a los santos no hay que aplaudirlos, a los santos hay que imitarlos, o a pedirle al Señor que nos ayude a mirar donde ellos miraban. A parecernos un poco a ellos. Que nos conceda esa gracia. Y ese escritor decía: “San Francisco de Asís, cuando estaba empezando el mundo moderno, dio muchos gritos a favor de un modo de vida distinto, y los cristianos nos dedicamos a aplaudir a San Francisco de Asís y no a imitarle. Si en lugar de aplaudirle –decía- le hubiéramos seguido, seguramente la Iglesia se hubiera ahorrado un cisma, entre el S. XIII y el XIV, la Reforma Protestante, y las guerras de religión de los S. XVI y XVII, y dos Guerras mundiales”.

Glorificar a nuestros santos es pedirLe al Señor la gracia de poder quererLe al Señor como Él nos pide que le queramos. Querernos nosotros como el Señor nos pide también que le queramos. Nada más que eso. Todos los demás aplausos pueden ser un engaño. Podríamos también utilizarlos políticamente, y no debemos. Digo esto con conciencia de lo que digo. Los adversarios de la Iglesia siempre terminan sirviendo al Señor. No hay que temer. Los adversarios de la Iglesia lo que hacen son mártires, y los mártires es lo mejor que tiene la Iglesia. Por tanto, no hay que tener tanto miedo. Stalin mató a millones de personas, pero Stalin desterró a Siberia y Asia Central a casi cuatro millones de cristianos católicos. Stalin se murió y esos millones de polacos, algunos murieron de frío, otros no, y hoy hay dos millones de católicos en Siberia, en donde el cristianismo no había entrado en veinte siglos. Dos millones de católicos en Siberia y un millón y medio de católicos en Kazajistán, en Asia Central. Los enemigos de la Iglesia siempre acaban sirviendo a Dios, aunque ellos no lo sepan.

Son los hipócritas, los fariseos los que hace daño a la Iglesia. Somos los malos cristianos los que hacemos daño a la Iglesia. Entonces, qué vamos a pedir al Señor, ¿qué no tengamos persecución? No. Vamos a pedirle: “Señor, haz de nosotros buenos cristianos”. Hijos libres de Dios. Orgullosos de serlo. Contentos de serlo, llenos de alegría por serlo. ¡Eso es lo que podemos transmitirle a nuestros jóvenes!

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
5 de noviembre de 2018
Iglesia San José (Válor, Granada)

(Homilía de Mons. Martínez en la Eucaristía de traslado de las reliquias de cinco sacerdotes vinculados a la Diócesis y beatificados en Aguadulce (Almería) en la causa de 115 mártires de la persecución religiosa en los años 30 en España. Las reliquias de Facundo Fernández Rodríguez, Jun Moreno Juárez, Manuel López Álvarez, Juan Muñoz Quero y Gregorio Martos Muñoz descansan en la iglesia de San José, en Válor, para su veneración)