Fecha de publicación: 22 de noviembre de 2014

Queridísima Iglesia de Dios, Pueblo Santo, Esposa de Jesucristo, reunidos hoy, una vez más, como todos los domingos para celebrar la Eucaristía;
queridos sacerdotes concelebrantes; 
amigos todos:

Celebramos la fiesta de Cristo Rey, con la que termina el ciclo del año litúrgico. Es una fiesta preciosa, que resume en una frase todo el Credo cristiano, toda la novedad y la vida de la que la Iglesia es portadora, y que los primeros cristianos en las primeras generaciones resumían justamente en una frase que es como el contenido de esta fiesta con la que termina el ciclo de un año de la vida de la Iglesia: “Jesús es el Señor”. Es lo mismo que decir Jesús es Rey, o si queréis, Jesús es Rey de reyes. Él es el Señor de la historia, de la historia entera con todos sus avatares, con sus cambios de regímenes, de imperios, de circunstancias sociales, culturales, políticas… y de la historia personal de cada uno. Él es el Señor de nuestras vidas.

Y gracias a Dios. Por eso decía San Pablo que nadie puede decir Jesús es Señor si no es en el Espíritu Santo. Gracias a Dios que ese Espíritu nos ha sido concedido de forma que podamos reconocerlo, porque es curioso, es paradójico. La vida humana está llena de paradojas y la vida cristiana no las hace desaparecer, sino que las ahonda y las ilumina. Digo que es paradójico porque ese reconocimiento del Señorío de Jesucristo es la fuente de la verdadera libertad, es la fuente de la verdadera humanidad. No hay posibilidad de una humanidad buena, plena, floreciente; no hay posibilidad de una vida humana en el ámbito de la familia, en el ámbito de la economía, en el ámbito de la vida cívica y ciudadana…, sólo cuando se reconoce el Señorío de Cristo cada persona humana adquiere un valor infinito, porque por cada una ha sido derramada la Sangre preciosa del Hijo de Dios. Lo recordamos en cada Eucaristía, lo vamos a recodar hoy de nuevo: “Tomad, comed, éste es mi cuerpo, es mi sangre, sangre de una alianza nueva y eterna”. Quiere decir que el Señor se une a nosotros de una forma indestructible, para siempre, “una alianza nueva y eterna, derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”, es decir, Cristo se da a nosotros para perdonar los pecados del mundo. Lo recordamos también justo antes de la Comunión: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.

Es una realeza misteriosa la del Señor, porque es un Rey que no impone su poder, no impone su Señorío. Es un Rey que muestra su Señorío en su capacidad, en el don de su propia vida, en su entrega: “Nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero”. Se hace Señor justamente cuando es levantado hacia lo alto. El momento de más honor y de más gloria en la vida de Cristo es cuando ya no tiene palabras que decir porque ha entregado su vida y su sangre en la cruz. Al contrario de los señores y poderosos de este mundo, Cristo muestra su poder sobre el pecado y su poder sobre la muerte cuando dice “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, a aquellos que están cometiendo el crimen más grande de la historia. Pero nos pide a nosotros que vivamos igual. El Evangelio de hoy nos recuerda sencillamente que lo que hacemos con nuestros hermanos lo estamos haciendo con Cristo una vez que el Hijo de Dios se ha hecho carne. Que nuestra relación con nuestros hermanos es la medida, el termómetro, el indicador de nuestra relación con Cristo. Que no podemos decir “Señor, Señor”, y luego maltratar a nuestros hermanos. Es en nuestras relaciones humanas, es en nuestro afecto por el bien de cada persona humana -desde el momento en que nace hasta su muerte natural, y de cada una, sin ninguna clase de distinción- lo que es la señal de que Jesús es nuestro Señor.

