Fecha de publicación: 25 de septiembre de 2020

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
queridos hermanos sacerdotes, que me acompañáis;
Hermano Mayor y miembros de la Junta Directiva;
queridos hermanos y amigos todos:

La Primera Lectura de hoy es de esas que sobrecogen. Es como una especie de tambor que resuena y que pone de manifiesto uno de los aspectos de la vida humana más determinantes de esa vida que es nuestra condición temporal, pero, al mismo tiempo, pone de manifiesto la falta de sentido del tiempo. Es verdad que vivimos en el tiempo y es verdad que no somos dueños del tiempo. Es como una cadencia el pasaje este del Eclesiastés: “Tiempo de morir, tiempo de nacer. Tiempo de amar, tiempo de odiar. Tiempo de guerra, tiempo de paz”. Tiempo –dice- “de arrojar piedras” (que no es probablemente arrojar piedras lo que significa, sino recoger piedras y de apartarlas de la tierra para poder sembrar en ellas) y tiempo de recogerlas, de reunirlas.

Y es que el conjunto del tiempo, y especialmente en ciertos momentos, como el momento que estamos viviendo, el tiempo que estamos viviendo nosotros ahora, nos puede parecer sin sentido. ¿A dónde va el tiempo? Que el hombre no puede abarcar el significado, el sentido, la orientación del tiempo por sí mismo. Es una verdad muy grande y una verdad que el hombre del siglo XX, que ha vivido dos guerras mundiales, especialmente en Europa y nosotros, además, una guerra civil tan horrible, surge la pregunta por el significado de la vida.

Al final, la pregunta por el tiempo es la pregunta por el significado de mi vida, de mi historia. ¿Quién soy yo? ¿Para qué estoy en este mundo? ¿Qué es lo que le da su valor al tiempo que me es concedido? Es verdad que también pone de manifiesto que nosotros no nos hemos dado la vida a nosotros mismos. Pone de manifiesto muy crudamente esa condición temporal. Yo no me he hecho a mí mismo, yo no me he dado a mí mismo, yo no he firmado ningún formulario para venir a este mundo. La vida me ha sido dada. Si la vida me ha sido dada de algún modo, el tiempo me es dado, pero tiene algún significado. Y si no tiene algún significado, las fatigas, la frase que dice al final -“el obrero” se refiere al ser humano-, el hombre que trabaja “¿saca algo de las fatigas de su vida?”. El tiempo no tiene un sentido último. ¿Tiene un sentido último la vida? ¿Compensa la vida las fatigas que tiene el hecho de vivir? Es verdad que en la vida hay muchas alegrías, pero si nos faltase el horizonte de Jesucristo, esa pregunta queda sin respuesta. Como la pregunta por el significado del mal, del dolor o del sufrimiento en el Libro de Job. No encuentran respuesta adecuada.

El Señor no da una respuesta como una receta que no resuelve el problema. Porque si el Señor nos hubiera dado –diríamos- una “solución” al problema de nuestra existencia, al drama de nuestra existencia, tendríamos todos los motivos de pensar que era un invento humano, una construcción humana: lo que han dicho algunos críticos de la religión, una especie de sedante tranquilizador de nuestras conciencias. Y nuestra fe no es eso. Es decir, el Señor nos ha dejado intacto el drama de la vida, pero nos ha iluminado el sentido de nuestra vida con Su Pasión y con Su Resurrección, con Su Victoria sobre la muerte y sobre el mal, justo en el tiempo. Mediante la Encarnación, el Señor ha entrado en el tiempo y, al entrar en el tiempo, lo ha rescatado, abrazado el tiempo humano, abrazado la historia con todo su mal, con todo su dolor, con sus heridas, con las heridas que llevamos cada uno, con nuestras fragilidades, con nuestros pecados. Y nos da la fortaleza de vivir sin quitarnos el drama de vivir, ni quitarnos algo que, a veces, en momentos de extremo dolor, el hombre quisiera hasta prescindir de la libertad, se convierte la libertad misma en un peso terrible.

