Fecha de publicación: 30 de abril de 2019

“Éste es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”. Éste es el día de Pascua. Un día que la Iglesia “alarga” durante toda la semana de Pascua, desde el Domingo de Resurrección hasta hoy. Porque lo que conmemoramos, lo que celebramos es tan poderoso, tan grande: es un nuevo comienzo de la Creación y de la historia.

Yo suelo decir muchas veces en Semana Santa que la Semana Santa no empieza el Domingo de Ramos. La Semana Santa empieza la mañana de Pascua. Porque si no fuera por la mañana de Pascua, los sufrimientos de Jesús no serían más que los sufrimientos de una victima más de las injusticias de los hombres en la historia. Y las palabras de Jesús, por muy sabias que nos pareciesen, no serían más que las palabras de un hombre que nos ha enseñado a vivir mejor o que nos ha enseñado a relacionarnos mejor con el Misterio Divino, como tantos otros hombres, buenos, maestros de la vida humana nos han enseñado también a lo largo de la historia. Pero cuando nosotros creemos en Jesucristo, no creemos simplemente en que sus enseñanzas son buenas; creemos justamente que Él es el Hijo de Dios y que en Él se nos da la vida, y se nos da la vida eterna.

Y eso sólo es posible porque ha vencido en Su carne después de entregarse a la muerte por nosotros, ha vencido en Su carne al pecado y a la muerte. Es verdad que nunca nosotros podremos aferrar el hecho de la Resurrección, nunca. Tampoco podemos aferrar el otro hecho que es el único que sería comparable a la Resurrección; que sería el hecho de la Creación. Porque para ver la Creación, habría que estar fuera del mundo. Incluso para ver el Big Bang, habría que estar fuera del Big Bang, y fuera del Big Bang ninguno de nosotros, jamás, ningún hombre ha estado, ni estará jamás.

Para ver la Resurrección con nuestros ojos de carne, si es que pudiéramos verla y resistir el impacto de su Gloria, de su Belleza, de su Amor, y seguir vivos; si es que pudiéramos verlo, también habría que estar fuera de la Creación y fuera del mundo, habría que estar en Dios, porque la Resurrección de Jesús no es como la resurrección de Lázaro. Lázaro murió, Jesús le devolvió a la vida después de cuatro días de estar muerto y cuando el cuerpo ya olía mal, pero, unos años después, cogió un catarro, o una gripe, o una infección de cualquier tipo, o envejeció y murió de viejo, y tuvo el mismo destino que todos los seres humanos. La resurrección es (que el Antiguo Testamento nos habla de algunas personas obradas por Elías o por Eliseo) lo mismo: son devueltos a esta vida por un tiempo, pero sometidos a la condición humana mortal para siempre. Sólo de la Resurrección de Jesucristo… Es más, en su contexto cultural, en el contexto judío se creía que la Resurrección era la resurrección de los muertos y que sería el fin del mundo. Aquellos primeros cristianos, según nos testimonian los Hechos, lo que anunciaban era que en Jesús acababa de empezar la resurrección de los muertos y que iba a venir ya el fin del mundo enseguida. Es decir, desde el primer momento, lo que anunciaron es que en Jesús Dios había vencido al pecado y a la muerte. Jesús, en Quien habitaba corporalmente la plenitud de la Divinidad, no podía ser retenido por la muerte. Jesús había retornado al mundo de Dios, quedándose, al mismo tiempo, en nosotros, con nosotros.