Por eso es más doloroso cuando en nombre además de una confianza sagrada o en nombre de una situación de preeminencia en el seno de la comunidad cristiana, los pastores, de mil maneras, podemos hacer un mal uso de esa confianza o de esa posición. Siempre que eso sucede es una herida en el cuerpo de Cristo, una herida dolorosísima. El Señor nos invitaba en otros pasajes del Evangelio, que comentan y complementan la lectura de hoy: “El que quiera ser el primero entre vosotros, que se haga el último de todos”, “El que quiera ser el más grande entre vosotros, que se haga el más pequeño, que se haga el servidor de todos”. Ser más de Cristo significa ser más de los hombres, servir más a los hombres, dar la vida por el bien de los hombres. Y Dios mío, si el mundo se aleja de Dios es evidente que hay una responsabilidad nuestra. Lo decía el Concilio: no hemos dejado resplandecer suficientemente el Rostro de Cristo; no hemos dejado resplandecer suficientemente ese amor a los hombres, ese amor a cada hombre, a cada persona humana, que es propio de quienes reconocen a Cristo como su Señor.

Señor, nosotros hoy te damos gracias. Te damos gracias por tu Realeza, te damos gracias por tu Señorío, te damos gracias ese Señorío que es otra palabra para nombrar tu amor infinito por cada uno de nosotros y por todos los seres humanos, amigos y enemigos, buenos y malos, sin límite absolutamente ninguno por tu parte, por muchos límites que nosotros tengamos. Te damos gracias por ese Señorío, te damos gracias por ese Amor que es fuente de vida, de esperanza y de humanidad en cada uno de nosotros y en el mundo, que es la única fuente de vida.

Lo que produce escándalo precisamente no es que seamos cristianos, es que podamos ser malos cristianos. Lo que produce escándalo no es el sacerdocio, es que podamos ser malos sacerdotes, que podamos ser malos pastores. Por eso tenemos que pedirle al Señor siempre Señor que tú seas verdaderamente el Señor de nuestras vidas de esa manera que expresa el Evangelio de hoy, que tú puedas ser el Señor de nuestras vidas haciendo que crezca en nosotros ese amor al destino de cada persona humana y a la vocación y al bien de cada persona humana con todas sus fuerzas, y que sepamos una y otra vez cuidar de aquellas personas que por nuestra culpa, por nuestro pecado, por nuestra fragilidad, por las razones que sean, han podido ser escandalizadas o heridas por la Iglesia, por cualquier miembro de la Iglesia, y especialmente por aquellos que tenemos la misión de guiar y de cuidar de tu cuerpo, siendo miembros de ese cuerpo, al mismo tiempo, pero Tú nos has concedido esa misión; que podamos vivirlas de manera que nuestras vidas transparenten tu amor por el hombre y que nunca, nunca, sirvan para que esa confianza del pueblo cristiano en sus sacerdotes pueda verse traicionada, verse herida, sencillamente por un mal uso de ella.  

Que el Señor nos conceda a todos…, decía San Pablo: “Todo conduce al bien de aquellos que aman a Dios”. Señor, nosotros no sé si te amamos lo suficiente, seguramente no, pero deseamos amarte con toda nuestra alma; deseamos que tu vida pueda resplandecer en tu cuerpo y pueda resplandecer en tus sacerdotes; que podamos vivir cualquier circunstancia de nuestra vida, sea la que sea, de forma que sea una ocasión para que resplandezca más tu amor, para que brille más tu amor por los hombres, para que nos convierta, para que nos haga vivir más esa belleza incomparable de vida que Tú nos has concedido vivir al hacerte Señor nuestro haciéndote siervo nuestro; al hacerte Rey nuestro entregando tu vida para que nosotros vivamos, abrazándote a nuestra pobreza para que nuestra pobreza se vea ensalzada por tu condición de hijo de Dios a la condición justa de hijos de Dios. Le damos gracias al Señor por su redención, por su vida, por su gracia, le pedimos que seamos miembros menos indignos de su cuerpo.

Hay dos pensamientos que me vienen con mucha frecuencia a la cabeza. Si yo me hubiese enamorado de una mujer, me hubiese casado con ella y esa mujer estuviese enferma, tuviese llagas por alguna enfermedad grave -como se da tantas veces en la vida y lo hemos podido ver en algunos hospitales aquí y en otras partes del mundo-, ¿qué tendrías que hacer? Aliviar esas llagas, cuidar de esas llagas, besar esas heridas que te dan la posibilidad de mostrar que el día que dijiste “soy tuyo y soy tuyo para siempre” lo dijiste de verdad, no era una broma, le habías dado su vida a esa mujer. Eso lo ha hecho el Señor, eso es lo que tenemos que hacer los pastores.