Cristo no nos ha quitado ese drama, pero nos permite vivirlo en la certeza de que el tiempo tiene una meta, una orientación, o significado, y que todo en nuestra vida tiene sentido y ese sentido eres Tú, Señor. “¿Quién dicen los hombres que soy yo?”. Unos que un profeta, otros que si Juan Bautista ha vuelto. “¿Quién soy yo?”, “el Ungido de Dios”, es decir, Aquel en quien encuentran su cumplimiento todas las promesas que Dios ha hecho a los padres, todo el deseo de las naciones, el deseo de una vida en paz, el deseo de una vida. La paz es el concepto, probablemente, que, al menos en nuestra Tradición, recoge la plenitud de los deseos del hombre. Cuando nos deseamos la paz en la Eucaristía, nos deseamos todos los bienes de Dios que conocemos, que nacen y que provienen de Jesucristo y que encuentran en Jesucristo también su plenitud.

Es el último día de la Novena y, en el orden de cosas que yo tenía como voluntad de expresar un poco cada día, hoy le correspondería a la vida política. Hay quien dice que la política es un modo de ordenar el tiempo y el espacio, y no es una mala definición de la política; es un modo también de organizar la relaciones humanas y la autoridad. Pero también sin Cristo, la política se convierte en un instrumento de dominio. Jesús lo dijo con mucha claridad: “Los grandes y los poderosos de este mundo oprimen a sus súbditos”. Y dijo: “Que no sea así entre vosotros”. Y nos da la clave de una política diferente: “El que quiera ser grande entre vosotros que se haga vuestro servidor, y el que quiera ser el primero que se haga el último de todos”. Y la clave, en esa enseñanza de Jesús, nos la da Él mismo: “Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos”. La imagen que tenéis vosotros delante de vuestros ojos es la imagen del Hijo de Dios, que ha entregado Su vida para que nosotros vivamos en la libertad de los hijos de Dios.

La política actual, en general, y no en España, en el mundo entero, es un ámbito bastante desastroso, y está ligado a la economía, está ligado a la destrucción de la familia, está ligado a la destrucción de lo humano. Si hay algo que hace de nosotros números (un DNI, un número en la Seguridad Social), es el concepto y el modo de expresarse el Estado moderno, que tiene unos medios de dominación que no ha tenido ningún rey, ningún emperador en el pasado, jamás.

Tenemos que pedir, primero, que el Señor nos descubra que la política no es la vocación de unos pocos, todos construimos la ciudad. Y sólo construiremos bien esta ciudad si sabemos que nuestra ciudad verdadera es la Jerusalén del Cielo. Que estamos hechos para el cielo y, como estamos hechos para el Cielo, hay ciertas cosas que no nos las dan los poderes humano. Nuestra condición de Hijos de Dios, que es lo que define lo que somos, no nos la dan los poderes humanos. Se habla mucho de libertades y de ampliar las libertades, pero nuestra libertad, nuestra condición de hombres libres nos la da nuestra pertenencia a nuestra patria, que es el Cielo; nuestra certeza de que hemos sido creados para Dios y es Dios quien nos da el libre albedrío y es Jesucristo quien nos hace verdaderamente libres, siguiendo sus huellas, siguiendo sus pasos, perteneciendo al pueblo y a la familia que han nacido en el Calvario de su costado abierto.