Y quiero explicar esto porque esto consuma, en la Resurrección de Jesús, todo el designio de Dios. Lo que el Señor quería era unirse a su Creación, unirse a nosotros (los seres humanos, hombres y mujeres), hacerse uno con nuestra humanidad. Y eso es lo que celebramos en el Cristianismo. El Cristianismo no es una doctrina moral para vivir mejor. El cristianismo es el anuncio de un Hecho, de un Acontecimiento, de un Acontecimiento único, que, como es único, no hay analogías, no es una cosa que podamos repetir en el laboratorio o experimentar, o cuantificar de algún modo: se nos escapa siempre. Se les escapó a los primeros. Alguien ha dicho: “La Resurrección es como un agujero negro en la historia. Lo que sucede es que sin ese agujero negro, sin la verdad de la proclamación de la Resurrección, no habría habido esa explosión de humanidad que significa el Cristianismo”. Explosión de la belleza de lo humano, del reconocimiento de la grandeza del destino humano, expresada desde en la más pequeña imagen de la Virgen construida por un artesano en un pueblecito de montaña hasta las obras más grandes de Pedro de Mena, de Alonso Cano o de cualquier otro de los grandes pintores o escultores. El arte cristiano canta a lo humano, canta la grandeza del destino humano que nos ha sido dado en Jesucristo.

Cristo ha vencido a la muerte. La muerte ya no tiene dominio sobre Él. Pero cuando Cristo regresa a Su Padre, regresa con Su cuerpo, regresa con Su humanidad y, por así decir, el Cielo, que estaba cerrado para los hombres, se ha roto. Lo ha roto la humanidad de Jesús. Y por ese agujero nos colamos todos. Por ese agujero vamos todos detrás de Él. En el Cielo, desde la Resurrección de Jesucristo huele a sudor. El sudor de un hombre, el Hijo de Dios, que quiso compartir el destino de los hombres y que introdujo a la humanidad en Dios. Y que ha sembrado en nosotros en cambio el Espíritu de Dios, de tal manera que ya no somos sólo criaturas. Claro, pasaremos por la muerte, sin duda. Pero, hemos sido creados de nuevo con una nueva creación, de una manera completamente nueva, porque el Espíritu de Dios habita en nosotros. Somos hijos de Dios.

Desde el momento de la Resurrección de Cristo comenzó una historia preciosa que es la que nos hablan los Hechos de los Apóstoles, donde los hombres recuperan su humanidad plena y verdadera. Y esa historia no ha dejado de crecer. Es más, esa historia renace constantemente en la vida de la Iglesia. Puede renacer. Tal vez no en nosotros, pero no porque Dios no quiera, sino tal vez porque a nosotros nos falta fe. Quiero decir, porque, por la Resurrección de Jesús, Jesucristo se hace contemporáneo de toda la humanidad; es más, abraza a la humanidad entera y abraza a la Creación entera. En la primera línea del primer escrito de san Juan Pablo II decía: “Jesucristo es el único Redentor del hombre, el centro del cosmos y de la historia”. Al haber llevado a Su humanidad al mundo de Dios, ha abrazado a la Creación entera. Abraza porque es Dios. Pero es Dios EN una existencia humana, que ha triunfado ya de la muerte y que introduce a los hombres que creen en Él en el mundo de lo divino. Lo divino ya no es algo que esté fuera de nosotros. Somos un Pueblo de reyes. Somos un Pueblo de sacerdotes. Somos un Pueblo Santo. Sois un Pueblo Santo. De hijos de Dios; que lleváis la vida divina en vosotros por el Sacramento y por ese Don que se renueva constantemente en el Don de la Eucaristía. ¡Como para no estar contentos!

Sólo que en una historia que lleva veinte siglos de cristianismo nos hemos acostumbrado de tal manera a ser cristianos que no somos conscientes de la novedad inmensa que eso representa en la vida humana. Y no lo vivimos necesariamente con alegría. Vivimos muchas veces el Cristianismo como si fuera simplemente una doctrina moral para portarse bien, un modo de cumplir ciertas reglas de convivencia o de adquirir ciertos valores. No. Todo eso es humo si no se arraiga en el Acontecimiento de Cristo, que se ha hecho carne, para ser uno conmigo, con cada uno de nosotros, con cada uno de los hombres y de las mujeres de este mundo. Y que ha vencido en su propia carne al pecado y a la muerte para siempre. Y que cuando nosotros nos adherimos a Él por la fe, participamos de esa vida.