Y el otro ejemplo o la otra imagen que se me viene a la cabeza, y también en este tiempo pero no sólo en este tiempo. Cuando uno tiene ganas de juzgar a alguien, me acuerdo yo desde hace muchos años…, voy ocasionalmente, con alguna frecuencia, a la cárcel, y siempre recordaré una de las veces primeras que fui a la cárcel a visitar a los internos que una psicóloga de la cárcel me habló de un interno, me dijo: lleva toda su vida entrando, saliendo, y últimamente ha cometido varios homicidios, por lo tanto, probablemente ya no saldrá (era una persona de cincuenta y muchos años o así, ya mayor); pero me dijo: si tiene usted ocasión, póngale la mano en la cabeza, es una buena persona, póngale la mano en la cabeza y luego me dice. Se la puse, efectivamente, me acerqué a él, me pidió que le bendijera y le puse la mano en la cabeza, la tenía llena de bollos, y me dijo la psicóloga: esos bollos son de las patadas que su padre le daba cuando era niño.

Dios mío, siempre que voy a la cárcel digo ‘¿por qué vosotros estáis ahí y no estoy yo?’. Porque yo no he hecho nada para tener los padres que he tenido, no he hecho nada para tener los amigos que he tenido, no he hecho nada para que me hayan acompañado en la vida personas que me han mostrado la belleza de ser hijo de Dios y de vivir como un hijo de Dios. ¿Por qué vosotros estáis ahí y no lo estoy yo? Si a mí me hubieran dados patadas de niño en la cabeza, ¿quién sería yo? Por eso, no hay nada más sabio humanamente hablando que la instrucción del Señor en el Evangelio: “No juzguéis y no seréis juzgados”.

El mal es mal y hay que erradicarlo, y cuando ese mal afecta a inocentes hay que erradicarlo decididamente, absolutamente, en la medida de nuestras fuerzas, pero no hay que juzgar nunca porque nunca sabemos qué historia hay detrás de quien obra el mal. Sólo Dios conoce el fondo de nuestro corazón. Y tal vez, si a mí me hubieran dado patadas en la cabeza, yo estoy seguro de que sería un criminal mucho más peligroso seguramente que aquel hombre que estaba en la cárcel. Me acuerdo siempre, siempre que me dan ganas de juzgar a alguien, siempre que me dan ganas de condenar a alguien.

Señor, que podamos vivir en la libertad de reconocer tu Realeza y en el camino que tu Realeza nos muestra, dar la vida por la vida del mundo. Si somos tu cuerpo, no podemos mas que prolongar en la historia el camino que tú nos mostraste. Y ese camino es, no hay otro camino para curar las heridas del mundo, entregar la propia vida para que los hombres y el mundo vivan.

Nos ponemos de pie y proclamamos nuestra fe.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

23 de noviembre de 2014
Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo
Santa Iglesia Catedral de Granada

Escuchar homilía

Antes de la bendición final, Mons. Martínez añadió:

Un amigo me llamaba esta mañana y me recordaba una frase de un salmo: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación invocando tu nombre, Señor”. Eso es lo que acabamos de hacer juntos.

¿Y cuál es ese bien que el Señor nos ha hecho a todos, a todos los hombres? Él mismo, su vida. Ese bien no tiene comparación con nada de este mundo, con ninguna realidad de este mundo. Y junto a Él, su Iglesia. Me habéis oído decir muchas veces: es la criatura más bella que ha existido jamás sobre la tierra. La belleza de este pueblo cristiano, de la Esposa de Cristo.

¿Cómo le pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Gracias por vuestra compañía, por vuestra comunión, y pidamos al Señor que podamos darle gloria juntos en esta vida y en la vida eterna.

Os doy la bendición. La bendición de Dios todo poderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre todos vosotros y os acompañe siempre.