Le pedimos, con una fuerza especial, a nuestra Madre que todos seamos conscientes de que construimos -todos contribuimos, cada uno a nuestra manera-, construyendo nuestra familia, viviendo de una determinada forma…, construimos la ciudad, construimos la polis. Nuestros dirigentes son servidores; son servidores públicos. “Público” viene de “pueblo”. Es verdad que yo he dejado caer muchas veces a lo largo de estos días que apenas somos un pueblo. Curiosamente, es Jesucristo y es la Virgen… Yo veía hoy que Granada estaba con mucha más vida que cualquier otro fin de semana, ¿por qué? Porque es el fin de semana de la Virgen. ¿Y qué es lo que hemos experimentado todos los años en la salida? Que éramos un pueblo, que somos una familia. Sólo Jesucristo y Su Madre tienen ese poder de, sin sembrar odios y sin luchas de clases o cosas de ese tipo, hacernos a todos, sentirnos hijos, hijos del mismo Padre, cuidados y acompañados por la protección de nuestra misma Madre, que Él nos dejó en la cruz. Y de sentirnos todos uno. Ese día no hay clases sociales, no hay niveles diferentes de educación… Todos somos hermanos. Todos somos hijos. Y todos nos miramos unos a otros con afecto por el hecho de estar junto a la Virgen. A veces nos peleamos un poco también porque alguno quiere estar más cerca que otro y a alguien le molesta y, entonces, también ahí enredamos un poco, pero son enredos que nunca llega la sangre al río.

Tenemos que pedirLe a nuestra Madre que eso que vivimos habitualmente, aunque tengamos que vivirlo de otra manera, aunque no tenga la potencia física que tiene como cuando hay cien mil personas en la calle o doscientas mil (yo no las he sabido contar nunca) (…), no lo vamos a sentir físicamente, pero no por eso no vamos a sentirnos hermanos unos de otros. Es el Estado moderno. Hay multitud de estudios que lo muestran, tiende a atomizar a la sociedad, porque sólo desea un conjunto de individuos abstractos que sirvan para la máquina, porque está ligado todo: la política con la economía, la economía con el trabajo y el sentido del trabajo, todo con todo. No interesa que haya un pueblo, interesa que haya átomos intercambiables unos con otros. Todos intercambiables, todos al servicio de la gran máquina de la economía.

Dios mío, Tú nos haces sentirnos una familia, pero Tú nos das nuestro verdadero ser, porque estamos hechos para ser una familia, no para ser una pieza del mecanismo económico, no una pieza de la producción y del consumo. Estamos hechos con una dignidad que Tú nos das, por la que Tú nos haces hijos tuyos, por la que Tú nos llamas a vivir como hijos tuyos. ¿Cuál es nuestra patria?, ¿cuál es mi nación? Mi nación es el Cielo. Esa es la verdadera ciudad a la que yo pertenezco. Esa es la verdadera ciudad al que todos pertenecemos por el Bautismo y en la que no hay ciudadanos de segunda, ni de tercera, ni clase business , ni nada de eso. Todos somos hijos. Y el más pobre y el más necesitado recibe más, como el Señor mismo, a través de San Pablo, nos explicaba que en el organismo y en el cuerpo cuidamos más de los miembros más débiles. Pues, claro. Y en la ciudad de Dios el más frágil, el más débil, es el más importante.

Virgen de las Angustias, en primer lugar, enséñanos en nuestra contribución a la ciudad de este mundo, a ser conscientes de que tenemos una contribución que no consiste sólo en poner una papeletita cada cuatro años. La ciudad la construimos día a día. Lo habéis oído decir todos los días en esta Novena. Y la construimos en la tienda donde vamos a comprar, y los vecinos que nos encontramos en el ascensor, y la construimos en la calle. Haznos conscientes de que toda nuestra vida construye un modo de entender nuestras relaciones humanas, un modo marcado por el servicio. Y enséñanos a saber exigir a nuestros dirigentes un sentido de servicio, que no significa entrar en las batalla… Dios mío, lo que ha pasado, lo que está pasando, no me corresponde a mí juzgarlo, pero no es muy diferente de lo que pasa en los demás países del mundo, no es demasiado diferente.