En cada Eucaristía se recuerda eso. Se recuerda que el cielo y la tierra ya no son dos realidades separadas, sino que el cielo está en la tierra, porque Jesucristo ha llevado a la tierra al cielo, y Dios y la criatura son una sola cosa. Y ese es el momento del Sanctus. Cuando recitamos el Santo o cuando cantamos el Santo, estamos cantando aquí en esta tierra -donde hay Seguridad Social, hay enfermedades, hay dolor, hay mentiras, hay traiciones, hay errores, hay equivocaciones, hay tantos límites-, que somos criaturas, está presente el Señor; está el Emmanuel, que cantamos en la Navidad, el que nos ha prometido estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Está EN nosotros. No se cansa de nosotros. No se aburre con nosotros. No nos abandona. No nos deja. Sigue con nosotros. Con su corazón abierto y con sus brazos abiertos, para acogernos a todos, sea cual sea nuestra historia.

Dios Santo, como para no estar contentos. Como para no pedirLe al Señor que Él nos dé ese Don de la Fe. Le decía a Tomás: “Dichosos, bienaventurados, los que crean sin haber visto”. No, nosotros hemos visto. Hemos visto los frutos de la Resurrección. Hemos visto ese Pueblo de santos, que ha generado la Encarnación del Hijo de Dios y el cumplimiento de Su Obra. Innumerables santos, una multitud inmensa que nadie podría contar. Algunos poquitos canonizados, pero millones y millones, que jamás serán canonizados y que forman parte de ese Pueblo de hijos de Dios, de hijos libres de Dios.

Mis queridos hermanos, éste es el día en que actuó el Señor, para que vivamos contentos, para que vivamos gozosos. Y al Señor no hay que pedirle casi mas que una cosa: “Señor, aumenta nuestra fe”, para que podamos acoger el torrente de vida que brota de Tu Persona, que brota de Tu Resurrección, que brota de Tu Gracia; para que seamos miembros vivos de esta Iglesia; que empecemos por ser un Pueblo, que estamos tan deshilachados que casi no lo somos. Aunque es precioso ver cada domingo en esta Catedral cómo personas de muy distintas naciones, de muy distintas culturas nos unimos en la misma Eucaristía, recibimos el Cuerpo de Cristo. Qué pena que seamos todavía descendientes de Babel y que no podamos orar más que una lengua, porque todos formamos parte del mismo Cuerpo de Cristo.

Vamos a darLe gracias al Señor y que Él disponga nuestros corazones para que esa vida florezca y fructifique en cada uno de nosotros, en nuestras familias, en nuestras vidas, en nuestra sociedad, gracias a ese Pueblo que nace de la Cruz de Cristo, del Costado abierto de Cristo, por el cual Él nos ha comunicado Su Espíritu y nos perdona los pecados y nos introduce en la vida nueva de Dios.

Vida nueva de Dios que es para la que estamos hechos; la que anhelamos aún sin darnos cuenta, constantemente, en el fondo de nuestro corazón.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

28 de abril de 2019
S.I Catedral de Granada

Escuchar homilía

Palabras finales de Mons. Javier Martínez, en la Eucaristía:

Hoy (…) estamos en el Domingo de la Divina Misericordia y celebramos en la Iglesia también la fiesta de Santa Faustina Kolwalska. (…) Cuando yo hablaba del Abrazo de Jesús a la historia y a la Creación y a todos nosotros, un Abrazo que es contemporáneo justamente porque es Dios quien nos abraza en Cristo, me estaba refiriendo: un abrazo sólo puede ser de amor y, por lo tanto, no está tan desconectada la Divina Misericordia con la Resurrección de Cristo para nada. El mundo tiene mucha necesidad de misericordia en estos momentos. Siempre la ha tenido, pero, en estos momentos, se hace muy patente.