Celebrar esta Eucaristía en el aniversario de la muerte de Don Giussani es siempre un momento de gracia, porque la memoria de Don Gius está transida de gratitud. Gratitud por su paternidad y gratitud por los hijos que han nacido de esa paternidad y que cotidianamente a lo largo de mis casi 33 años de obispo me han acompañado con una fidelidad sin la cual yo hoy no sería el mismo. Y digo me han acompañado, y no lo digo en pasado, lo digo en presente, hasta el mismo día de hoy: me acompaña, como una gracia, como un temperamento.

Ayer yo se lo decía a un grupo de sacerdotes de la reunión que hemos tenido un grupo de sacerdotes de la Provincia Eclesiástica en Málaga. A mi el encuentro con Comunión y Liberación y con Don Gius no me ha cerrado, ni me ha empequeñecido en mi amor a la Iglesia. Nunca lo he considerado un obstáculo para amar otras formas, modalidades, temperamentos. Todo lo contrario. A mi me ha servido en mi misión de pastor, de una Iglesia local, primero en Madrid, después en Córdoba, luego aquí (ndr. Granada), en la que me permitía reconocer lenguajes diferentes, experiencias diferentes, hacer el esfuerzo de amar realidades diferentes con una paternidad hasta donde llegaban mis fuerzas, reconociendo en todas ellas la variedad, el cuerpo: el pelo no son las unas, los ojos no son igual que los dedos, pero, cuando hay conciencia de que somos un cuerpo, si los ojos son heridos las manos acuden inmediatamente en su defensa.

Esos bienes tienen una forma concreta, tienen rostros concretos, nombres y apellidos concretos, a lo largo de estos 33 años. Y sólo contando las historias concretas, las anécdotas concretas se podría hacer viva esa historia, o expresada adecuadamente esa gratitud. La expreso en dos certezas que han ido creciendo con el tiempo y que si puedo decir algo, es que hoy son en mi conciencia más verdaderas, más plenas, más ciertas que hace 30 años.

Una –la frase es del propio Don Giuss-: “El santo es el hombre verdadero”. Es decir, plenitud de la vida humana y participación en la vida divina coinciden. En eso se pone de manifiesto el don inmenso de Dios. La gloria de Dios coincide con la vida del hombre, decía San Irineo. “La gloria de Dios es el hombre viviente, es el hombre vivo”. El encuentro con el Señor, el don del Señor es nuestra vida; nuestra vida desarrollada, florecida en plenitud, en todas sus dimensiones, a la medida de seres humanos mortales, frágiles, pequeños, llenos de límites, torpes muchas veces. Pero la certeza de esa vocación a Dios que coincide exactamente, de una manera idéntica con mi plenitud en esta vida, mientras camino en este mundo, y luego con mi plenitud en el Cielo, que no es otro lugar que Dios mismo y la comunión de vida que es Él. Y fuera de esa experiencia no hay una vida humana planea: ni el amor es plenamente amor, ni la libertad es plenamente libertad, ni el trabajo es un trabajo plenamente humano. Ninguna acción alcanza su plenitud si no es desde Cristo, que nos introduce justamente en la comunión divina.

El segundo aspecto lo estáis viendo este año en la Escuela de Comunidad, el porqué de la Iglesia. Está en el Credo, cuando se habla de la comunión de los santos. Está en San Pablo. El Concilio lo recoge de nuevo: La Iglesia es el cuerpo de Cristo. Pero no nos dice gran cosa cuando usamos esa imagen, por lo mucho que la hemos usado. Pero la Iglesia es la prolongación de Cristo en la historia. Y por eso, nuestro encuentro con Cristo pasa siempre por esa humanidad frágil, torpe, pobre casi siempre, de la Iglesia, en la cual, sin embargo, la gracia del Señor se hace presente de mil formas diversas, incluso en las formas de la persecución, en las formas del aparente fracaso humano, en las que no puede uno olvidar que la Revelación suprema de Dios tiene lugar en la cruz de Cristo, donde el amor triunfa verdaderamente sobre todo lo humano, sobre todos los intentos, poderes, intereses y mentiras del mundo. El amor de Dios se revela como un amor sin fondo, infinito, justo en ese momento.

Todavía recuerdo unos Ejercicios de Don Giuss en los que él empezaba diciendo: “Pensamos a veces que las circunstancias son un obstáculo para nuestra vocación. Y nos equivocamos, porque Cristo nos espera siempre en las circunstancias”. Él está ahí. BuscarLe fuera de las circunstancias –soy yo quien glosa- es buscar una imaginación nuestra, es buscar una construcción de nuestra mente o de nuestra imaginación. Es en las circunstancias donde el Señor nos aguarda. Decir sí a Cristo -a veces, ese sí a Cristo implica la transformación de esas circunstancias- es decir que sí al momento presente, y al lugar donde el Señor pone y donde el Señor está. Decir sí a Cristo es justamente el comienzo de la experiencia de esa plenitud. Pero esa experiencia de plenitud no se da sin la compañía de personas concretas, sin la cercanía del cuerpo de Cristo, a través de la cual el Señor nos acompaña, nos cuida, nos abraza, nos guía, nos ilumina, nos enseña, nos corrige.

Leía yo esta tarde la carta de Julián a la Fraternidad contando su entrevista con el Santo Padre, donde el Santo Padre daba gracias también por lo que significa toda la realidad en este momento en el mundo de Comunión y Liberación; invitaba a una ocupación especial y a un trabajo especial con los jóvenes. De ese trabajo con los jóvenes nació también en Milán y en España la experiencia del movimiento. Y nos invita a renovar ese trabajo y esa experiencia en una forma muy sencilla. Tal vez lo primero cronológicamente que nos sorprendía era algo que quizás nosotros vivíamos sin saber articularlo o saber expresarlo, pero ciertamente lo vivíamos. Es decir, el encuentro con el Señor era el encuentro con una carne que te miraba de una manera que te recordaba siempre a como Dios nos mira; que deseaba tu bien; que no deseaba utilizarte, ni servirse de ti, ni siquiera para ser santo. Le interesaba tu vida, tu alegría, tu plenitud, tu gozo. Y eso es también un rasgo divino, un rasgo del Señor; un rasgo que no es tan propio de la mirada del mundo, sino de Jesús propiamente. Esos encuentros con la samaritana, con Nathanael, con Juan y Andrés, con Zaqueo, con el Buen Ladrón en el momento de la cruz.

Que el Señor abra nuestros corazones una y otra vez a lo más íntimo y a lo más hondo de esta gracia y que la haga fructificar en nosotros para la Gloria humana de Cristo y para bien de los hombres; para que crezca la alegría en este mundo nuestro, al que amamos con todo nuestro corazón.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

9 de febrero de 2018
Iglesia parroquial del Sagrario-Catedral