Hay países más disciplinados. Hay países en los que no sale nadie a la calle en todo el año. Es normal. Pero nosotros, que sólo sabemos vivir en la calle, qué difícil es conseguir que nos quedemos en casa. Hace falta casi una virtud heroica a veces para eso. Pero que sepamos reclamar el servicio al pueblo, que no renunciemos a ser un pueblo nunca, con consistencia, con solidez, capaz de heroísmo. Como lo hemos sido en la historia, muchas veces. Pueblos de héroes y pueblos de santos sólo nacen de aquí, de la Eucaristía; sólo nacen de la conciencia de Jesucristo y nosotros somos hijos de un pueblo de héroes y de un pueblo de santos. No reneguemos de nuestro pedigrí, para nada, y pidámosLe a la Virgen con mucha humildad, porque somos muy pobres al mismo tiempo… Los Doce que el Señor eligió eran pobres hombres y esos pobres hombres, con la fuerza del Señor, han sembrado la esperanza de la vida eterna por el mundo, y han hecho una humanidad que no se puede comparar con nada que haya producido la humanidad misma por sí sola en la Historia.

Madre de las Angustias, concédenos a tu pueblo de Granada, que Te adora, que se postra ante Ti, que Te trae sus sufrimientos -en estos momentos unos sufrimientos grandísimos en muchos casos-; que Te traemos nuestras heridas, nuestros dolores, acógenos, protégenos con Tu Manto y ábrenos el horizonte de la vida y de la esperanza que es para el que Tu Hijo nos ha creado, y para el que Tú nos llamas constantemente, y nos llamas también a través de estos días y a través de la celebración de tu fiesta.

Por muy pobres que seamos, somos una familia que tiene por Padre a Dios y somos hijos libres de esa familia. No tenemos que andar ni hambreando amor, ni hambreando libertad, ni hambreando la felicidad de unas realidades que no son capaces de dárnoslas. Sólo Tú, Señor, cumples nuestro corazón, cumples nuestra vida y haces de nosotros que podamos vivir siempre en la gratitud. Eso es la Eucaristía. Una vida eucarística, una vida llena de gratitud; de gratitud por tus bienes, que no tienen fin, ni en el sentido de que no se acaban nunca, de que siempre hay bienes disponibles para nosotros, porque Tú eres la plenitud de todo bien, y en el sentido también de que no tienen fin, de que no se acabarán, no pasarán, como pasan los bienes de este mundo, como se nos escurren entre las manos los bienes de este mundo en lo que tantas veces ponemos nuestra esperanza. Y un día, queridos hermanos, celebraremos la Virgen de las Angustias, pero no ya con una imagen de Pasión y de dolor, sino con una imagen de Gloria, todos unidos en torno al Cordero que ha entregado Su vida por nosotros cantando las alabanzas de la victoria de Dios en nuestra ciudad, la Jerusalén del Cielo.

Si tenéis un ratito de aquí al domingo, al día de la Virgen, leed los últimos dos capítulos del Apocalipsis. Esa es nuestra patria. Esa es nuestra nación. Ese es el Pueblo al que pertenecemos. Eso es lo que aguardamos y, en el centro, el Cordero sacrificado, que está aquí en la imagen, en las rodillas de nuestra Madre.

Que un día, todos juntos, podamos cantar esa alabanza, sin que nos falte nadie. Esa acción de gracias, sin que nos falte nadie, ni a los que estamos aquí ni a nadie. Porque si nos faltara alguien de quien queremos o de quien hemos conocido, no sería el Cielo, y nosotros aguardamos el Cielo, claro que sí. Aguardamos la victoria final de Cristo y del amor de Cristo, claro que sí. Allí nos encontraremos todos y será como un día de la Virgen de las Angustias, pero ya sin dolor, sin luto, sin llanto; sólo una explosión de alegría, de gozo, de amor y de gratitud.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

25 de septiembre de 2020
IX día de Novena en honor a la Virgen de las Angustias
Basílica de Nuestra Señora de las Angustias

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