Fecha de publicación: 13 de julio de 2020

¿Cómo fue su llamada al sacerdocio?
Vino un sacerdote a mi pueblo, el padre Gerardo Benavides, cuando yo tenía doce años. Lo primero que le dijo el maestro de escuela fue: “este niño tiene vocación para sacerdote”. Yo me iba a ir al seminario de Granada en el curso 56-57; pero por alguna circunstancia este mismo sacerdote me dijo un día: “mira, este año no te puedes ir al seminario de Granada, porque se va a ir P., otro niño del pueblo”. Yo me harté de llorar y no le di sentido a aquella razón, que creo que fueron razones económicas, pero me quedé. Entonces después, durante el curso, aparecieron los claretianos que por entonces habían fundado el seminario de Loja e iban buscando niños para el seminario. Me fui con ellos.
Veo en ello el designio de Dios, es decir, que Dios va guiando tu vida y si le haces caso de acuerdo con las circunstancias, se vale de cualquier medio para que llegues adonde Él quiere que llegues.

¿Y cómo pasó de su vida como claretianos a hacerse sacerdote diocesano?
Yo no dejé los claretianos por no sentir la vida claretiana. Todo lo contrario. Es más, si hubiera seguido sería un claretiano más, como todos. No fue por un problema de no verme viviendo en comunidad, sino que regresé porque el Superior General de los claretianos envió una circular diciendo: “puede que alguno esté en el seminario de los claretianos y su vocación sea de sacerdote diocesano”. Y yo a los dos o tres años de aquello, expuse que me sentía llamado a ser sacerdote diocesano. Desde 1972 estoy en Granada y no me arrepiento, todo lo contrario. Si me preguntaran, volvería a hacer lo mismo que hice.

Y junto con ello, su vocación al profesorado…
Me acuerdo de que en el último examen que yo hice de Historia de la Iglesia en Sherbrook, Canadá, un salesiano, que había dejado el sacerdocio y que me daba clase me dijo: “Federico, no seas nunca profesor”. Entonces me vine a Granada, estuve en parroquias como Torre-Cardela, La Mamola, La Rábita, Vélez de Benaudalla y Tiena y Olivares. Estando allí el arzobispo fue a visitarme a Pinos Puente, donde residía entonces para asistir a las parroquias de Tiena y Olivares, y me dijo: “te voy a mandar a que des clase de religión en la escuela de Magisterio”. Yo daba ya clases en algún instituto, como en Íllora, y ya en el 82 empecé a dar clases allá. Hice la carrera de Historia en la universidad y luego me dieron el puesto de profesor de Ciencias Sociales en la Facultad de Ciencias de la Educación, de la que fui Secretario General. Luego me hicieron canónigo de la Abadía del Sacromonte, de la que fui también Abad, y estuve compaginando esta labor educativa. No busqué ser profesor y fíjate.

¿Cómo se compagina este servicio como profesor con su vocación sacerdotal?
Las dos cosas se han sintetizado, por decirlo de alguna manera. El sacerdocio me ha servido para darle la dimensión trascendente a lo que estoy haciendo, para dar sentido a mi vida como persona, también como profesor. También el ser profesor me ha servido para darle un sentido intelectual o teológico a mi vocación. He sido siempre, antes que nada, sacerdote y luego mi trabajo como profesor. El ser es mi sacerdocio y el hacer es mi sacerdocio. Mis compañeros profesores siempre han sabido que soy sacerdote.

¿Sus mejores recuerdos de todos estos años?
Guardo muy buenos recuerdos de mi etapa como joven sacerdote claretiano, trabajando en una parroquia de Sherbrooke y en un colegio claretiano de Victoriaville, Canadá. Luego también la vida en la Abadía del Sacromonte, en donde fui Rector de la iglesia colegiata y Consiliario de la Cofradía de los Gitanos, me ha impactado mucho… La verdad es que he vivido siempre con sencillez e intensidad cada cosa. Ahora estoy hablando contigo con el alma en la mano, no estoy inventando ningún discurso…

¿Ha cambiado la vida del del sacerdocio de 50 años para acá?
Muchísimo. Yo soy cura postconciliar, de modo que, por así decir, no he tenido que cambiar mi manera de ser tras el Concilio. Mi formación fue postconciliar. El sacerdote ha ido evolucionando junto con la comunidad, junto con la Iglesia y la querida diócesis de Granada.
Nosotros nos fuimos “desclericalizando” en la manera de hablar, en la manera de vestir, en la manera de relacionarse con la gente, como invitaba el Concilio Vaticano II. Y los nuevos sacerdotes que se han ido ordenando después, prácticamente tenían ese paso dado ya.

¿Qué consejo le daría a alguien que esté iniciando su camino hacia la vocación sacerdotal?
Hay un refrán que dice: “a Dios rogando y con el mazo dando”. “A Dios rogando” le aplicaría la dimensión espiritual, el talante espiritual, y “con el mazo dando”, es decir, sin perder la conexión, la humanidad de la persona, con la sintonía con la gente de ahora.
Recuerdo la habitación de un hotel de Salamanca donde estuve dando un curso que tenía una ventana en el techo. El sacerdote tiene que ser una persona que nunca cierre esa ventana, que es la ventana espiritual, pero sin que esa ventana le impida ver el suelo que está pisando, por decirlo de algún modo.

Ignacio Álvarez
Secretariado de Medios de Comunicación Social
Arzobispado de Granada